Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Entre el ayuntamiento y la catedral

La calle Cimadevilla fue el centro comercial y social de Oviedo hasta que éste se desplazó a la calle Uría, que era el ensanche. El nombre le viene de su situación, en la zona más alta de la ciudad antigua, y su antigüedad la certifica que ya aparezca nombrada en un documento del año 1220. En ella se encontraban la puerta y torre de Cimadevilla, que Tolivar Faes recomienda no confundir con el torrejón del Ayuntamiento, el cual no tenía subida para los ballesteros ni vivienda para el Alcalde. Esa torre pasó al obispo de Oviedo, don Gutiérrez de Toledo, por orden del rey Juan, durante las turbulencias levantadas en Asturias por el bastardo Alonso Enríquez contra la Corona. No termina aquí la historia de la calle, ni la del torreón, cuyo último vestigio, el escudo, fue trasladado a la fachada de las escuelas del Fontán, derribadas en 1834. La calle Cimadevilla está unida a la historia heroica de Oviedo, y también a su historia trágica. Aquí saltaron las primeras chispas del incendio iniciado la Nochebuena de 1522, que destruyó la mayor parte de la ciudad. También en Cimadevilla se desató el pueblo de Oviedo contra el invasor napoleónico el 9 de mayo de 1808. Una lápida lo recuerda en la casa que hace esquina con la calle Altamirano: «En este sitio rechazó el pueblo ovetense las órdenes del extranjero e inició el alzamiento de Asturias para defender la independencia española. Gloria y gratitud a Llano Ponte, Busto, Reconco, Peñalva, Correa, Méndez-Vigo, Argüelles, Escosura, Jove, Joaquina G. Bobela, María G. Andallón y más patriotas. En el primer centenario, el Ayuntamiento de Oviedo». Y en 1936, la misma calle rechazó a otros invasores, más peligrosos que los napoleónicos. Ninguna lápida recuerda esa gesta en Cimadevilla, lo que evita el actual bochorno de sustituir los nombres de los que ganaron una guerra por los de aquellos que la perdieron, lo que certifica que lo más sensato es abstenerse de colocar en las paredes placas conmemorativas y poner a las calles rótulos con nombres de flores o de planetas, satélites y asteroides: así se ahorrarán revanchismos, resentimientos y otras monsergas.

La calle Cimadevilla no sólo es una calle histórica, sino una calle en continua evolución. «En Cimadevilla se iniciaron el moderno comercio, las casas de banca y los círculos políticos, que tanto auge tuvieron en el siglo XIX» –escribe Tolivar Faes en su benemérita guía de la calle de Oviedo–. «Allí estuvieron las tiendas del Bohemio, Cesconi, Morini, Agusti (restos italianos de las tropas napoleónicas); los cafés del Casín y del Riscón; las tertulias de apostólicos, liberales y demás partidos políticos, y todavía hace cien años mostraba Cimadevilla tal actividad que se aseguraba que nunca acabaría cediendo a la ya manifiesta competencia de Campomanes y Uría. Sin embargo, aunque en el primer cuarto de este siglo aún vimos en Cimadevilla comercios y bazares suntuosos, y aunque actualmente conserva importantes actividades más la corriente de gente que siempre ha de pasar por ese embudo puesto en el arco del Ayuntamiento, Cimadevilla no es ya corazón ni cerebro de la ciudad, y hasta perdió mucho de su empaque y señorío desde que, hace siete u ocho lustros, desaparecieron los últimos caballeros que sabían pasear por allí con la solemnidad que la calle requería».

La calle Cimadevilla bifurca hacia abajo en dirección a la Universidad por la calle Altamirano, y por la calle Canóniga a la Corrada del Obispo. En el palacio de Canóniga, de interiores viscontinianos, ofreció María Uría una cena que no olvida Hugh Thomas. En esta bifurcación termina la calle, que no llega a la plaza de la Catedral, como debiera ser, sino que se continúa en la corta, pero muy llena de sabor, ovetense calle de la Rúa, de nombre redundante (y mucho más redunda en la novela «Belarmino y Apolonio», de Ramón Pérez de Ayala, donde es la rúa Ruera). Su antigüedad no es menor que la de Cimadevilla: aparece nombrada en un documento de 1274, y otro de 1305 se refiere a la «rúa pública por do van de la rúa de los Tenderos para la iglesia de Sant Salvador». Pese a su brevedad, tiene prestigio histórico y señorial, y a partir de la novela «Belarmino y Apolonio», literario. En enfrentados portales de esta calle tenían sus cajones de zapateros remendones los inolvidables Belarmino, de condición filosófica, y Apolonio, de tendencia dramática. «Belarmino y Apolonio» es una novela frustrada, que no llega a ser, ni mucho menos, lo que anuncia, y certificación de la influencia, tal vez inconsciente, de Gustave Flaubert sobre el mundo literario de Oviedo: porque si algunos ven en La Regenta a Madame Bovary, Belarmino y Apolonio hubieran podido ser, que no lo son, Bouvard y Pécuchet. No obstante, la descripción de la rúa Ruera y Belarmino escuchando detrás de una cortina la disertación del filósofo Cleo de Mérode, de la famosa ciudad de Koenisberga (referencia cultista a Kant y jocoso varapalo a Ortega y Gasset, pues al de Koenisberga iban también a escucharle las señoras, para asombro y escándalo de Belarmino), compensan de que nuestro atildado Pérez de Ayala no haya llegado a ser Flaubert, un normando que conducía carruajes tirados por caballos sobre caminos embarrados, según le reprocha Sartre.

La calle de la Rúa desemboca en la plaza de la Catedral, encarándose a su airosa torre desde el palacio del marqués de Santa Cruz o de la Rúa, la única casa conservada de Oviedo anterior al incendio de 1522. Su preciosa ventana dividida en cruz refleja sobre el asfalto mojado por la lluvia cuatro imágenes de la torre de la Catedral. Ante ella, la estatua de Ana Ozores, con un sombrerito que parece que se le va a caer, pertenece al reino de la ficción. Pero la torre de la Catedral, repetida cuatro veces en la ventana de la Casa de la Rúa, es perfectamente real: sólo hace falta para verla dar la espalda a la torre y mirar al palacio, como si miráramos una fotografía. Ahí tenemos, sin necesidad de movernos, la torre y su reflejo.

En la acera izquierda de la calle Cimadevilla, poco después de traspasado el arco del Ayuntamiento y dejadas atrás las instalaciones municipales, en lo que fue el antiguo Café Español se alineaban tres bares: Los Tres Reyes, Garal y Sevilla, fronteros a Diego Verdú, una de las mejores confiterías no de Oviedo, sino de España, cuyos turrones son buque insignia de la pastelería ovetense, del mismo rango que los carbayones de Camilo de Blas. Los Tres Reyes, el primero para quien caminara desde la plaza del Ayuntamiento a la plaza de la Catedral, era estrecho, con la barra a la izquierda, abría temprano y recibía los tres periódicos, razón por la que un amigo mío se refugiaba en él en horas bajas. Garal tenía barra y bar en la planta baja y servicio de café en el piso. Era, como diría Hemingway, «un local limpio y bien iluminado » y, si la barra era más bien de gente de paso, en el café del piso, con divanes y dos balcones a la calle, se iba a pasar más tiempo: a jugar al parchís, a ver la televisión, a merendar o a cortejar.

Allí vi muchas películas, cuando la televisión era todavía en blanco y negro y se proyectaban películas excelentes. Entonces, la parte de arriba de Garal parecía un cine club. No se escuchaba el zumbido de una mosca, y el silencio de cinematógrafo sólo se interrumpía para pedirle a Pepe otro coñac. Todavía se bebía mucho coñac, aunque yo confieso que en seguida me pasé al whisky, al que permanecí fiel durante casi cuarenta años, hasta que vinieron los doctores Baena y Sobrino y me mandaron parar. Vi películas de Josef von Sternberg que me fascinaron; también un ciclo dedicado a Clark Gable, que era uno de aquellos grandes tipos con mucho sentido del humor y mucha experiencia, que no hacía falta señalar que la tenía, como si se tratara de una película de Gonzalo Suárez, porque se le notaba.

Por las tardes iban a Garal señoras a merendar o de tertulia, y entre los clientes habituales estaba don Eugenio Tamayo, con su cabeza leonina, el abrigo sobre los hombros y la carpeta de dibujo debajo del brazo. Se sentaba en un sofá, cerca de la ventana, sacaba el lápiz y dibujaba continuamente. Aunque su aspecto era hosco, le recuerdo como persona amable, con quien mantuve largas parrafadas. En cierta ocasión le pregunté si era cierto que había jugado una partida de ajedrez con Lenin en Ginebra, y me contestó que sí, que era cierto. También le pregunté cómo era Lenin. «Un chino», dijo. Y pasó a hablar de otra cosa. No se me ocurrió preguntar quién había ganado la partida.

Garal tenía confitería. Cierta tarde, un canónigo muy gordo, cuyo nombre omito, meditaba ante una bandeja de «piononos». Se le notaba, incluso en el gesto de la mano, que a veces se disparaba inconscientemente hacia la bandeja, que mantenía una dura lucha interior. Por lo bajo murmuraba palabras ininteligibles. Al fin, se dijo en voz alta:

—Como hoy es Santa Eulalia de Mérida, patrona de Oviedo...

Y de una sentada acabó la bandeja de «piononos».

Pepe, el camarero, con chaquetilla blanca y corbata negra, era delgado, de pelo rizado y muy sonriente y profesional; un gran camarero, especie que ya va camino de la extinción.

En la calle de la Rúa había un restaurante llamado Malani, en el que se servían unos enormes «crêpes» rellenos, que la dueña (una señora muy jovial) llamaba «tochos». Guardo muy buen recuerdo de la cocina del Malani. Luego lo tomó en traspaso Belarmino Álvarez Otero, el inventor del Oviedo Antiguo, cuando se propuso cambiar el bar nocturno por el restaurante diurno, y allí comimos algún «botillo» sensacional.

La Nueva España ·8 marzo 2008