Ignacio Gracia Noriega
El Suizo
No digo que El Suizo haya sido el mejor cabaré de España. Pero si hubiera tenido a la puerta un showman disfrazado de negro locuaz que dijera en inglés caribeño: «Showtime! Ladies and gentlemen... El Suizo, "the most fabulous night club in the world..."» en lugar de un portero pluriempleado o dedicado en exclusiva a aquella ocupación, que en opinión de las personas de orden no era ocupación y que permitía la entrada sin haber pasado por taquilla según le soplara el Norte, tal vez ni aún así habría mejorado la marca de ser una auténtica joya superviviente de la época dorada de los cafés cantantes. Sin discusión, era el mejor cabaré de Oviedo, situado además en el centro de la ciudad. Para ir a los otros, para «subir al monte». como decían los hermanos Radío, había que alquilar un taxi, aunque no por los motivos que los lectores jóvenes pueden imaginar, no porque hubiera controles de alcoholemia (porque en aquella época no se podía leer ni distribuir «Mundo obrero», pero se podían tomar cuantas copas se quisiera), sino porque había menos coches. Los cabarés de la falda del Naranco, «los monumentos» (que no se deben confundir con los dos monumentos ramirenses, Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo, situados en la misma carretera. un poco más arriba) y el Yuma estaban en el plan de «the most fabulous night club in the world» a escala provinciana y lo que había en los aledaños de la ciudad y de la Catedral hacia abajo, ya pueden suponer qué clase de establecimientos eran. El Suizo, por el contario, era una «casa de poca formalidad», que diría José Pla, muy formal. en la que incluso la clerecía y la milicia estaban representadas: el pianista era por las mañanas profesor de solfeo en el Seminario Diocesano y el batería, sargento de la Banda de Música del Regimiento de Milán. Este pundonoroso militar cumplía sus funciones musicales con puntual eficacia aunque con ojos adormilados, de grandes bolsas bajo ellos; y en los entreactos, mientras «las artistas» pasaban a los «camerinos» a cambiarse para el próximo número. el músico soldado sacaba una novedad de uno de los bolsillos de su chaqueta gis, y leía apaciblemente los rápidos relatos de Marcial Lafuente Estefanía, Clark Carrados, Silver Kane (que no era el editor gijonés Silverio Cañada) y Edward Goodman (que sí era el conocido periodista de la época de la república Eduardo de Guzmán). que le trasladaban desde aquel ruidoso local hasta la gran pradera, los ranchos de Tejas y las Montañas Rocosas. Salvo un día de pelea generalizada, en que el batería metió la mano en el bolsillo, y en lugar de sacar una novela, sacó una pistola (seguramente procedente de las páginas de alguna de las novelas que leía) e hizo un par de disparos al aire.
Aquello fue mano de santo: cayó polvo del techo y algún trozo de escayola, pero la pelea paró como por arte de magia. No digo que estas peleas tuvieran lugar todas las noches, pero eran relativamente frecuentes. El «Fiu Ximielga» que a veces se comportaba como el «sheriff» del local y otras como simple cliente, aconsejaba que en caso de gresca lo prudente era colocarse hacia las salidas: no pata escapar, cosa que a él nunca se le hubiera ocurrido, sino porque en el caso de que le golpearan a uno con una silla, las del fondo estaban apolilladas y reblandecidas por la humedad, con lo que el trastazo era más llevadero.
El Suizo, con tres sesiones de tarde, noche y madrugada, tenía el poderoso aroma, además de a tabaco y humedad, de otro tiempo. Tan sólo quedaban dos especies de su rango en todo el territorio peninsular, uno muy próximo, El Felguerino, en La Felguera, y otro en Zaragoza, El Plater, otra institución de la vida alegre y golfa. No llegué a conocer este último, por la buena razón por la que nunca fui a Zaragoza pero debo reconocer, sin que me influya la pasión, que El Suizo era mejor que El Felguerino. No por los aspectos externos del local ni por la calidad de las interpretaciones, sino por el público. El Suizo, por razones obvias, principalmente porque Oviedo tiene más población que La Felguera., atraía a más público: y en materia de cabarés, el público es fundamental.
El ritual de El Suizo era invariable: tanto en lo que sucedía en el interior como en el aspecto exterior. La puerta era de madera con la pintura que había sido roja en alguna ocasión, desconchada por la lluvia y el tiempo. Allí se colocaba una pizarra en la que tarde tras tarde se anunciaba escrito con tiza el imperturbable debut de Farfán de los Godos, en confianza llamada «María Luisa», estrella de la canción y gran «vedette». Luego la gran «vedette» fue Carlos Blanco, que atraía otra clase de público y con quien puede decirse que entró la «modernidad», que es incompatible con el espíritu del «café cantante», que como las corridas de toros, se rige por un ritual muy estricto, que no admite alteraciones ni modificaciones. Por esa las gentes «progresistas, aborrecen el cabaré y los toros, tanto como a los gatos que, según Baudelaire, les repelían por su elegancia y limpieza: y el cabaré y los «toros» no tanto porque los frecuenten dos clases sociales, la alta y la baja, por así decirlo, que en el espectáculo olvidan sus diferencias, sino porque representan una tradición y unos mundos al margen de ciertos controles.
Farfán de los Godos, aunque no era de mucha estatura, entraba en el escenario con empaque de gran dama de la copla. Se plantaba delante del micrófono y se lanzaba a cantar con la cabeza alta y sin presta atención al respetable. Ni se movía ni exhibía carnes. En cierta ocasión entró en parroquiano subido de copas y en mitad del pasillo abrió la bragueta y se puso a hacer aguas menores. Entonces Farfán interrumpió la interpretación de «Mi jaca» e hizo una declaración de confianza en la juventud.
—Dicen por ahí que los jóvenes practican el gamberrismo, pero miren a ese marrano que ya tiene percebes en los huevos haciendo una gamberrada- y, sin otro comentario, continuó la interpretación interrumpida. Salió el camarero (alto, delgado, pálido con la palidez de quien se expone poco al sol, y en zapatillas), echó dos puñados de serrín sobre la huella de la gamberrada, y el espectáculo siguió su curso. como todas las noches. En otras ocasiones, si había pelea, Farfán de los Godos ponía orden con voz autoritaria.
—!Dejen trabajar en paz a las artistas y a los maestros!
Hasta que impuso orden, de manera más drástica, el batería, aquella noche que se sintió más sargento que músico.
El Suizo tuvo varios emplazamientos en Oviedo: uno donde Los Cinco Precios, que, naturalmente, no conocí, y desde allí pasó a la plaza de Riego hasta su jubilación y sustitución por una pizzería. El local era muy largo: al final se ensanchaba y a la izquierda, según se iba, estaba la barra, relativamente pequeña, y con una enorme máquina registradora antigua, y a la derecha, la tarima del escenario, y bajo él, el piano. Y entre la barra y el escenario, la puerta de la cocina, en la que sólo eran admitidos los clientes muy considerados y donde la ginebra que se servía era ginebra, y el whisky, whisky. Detrás de la caja registradora solía situarse doña Josefa, con aspecto de abuelita apacible, menuda y con los blancos cabellos recogidos en un moño: mas cuando había pelea o algún cliente se desmadraba más de la cuenta, salía al ruedo con un palo de escoba para separa a los contendientes o sosegar al enardecido.
Desde la puerta de entrada, la de desvencijadas maderas que en alguna época habían sido coloradas, con los cristales cubiertos de polvo, hasta la barra y el escenario había un largo pasillo con sillas y mesas a ambos lados. Aquel pasillo era el dominio de Julio, el encargado, de cabellos grises peinados hacia atrás y fumador de grandes puros. Se supone que a él le correspondía actuar en casos extremos. Yo nunca le vi en activo (y eso que presencié peleas considerables), sino fumando, distante y circunspecto. Del mismo modo que doña Josefa restringía la entrada a la cocina, Julio no le dirigía la palabra a todo el mundo.
Entre las «artistas» había una que se buscaba la pulga con mucha propiedad. Otra cantaba con emoción: «Quiero ser revisor del tren / y me gusta quedar muy bien...». La mayoría rondaban el medio siglo, cuando no lo sobrepasaba. Todas ellas eran flores ajadas de otro tiempo, con nostalgias de la irremediablemente perdida juventud y de clientelas más civilizadas que descorchaban auténtico champán francés en lugar de ginebra de garrafa.
En ocasiones, el público era el verdadero artista. Había un buen mozo, siempre borracho como una cuba, a quien el Fíu Ximielga llama Pecho Lobo, que a la salida del cabaré se iba a su aldea a ordeñar las vacas, y gandes figuras de la noche como el Maca a quien gustaba que le llamaran «el padrino de Oviedo» y el Mariscal. con mucho parecido a Ugo Tognazzi cuando se dejaba bigote, y que era un perfecto caballero de los chorizos. Una excelente persona. Y había muchos más, claro es. Muchas veces, cuando salíamos del Suizo ya en de día. Entonces íbamos a tomar chocolate con churros a una churrería de la plaza del Pescado, a la que se entraba subiendo unas escaleras exteriores.
La Nueva España ·19 abril 2008