Ignacio Gracia Noriega
El paseo de la calle Uría
Acaso el ritual más característico del Oviedo de los años cincuenta, hasta mediados los sesenta del pasado siglo, haya sido el paseo por la calle Uría, que se iniciaba a la caída de la tarde hasta la hora de ir a cenar sobre poco más o menos: de manera que todavía podían encontrarse paseantes rezagados a partir de las 10 de la noche, pero como a esas horas ya había decaído mucho el ambiente, no tardaban en irse a sus casas.
En todas las localidades provincianas el paseo constituía una diversión a la vez honesta, barata y que ofrecía grandes posibilidades. Eran numerosos los pueblos, algunos reflejados en la literatura costumbrista, en que los mozos, y sobre todo las mozas, iban dando un paseo hasta la estación para ver pasar los trenes. Actividad que no era tan simple como pudiera parecer y que entrañaba muchas cosas, de índole muy diversa. De un lado, manifestaba un cierto entusiasmo por la técnica y la modernidad, ya que solazarse en la contemplación de una locomotora que entra en una estación echando humo por los lados sólo le fue posible a los habitantes de este planeta a partir del siglo XIX. Algunos paseantes incluso llegaron a hacerse expertos en locomotoras y demás artilugios mecánicos vinculados con el ferrocarril; pero lo normal era que se fijasen (sobre todo el estamento femenino) más en el paisanaje que en el utillaje, esto es, más en los viajeros que en el artefacto que los transportaba. Por tanto, la visita diaria y crepuscular a la estación del tren no sólo resultaba instructiva en el aspecto de la mecánica, sino que contribuía a la crónica social del pueblo y proporcionaba un excelente asunto de conversación durante la cena. A veces me pregunto cómo habrán podido sobrevivir durante las interminables tardes de invierno los no demasiado numerosos pueblos españoles que no disponen de estación ni de apeadero. Luego, con la aparición de los autobuses, y la construcción de sus respectivas estaciones, este problema se enmendó un poco. Pero el tren tenía más solera, y se veía descender entre los humos de la máquina al viajante de comercio, al cura que había ido a urdir algo a la capital o a la vecinita que se marchó hacía algunos años y regresaba con la misma maleta. Las estaciones de ferrocarril eran un extraordinario observatorio psicológico y sociológico. Como en los trenes había entonces primera clase y tercera clase, conforme el viajero descendiera de un vagón u otro se podría conjeturar cómo le había ido en el viaje: me refiero, claro es, al viaje en general, al viaje de la vida. Y en cuanto a la segunda clase, que correspondería a la clase media, no se la encontraba en ningún vagón. Es algo así como la segunda guerra carlista, que se supone que la habrá habido, ya que después hubo la tercera guerra, aunque no se detiene en ella casi ningún historiador.
El paseo de la calle Uría presentaba características extraordinarias, aunque la calle Uría va desde la plaza de la Escandalera a la estación del Norte, la mayoría de los paseantes no entraban en la estación: ni siquiera el paseo llegaba hasta sus aledaños. Y otra curiosidad no menos fabulosa: como es sabido, en la margen izquierda de la calle Uría se encuentra el paseo de los Álamos (que, por cierto, fue rebautizado en cada una de las convulsiones políticas y militares de la historia moderna, aunque para los ovetenses siempre fue el paseo de los Álamos), que la gente no empleaba para pasear, sino para sentarse. Había unas sillas de hierro pintadas de blanco en las que la gente se sentaba bien a descansar o a hacer tertulia. Regularmente pasaba un empleado municipal con uniforme gris a cobrar un modesto canon por el disfrute de las sillas, y al verle, todo el mundo se levantaba, por lo que se le conocía con el nombre de «el Evangelio». En cierta ocasión, un señorito de juerga agarró una de las sillas, se la echó al hombro y la subió hasta la cumbre del Monsacro, donde la dejó para alivio de montañeros que llegaran cansados. A partir de este incidente, las sillas fueron aseguradas con cadenas por las noches.
La calle Uría sustituyó a Cimadevilla como centro social y comercial y mentidero de la ciudad. Fue el ensanche y «la nueva calle que ha de conducir a la estación del Ferrocarril», según referencia municipal de 3 de agosto de 1874. La calle partía de la plaza de la Escandalera (que a efectos del callejero, es tan irreductible como el paseo de los Álamos a los efectos de las convulsiones políticas y de la política partidaria, porque llámenla como quieran los que dominan el tinglado político del momento, nunca dejó de ser la Escandalera), y en su trazado se interponía un roble legendario, el centenario Carbayón, que fue derribado por acuerdo municipal de 9 de septiembre de 1879 y subastado por la cantidad de 192 pesetas. El derribo dividió a los ovetenses en dos bandos: los del «progreso», siempre partidarios de emplear el hacha o la piqueta para abolir los restos del pasado y llegar cuanto antes a la estación del ferrocarril, y los respetuosos con lo poco pero magnífico que el pasado nos lega, y que recibieron el nombre de «carbayones» por su defensa del árbol sagrado, y apelativo que se haría extensivo a los vecinos de la ciudad y que, en otro orden, da nombre a un acreditado pastel de almendra. Una lápida sobre el suelo recuerda en términos elegiacos el lugar que ocupó el gran roble, cuyo retoño sobrevive en la plaza de su nombre, a la sombra del teatro Campoamor. La tala del Carbayón fue el mayor agravio a la fisonomía sentimental de Oviedo hasta el no menos luctuoso derribo de la quinta de Concha Heres, en los inicios de la presente democracia. Es extraño, y espero que no sea significativo, que en las dos restauraciones borbónicas se produjeran los derribos del Carbayón y de la casa de Concha Heres, en el primer caso en nombre del «progreso», y en el segundo, no se sabe por qué.
La calle Uría es larga y recta, con aceras amplias, bordeada de buenas edificaciones donde hubo chalés con jardines que le proporcionaban un aspecto sumamente grato. «Numerosas casas y “chalés” surgieron rápidamente a uno y otro lados de la calle, por iniciativa de la colonia “americana” -escribe José Ramón Tolivar Faes en su utilísimo y bien hecho libro sobre los nombres y cosas de las calles de Oviedo-; años después fueron adquiridas y completadas las edificaciones por la floreciente colonia leonesa, y la calle Uría vino a merecer así, ya desde el segundo decenio de este siglo, el pomposo título de “arteria principal de la ciudad”. En 1957 se llevó a cabo un notable ensanche de la calle, aprovechando para ello los jardines y los atrios que existían en el lado de los impares. El cierre del acogedor café Peñalba (30.9.62) y la demolición de los numerosos y elegantes “chalés” acabaron con el carácter íntimo y provinciano de la calle, despersonalizándola y convirtiéndola en una vía “estándar” de espléndidos comercios».
A pesar de ser una calle tan grande y tan transitada, no abundaban en ella los establecimientos hosteleros y similares. El más característico era el café Peñalba, cuyo cierre, en 1962, supuso algo parecido a la tala del Carbayón y el derribo, tres lustros más tarde, del palacete de Concha Heres. Tomar café en el Peñalba no era cualquier cosa, y según Ricardo Vázquez Prada, fue la aspiración de los «rojos» cuando cercaron Oviedo en 1936-37, del mismo modo que, por las mismas fechas, el general Mola anunciaba que no tardaría en tomar café en la Puerta del Sol. ¡Qué manía con el café! Pero ni los «rojos» pudieron tomarlo en el Peñalba, ni Mola en la Puerta del Sol. Más próximo a la Escandalera se encontraba el Astoria, un estrecho y coqueto bar americano que también tenía entrada por la plaza del Campoamor. Y ya no había más bares, después del Rívoli, hasta las proximidades de la estación del Norte, donde estaban otro Cecchini, y un poco más allá un bar de aspecto triste, y la cafetería Santa Cristina, haciendo esquina. Y en mitad de la calle estuvo el Casablanca, el mejor restaurante de Oviedo antes de la guerra, y aunque se conserva el edificio, cosa casi milagrosa, y no lo vi abierto. También en la calle Uría se encontraba uno de los mejores cines de Oviedo, el Aramo, donde vi mis dos primeras películas en Cinemascope: «El diablo de las aguas turbias», de Samuel Fuller, y «Coraza negra», de Rudolph Maté.
Al paseo se iba en parejas o en grupos no demasiado numerosos. Las mujeres iban por su lado y los hombres, por el suyo, salvo los novios, que, naturalmente, paseaban juntos. Estudiantes, oficinistas y menestrales constituían aquel río humano que recorría varias veces la calle de siete y media u ocho a diez de la noche. Los paseantes se saludaban ceremoniosamente y a veces se detenían a conversar formando corro, pero por poco tiempo, porque en seguida los conversadores se reincorporaban al paseo. De vez en cuando, un vecino que vivía encima del cine Aramo amenizaba los paseos tocando la campanilla y acto seguido arrojaba un tiesto a la calle. De este modo, un entretenimiento tan pacífico y tranquilo no dejaba de tener riesgo.
En cierta ocasión, varios mozos altos y delgados, vestidos de negro y ostentando pelos largos, a imitación de los recién aparecidos «Escarabajos» de Liverpool, y pantalones de pata de elefante, irrumpieron en el paseo provocando el consiguiente estupor. Pasada la sorpresa, el pueblo soberano pretendió arrojarlos a la Fuentona. Los musicantes (pues aquellas extrañas criaturas formaban parte de un grupo musical) buscaron refugio en el Gobierno Civil, que se encontraba al comienzo de la calle de San Francisco, y el pueblo se congregó ante las puertas, reclamándolos para darles un escarmiento y que aprendieran a salir a la calle como es debido. Al fin, el poncio Mateu de Ros se asomó al balcón y sosegó a la concurrencia. Yo presencié esta fase del incidente desde el vecino bar Azul. Poco imaginábamos entonces que el paseo de la calle Uría daba sus últimos coletazos. Pero era inevitable. Con los «Beatles» llegaban otros aires y otra manera de entender la vida, en la que los apacibles modos provincianos estaban de más. Y el paseo fue sustituido por viandantes apresurados. ¿Qué les voy a contar?
La Nueva España ·2 febrero 2008