Ignacio Gracia Noriega
El bar Ovetense
Después de un recorrido por los alrededores de Oviedo, rápido aunque substancioso, ya estamos de vuelta al centro de la ciudad. Situémonos en su parte monumental a comienzos de los años sesenta del pasado siglo. Hasta el tejado del bar Ovetense llegaría la sombra de la torre de la Catedral si no fuera por los dos palacios que se interponen en la primera línea de la plaza catedralicia. Subiendo desde la calle Argüelles por la calle San Juan, se desemboca directamente en la plaza de la Catedral, una de las plazas más hermosas de España y más ricas en historia y arte, con palacios y viejas iglesias y edificios más modernos, con abuhardillamientos de aspecto germánico, razón por la que en ella se rodaron las escenas de la boda real en una película española de hace medio siglo, «Cariño mío», que explotaba el éxito de «¿Dónde vas, Alfonso XII?» y «¿Dónde vas, triste de ti?», con un Vicente Parra que, al pretender parecer romántico, resultaba cursi y una Paquita Rico ceceante, y se desarrollaba en un imaginario reino centroeuropeo, a la manera de Ruritania de «El prisionero de Zenda», de Anthony Hope, o de Grunewald, de «El príncipe Otón», de R. L. Stevenson. En esta plaza, además de la Catedral, se encuentran las iglesias de San Tirso y de la Balesquida, el palacio de Valdecarzana y la Casa de la Rúa, con su fachada del siglo XV y la preciosa ventana gótica sobre cuyos cristales se ve la torre de la Catedral repetida. En los bajos del palacio de Valdecarzana se encontraba uno de los clásicos de la mejor cocina de Oviedo, Casa Noriega, y por la fachada a la calle de San Juan una acreditada «casa de poca formalidad» (que diría José Pla), El Colmado Aragonés, y encima los destartalados locales de Educación y Descanso, donde por cuatro perras mal contadas se forraban los asiduos y los que no lo eran tanto de pinchos de tortilla y vino peleón. Por aquel tiempo había tanta golfería como ahora o más, sólo que con mejores modales, y los clientes de las «casas de poca formalidad» preguntaban por ellas empleando el eufemismo de «establecimientos con camareras», y algún burlón envió al aldeano que venía a descargar a Casa Noriega, donde Tina y Queta (Argentina y Enriqueta), camareras de toda la vida con ropa negra y delantal blanco, ponían el grito en el cielo cuando escuchaban los tratos de aquellos extraños clientes que no iban a comer las patatas rellenas y a tomar un vaso de vino. «¡Ay, si se entera don Enrique!», exclamaba Queta. Y es que don Enrique, situado a la derecha de la corta barra con una compuerta delante, era un señor muy serio, y Tina y Queta eran modelos de seriedad y buen oficio, y Casa Noriega el establecimiento más serio que se podía uno imaginar.
El bar Ovetense se encuentra a mitad de la calle San Juan, que no es una calle larga, aunque sí bastante ancha, en un edificio que hace esquina con la calle que lleva el nombre del ingeniero alemán que trazó el primer mapa geológico de Asturias. Aquí se levantó el palacio de Alfonso III, y una lápida sobre la fachada lo recuerda: «En el solar de la actual calle de Schulz, en el que estuvo situada la iglesia de San Juan, se han de encontrar todavía, en parte al menos, los cimientos del antiguo palacio», escribe don Juan Uría Ríu. Es posible que algunos de los muros, correspondientes a las capillas del lado norte de la referida iglesia, que aparecen dibujados en planos del pasado siglo, hubiesen pertenecido al antiguo palacio. En uno existente a los pies de dicha iglesia se abre un hueco -hoy macizado, aunque visible- o entrada de arco de medio punto todo de ladrillo, muy semejante a otros que se han encontrado en la iglesia de Bendones, que es de la época de Alfonso II.
El bar Ovetense, en este marco ilustre, a punto de cumplir el medio siglo bajo la dirección y propiedad de Serafín García, se ha ganado merecidamente el prestigio de ser uno de los buenos restaurantes «de toda la vida ». Restaurantes sin pretensiones de figurar en la guía «Michelin» y otras sofisticaciones más o menos pedantes que encubren el honesto arte de dar bien de comer con el camelo más o menos descarado, más o menos delirante, han mantenido su nivel desde la fundación hasta la actualidad y una excelente relación entre el precio y la calidad, sobre todo gracias a sus carnes, que siempre fueron de primerísima categoría y siempre figuraron entre las mejores que se sirvieron en Oviedo. No diré que son las mejores carnes de Oviedo, pero sí que son tan buenas como las mejores. Y a las carnes se unen otros productos asimismo excelentes, los estupendos embutidos, y una cocina sencilla y sabrosa, que se aplica en el principio fundamental de la cocina, sin el cual no hay cocina o la cocina se convierte en otra cosa: las viandas saben a lo que son y parecen lo que son, y nunca se ha dado gato -digo, camelo- por liebre. Si uno pide un chuletón, ve un chuletón sobre el plato y sabe que está comiendo un chuletón, sin que sea necesario que el camarero le explique qué está comiendo, como suele ocurrir en la mayoría de los establecimientos agraciados por la guía «Michelin» (establecimientos en los que, por cierto, nunca se sirven chuletones, seguramente porque los consideran groserías que le gustan a todo el mundo, cuando de lo que se trata es de pasmarse ante las retóricas culinarias de un Ferrán Adriá, pongo por caso, personaje, por cierto, que si cocina tan mal como habla, están aviados los «snobs» del universo mundo). Pero desde el momento en que los cocineros se convirtieron en una variante de «prima donna», al igual que desde que los políticos profesionales, en su ansia totalizadora, ocupan también las páginas horteramente glaumorosas de las revistas cardiacas, el mundo da claras muestras de desquiciamiento, y es de temer que pasen muchas generaciones hasta que vuelva a recuperar el juicio. Juicio, por cierto, que jamás han perdido los fogones del Ovetense. Por este motivo, me acuerdo de la ya muy veterana «nouvelle cuisine», que es estrictamente contemporánea del Ovetense, porque prefiero con creces la cocina del Ovetense.
Antes de que Serafín García se hiciera cargo del Ovetense, el bar ya estaba suficientemente acreditado por un profesional de la categoría de Enrique Quintana, que anteriormente había tenido el bar de Educación y Descanso, y después de traspasar el Ovetense a Serafín, se trasladó a la calle de San Bernabé, que empezaba a ser la de los vinos, donde abrió otro estupendo establecimiento: el bar Asturias o Mesón del Pollo. Serafín García, un joven de veintipocos años, recién llegado de Barcelona, donde había trabajado de camarero, se hizo cargo del Ovetense en 1960, pagando por el traspaso 550.000 pesetas, una cantidad importante en aquella época. Y desde el primer día mantuvo la buena línea de Enrique Quintana, hasta la actualidad.
Serafín había nacido en San Salvador, cerca de Obona, en Tineo. Tineo gozó de fama de buenos cocineros, según explica Jesús Evaristo Casariego: «Esta fama del buen y honrado guisar tinetense tuvo mucho crédito en Madrid en los siglos XVIII y XIX, donde los mayordomos y los cocineros de la tierra de Tineo adquirieron especial y merecido prestigio por su fidelidad, esmero y saberes culinarios y ocupaban primeros puestos en los palacios de los grandes señores. También tuvieron, y siguen teniendo, fama algunos establecimientos tinetenses en Madrid, Oviedo y Gijón, dedicados al sabroso menester de dar honradamente buena comida y bebida a sus semejantes: ahí está, por citar un ejemplo vivo, el caso del gran Conrado, con su nombre y talante de dignatario del Sacro Imperio Romano Germánico». Por un fleiz azar, Casa Conrado, uno de los mejore restaurantes de Asturias, se encuentra a pocos pasos del Ovetense.
Baldomero García, el padre de Serafín (de aspecto igual que él, sólo que más pequeño y con boina), tenía el bar Jardín, en la calle Caveda (que por entonces acogía hermosos bares con boleras en la parte de atrás). Serafín fue algo aventurero en su juventud: marchó a Barcelona a trabajar como camarero, y allí conoció a Kubala, a Luisito Suárez, a Ramallets y a Mandi. Pero desde que en 1960 se hizo empresario, literalmente no salió de detrás de la barra del bar. El Ovetense tenía la puerta de madera pintada de verde con cristales y un altillo que servía de comedor. Serafín, rubio, afable, fuerte, con el pelo muy corto, recordaba al astronauta Glen. Las especialidades de la casa eran memorables: el pollo al ajillo, el lacón y el jamón asado, las patatas bravas con un picante de elaboración propia, el chuletón fastuoso... Por fortuna, nada ha cambiado en este bar en casi medio siglo: el pollo al ajillo continúa siendo el mejor de Oviedo, y Serafín García sigue detrás de la barra cortando embutidos.
La Nueva España ·29 diciembre 2007