Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

De la Universidad a la Escandalera (I)

La Universidad, el viejo casón de la calle San Francisco, que ahora se denomina el Edificio Histórico, en el que se agrupaban las facultades de Derecho y Filosofía y Letras, ésta en condición de realquilada, según José María Martínez Cachero, más las oficinas y las bibliotecas (la de Filosofía, magnífica, y la de Derecho, más convencional), no estaba mal servida en lo que a bares se refiere, ya que la rodeaban algunos muy buenos y muy típicos de la ciudad, inolvidables. Se trataba de una Universidad pequeña, provinciana y con pocos alumnos, y a la que todavía no habían llegado las convulsiones políticas, que poco a poco se abrían paso en otras universidades menos periféricas, ni la gran desgracia de la masificación. Tan pacífica era la Universidad de Oviedo que el rector, don José Virgili Vinadé, un catalán adusto y oliváceo, mutilado de guerra, tenía fundadas esperanzas de ser nombrado ministro de Educación, y cuando la agitación ya se había convertido en actividad cotidiana, la nuestra continuaba siendo un remanso de paz, lo que dio lugar a un esclarecedor y muy comentado artículo de Gustavo Bueno publicado en «Cuadernos para el diálogo» con el título de «La excepción de Oviedo».A Lora Tamayo, el ministro de Educación, le olía la cabeza a pólvora a causa de las continuas revueltas en las grandes universidades de Madrid, Barcelona y Valencia; los estudiantes madrileños cantaban una canción que recorrió todos los distritos universitarios:

«Yo me subí a un pino verde
por ver si Lora venía,
y en su lugar vi a los “grises”
que el Gobierno nos envía».

Y en Oviedo, viéndolas venir, hasta que las algaradas llegaron también a los venerables muros del casón de la calle San Francisco, y aquellas convulsiones desvanecieron las ilusiones ministeriales de don José Virgili, quien se consoló, al cabo, con su traslado a la Universidad de Barcelona para ocupar la cátedra de su maestro, cosa que él consideraba su culminación académica, según le confió a Manolo García, el gran atleta, a quien Emilio Alarcos llamaba «olímpico».

En el edificio de la calle de San Francisco todo estaba al alcance de la mano, incluidas las oficinas, que no tenían nada que ver con el mastodontismo burocrático actual. De aquella no había internet ni legiones de funcionarios. Emilio Ojanguren detrás del mostrador y tres o cuatro eficientes señoritas detrás de otras tantas mesas con un par de máquinas de escribir y varias cajas de folios y una o dos de papel carbón resolvían todas las burocracias posibles, incluida la matriculación. Entonces no pagábamos la matrícula en el banco, aunque teníamos el de Bilbao al lado, sino en las oficinas. Allí íbamos con dos mil pesetas, se las dábamos a Emilio Ojanguren y él nos devolvía un recibo con un sello. Había que pagar además 50 pesetas por la afiliación obligatoria al sindicato universitario único, el SEU, cuyas siglas aún es hoy el día que no sé qué significan. Pero en mis tiempos algunos estudiantes nos negamos a pagar esa cuota, y pese a ello, nos matriculábamos igual. No pertenecer al SEU nos vedaba hacer uso de los decrépitos locales de la calle Uría, que casi se caían de viejos y de polvorientos, y de algunas instalaciones deportivas. pero la sola mención del deporte producía ronchas a la mayoría de los estudiantes contestatarios, como entonces se decía, y en lo que se refiere al disfrute de las instalaciones de la calle Uría, nada perdíamos, pues sólo había un bar que vendía bocadillos de anchoas muy baratos, un simulacro de biblioteca que se reducía a las obras completas de Solís Ruiz (el ministro secretario general del Movimiento, conocido por «la sonrisa del régimen», el equivalente a José Bono de aquel tiempo) y a varios manuales sobre la cría de conejos. También se organizaban bailongos, a los que acudían con sus chaquetas acreditativas los escolares de los colegios mayores San Gregorio y Valdés Salas, sobre los que mi buen amigo Alejo está preparando en la actualidad un riguroso trabajo histórico. De los colegios mayores femeninos, el más nombrado era el de Santa Catalina, que la célebre Toñi regía con mano y arremango de sargento mayor. Las residencias de señoritas a cargo de religiosas, como la de las Pelayas, eran infinitamente más liberales. En cierta ocasión, las alumnas de las Pelayas organizaron una representación de teatro leído (una modalidad que consistía, en lo esencial, que los actores se sentaban ante un pupitre con un flexo y el texto, y cuando habían de intervenir en escena, encendían el flexo, y cuando hacían mutis lo apagaban) de «Casa de muñecas», de Henrik Ibsen, ni más ni menos.A mí me pidieron que hiciera el montaje y dirigiera a los actores, y allí estuvimos haciendo teatro un otoño en el que la gente todavía se ponía abrigo para salir de casa y los nombres de los edificios de la ciudad se reflejaban en las calles mojadas por la lluvia. La obra había de representarse antes de Navidad, y las amables monjitas no sólo no temían a Ibsen, que tanto escándalo había producido con sus obras, sino que nos invitaban a merendar: unas meriendas que recuerdo magníficas, con chocolate y servilletas blancas, muy blancas. Algunas monjas pelayas cursaban estudios universitarios en la Facultad de Letras y charlaban en el patio, entre clase y clase, como si tal cosa, y no nos acompañaban a beber vino a los bares de los alrededores porque las señoritas de entonces no frecuentaban los bares, sino -todo lo más-, las cafeterías, y en establecimientos como el de Tuto estaba prohibida la entrada de mujeres y fumar tabaco rubio. Parece mentira que entre aquella manera de entender la vida y la apoteosis de la «sociedad permisiva» hayan transcurrido tan sólo cuarenta años y que uno haya sido testigo de cambios tan formidables. Pero así es la vida, aunque yo no sé a dónde iremos a parar por este camino.

Hablábamos de los locales del SEU, en los que de vez en cuando se organizaban bailongos. Pero los estudiantes verdaderamente contestatarios preferían ir en autobús al bailongo de Colloto, donde esperaban la ingeniosidad del «¿estudias o trabajas?», entonces una auténtica novedad, a ver qué pasaba; y como por lo general no pasaba nada, acababan bebiendo vino y comiendo tortillas de setas en Casa Ximielga. Cuando los locales de Uría eran ya perfectamente inservibles, el SEU se trasladó a la calle Calvo Sotelo, a unos locales nuevos que yo nunca pisé. El jefe del SEU era un prócer llamado Egocheaga, que solía explicarle a Alfredo Mourenza cómo funcionaban las células comunistas.

—Las células comunistas funcionan del siguiente modo. Tienen un jefe aparente, que en este caso es Gustavo Bueno, pero el verdadero jefe es Rúa, que se comunica con la Embajada de la URSS en París por medio de Murillo. Mourenza, que pertenecía ya al partido comunista, ponía cara de asustarse muchísimo.Y no era para menos. El bueno de Rúa, anarquista de estirpe y solera, participaba del anticomunismo visceral de los suyos, que mucho más a partir de la guerra de 1936-39, tenían hacia los comunistas el comprensible recelo. Colaboraba con ellos porque en aquellos momentos resultaba inevitable, y estaba claro que el enemigo era el «régimen», pero seguramente hubiera preferido no hacerlo.

Los bailongos del SEU se desprestigiaron conforme crecía la agitación estudiantil. No es que la mayoría de los estudiantes participaran en ella, pero cuando menos tenían la conciencia de que frecuentar el SEU estaba mal visto. Además, había otros bailongos con barniz más o menos intelectual, por ejemplo en los locales del Ágora Foto Cine-Club, en la calle Santa Susana, desde que una directiva innovadora incluyó entre sus miembros al joven estudiante de Derecho Luis José Ávila, el cual, decidido a sanear la maltrecha economía del club, organizó bailes los domingos por la tarde al módico precio de cinco pesetas la entrada a los no socios.

Alrededor de la Universidad había muchos bares. Al lado mismo del venerable edificio por la parte de la plaza de Riego estaba el Suizo, ilustre café cantante con la pizarra a la puerta que anunciaba impasible, día tras día, el gran debut de Farfán de los Godos, gran «vedette», y enfrente el Tambar, un bar destartalado y oscuro, frecuentado por limpiabotas, legionarios y ex divisionarios. En la calle Altamirano estaban Casa Manolo y Casa Lito, que continúa abierto, y que lo siga por mucho años, y haciendo esquina a la plaza de Porlier El Florida, que a altas horas recibía una distinguida clientela de policías y señoritas de poca formalidad. En San Francisco estaba el Café Alvabusto, y en el corto trecho de la Universidad a la Escandalera, tres bares de categoría: Tuto, LaViuda de Basilio y el Bar Azul. Hablaremos de ellos.

La Nueva España ·13 septiembre 2008