Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Los González

El primer bar de la acera izquierda de la calle de San Bernabé era Los González, un bar clásico, con escaparate al lado de la puerta, barra a la izquierda que se alargaba por un local estrecho ensanchado al fondo, en el que se hacían tertulias al mediodía, después de comer y a primeras horas de la noche y se jugaban partidas de cartas, y arriba había un altillo en funciones de comedor. El personal de las tertulias era variado. En una mesa se sentaban a beber medias botellas de vino jóvenes universitarios con la carrera terminada y funcionarios de correos; entre ellos un individuo hosco, con mandíbula prominente y gafas redondas, parecido a James Joyce en feo, que contestaba con monosílabos o gruñidos, y un joven profesor muy alto y desgarbado, con el cuerpo como una escoba rematado en una cabeza pequeñísima, redonda y colorada, llamado Elías García Domínguez, que me había dado clases de Historia del Arte en la Universidad en sustitución del catedrático, que estaba en paradero desconocido, y con quien nunca tuve mucha relación, pues sin que se me alcance el motivo y a pesar de que teníamos amigos comunes, no nos teníamos mutuo aprecio. Las cosas a veces son así: una persona te cae mal, y si te preguntas por qué, no descubres el motivo. También iba por allí Francisco BallesterosVillar, pequeño y envarado dentro de su traje gris como si fuera una armadura, con la cabeza algo más grande que la de Elías pero también redonda, la piel del rostro brillante y la boquita de piñón con rictus despectivo o irónico. Ballesteros merece figurar en el Guinness de los records como el gobernador civil del franquismo que menos tiempo duró en su cargo, según él debido a que desde la toma de posesión se enfrentó al presidente de la Diputación (me parece que de Segovia), que era un cacique del Opus Dei de lo más retrógrado, que enseguida consideró con la máxima suspicacia al joven gobernador civil que pretendía imponer en la provincia el socialismo joseantoniano. Algo habría de cierto en ello, porque cuando llegó a Asturias como poncio el recordado Mateu de Ros (el gobernador más aficionado a meterse en todas partes, al menos hasta el actual, que en ese aspecto le supera), siendo López Muñiz presidente de la Diputación, cuentan que éste le detuvo subiendo la escalinata del palacio diputacional y en voz lo suficientemente alta para que todos los presentes le pudieran oír, le soltó: «No te olvides, Mateu, que el verdadero cacique de Asturias soy yo». Ballesteros era socialista, joseantoniano, eufemismo para declararse falangista sensibilizado por la «justicia social», y en la práctica política más bien desnortado, porque después de haber tirado del carro del falangismo, con honradez y entusiasmo dignos de mejor causa, no tuvo otra ocurrencia, que corrobora su perspicacia, que apuntarse a UCD precisamente cuando la coalición iba barranca abajo. Y no digo yo que Ballesteros desentonara allí, porque ya en sus tiempos de estudiante de Derecho, mantenía más relación con los pocos estudiantes «inquietos», por denominarlos de algún modo, que con la masa borreguil; y cuando un grupo de estudiantes piadosos y cavernícolas sacaron un panfletillo u hoja volandera titulado «Difusión , los «inquietos» o «críticos», algunos vinculados al programa radiofónico «Fenestra universitaria» (del que se hablará en otro artículo), sacaron una réplica intitulada «Infusión», en la que colaboraba Ballesteros terminando con una apelación joseantoniana a una «España una».

En cierta ocasión, Ballesteros procedió como abogado contra mí, representando a un compañero mío de carrera y amigo intermitente porque en algún artículo le había comparado a Telesforo Monzón. No sé por qué se molestaba mi amigo, porque en aquel tiempo, cualquier enemigo de Franco, incluido Stalin, era reconocido como esclarecido demócrata. Ballesteros me envió una carta muy redicha, en un folio con su membrete en el extremo superior izquierdo, en la que me comunicaba con tonos apocalípticos que la situación era seria y estaba muy enconada. Luego me enteré de que ese tono era el habitual de los abogados para dirigirse a la parte contraria. Mas no llegó la sangre al río, sino todo lo más a la barra de un bar, porque a los pocos días el que no quería ser Telesforo Monzón y yo bebíamos vino juntos, tal vez por la calle San Bernabé. Tiempo más tarde, Ballesteros me paró en la calle para comunicarme que si había tomado baza en aquel asunto era porque había sido vecino del litigante en la calle Gascona desde que ambos andaban de calzón corto.

En otra mesa se sentaba el médico de San Claudio, fuerte y jovial. Llegaba como una fuerza de la naturaleza, poco antes de las dos de la tarde, con su traje azul y corbata negra, y hablaba sin parar y en voz alta, y si se era preciso, recetaba allí mismo sobre la marcha. Algunos médicos y abogados evitaban ir a los bares para que enfermos o litigantes improvisados no convirtieran la barra en un consultorio. Porque había mucho aprovechado que previo el pago de un vaso de vino conseguía una consulta gratis. Pero al médico de San Claudio le daba igual. Una vez me salió un grano en el cogote, le pregunté, me recetó no sé y hasta hoy: mano de santo, o mejor dicho, buen ojo de médico. Su vitalidad dominaba la tertulia, en la que llevaba la voz cantante. En cierta ocasión me contó que siendo alférez médico durante la guerra civil le dijo a un enfermero que le diera «jalufo» a un moro herido para que se fortaleciera y el moro lo tomó tan a mal (se conoce que era muy observante de la ley del profeta, aunque estuviera luchando por Cristo Rey), que le soltó un machetazo en la cabeza; y separando la recia pelambre negra, el médico mostraba la cicatriz de la herida. Y sin concederle la menor importancia al incidente, seguía hablando de otra cosa. Tan solo Fidel Castro le enfurecía y le preocupaba de verdad. «¡Está convirtiendo Cuba en una cárcel!». Pero nosotros, jovencitos petulantes y «progres» de la época, nos resistíamos a creerle y atribuíamos su anticastrismo a que estaba casado con una cubana rica. ¡Y qué razón tenía aquel magnífico médico de San Claudio!

Don José Perotti solía sentarse solo, en el bar. Era uno de los hombres más risueños que recuerdo haber conocido: de rostro redondo, con los ojos rodeados por las arruguillas de la risa, mejillas coloradas y bigote rubio, tenía más de cien años y un humor a prueba de bombas y de calendario. Aunque caminaba torpemente, con la ayuda de un bastón, todas las mañanas bajaba desde su casa en la calle San Bernabé y volvía a subir, lo que tenía más mérito, si cabe, sobre las tres de la tarde. A lo largo de la mañana se despachaba varias medias botellas de vino blanco y quemaba dos o tres farias, que cortaba por la mitad con una navajita y los fumaba en la cazoleta de su pipa. Había sido zahorí y había escrito un libro de chistes. Siendo joven, vivía con unos tíos. Un día vendió un prado para ir a una corrida de toros en Santander: hizo el viaje en barco, desde Gijón, y terminada la corrida, no volvió a casa, y pasó veinte años navegando por la ruta de Filipinas y los mares de China. Al estallar la guerra civil se encontraba en Oviedo: tenía casi sesenta años, pero como había oído decir que a los soldados les daban un bote de leche condensada, se alistó voluntario. Un día Ladreda le llamó al Gobierno Civil; le encontró parapetado, como él decía, detrás de una máquina de escribir, y le encargó que buscara agua. Perotti sabía que Oviedo se asienta sobre varios manantiales, por lo que no le resultó difícil encontrarla, y durante los días del cerco, fue el único soldado que pasaba de unas líneas a otras con la mayor naturalidad.

Los González había sido propiedad de Bautista, un barman muy serio y profesional, que atendía la barra imperturbale y con corbata de pajarita. Luego lo tomaron en traspaso don Ramón, que era de Berbes, y don Mario, de Llanera, ambos indianos de Cuba, que echaban pestes contra Fidel Castro a la primera oportunidad. Don Ramón, de pelo blanco y con gafas, era más versallesco, y con Mario, con boina y gafas, más a su aire, y ambos se ocupaban preferentemente de la barra. Don Mario, cuando se acordaba de Fidel Castro, aseguraba que él tenía mala pata desde que nació, y para confirmarlo, un día me enseñó en el carnet de identidad, en el que en lugar de «Mario» le habían puesto «Amario ». Algunos clientes con ganas de tomarles el pelo, entre ellos Luis Felipe Campa, decían que en realidad se llamaban Dalton y Morrison, y que habían sido alquimistas en las destilerías de Al Capone en Chicago, durante la prohibición; a lo que contestaba don Mario, moviendo enérgicamente la cabeza:

—Yo conocí a ese don Alfonso.

De las mesas y del comedor se ocupaba Matilde, una de las mejores camareras de la época, mujer lucida y tranquila, con mucha paciencia y sentido del humor, que debió haber sido muy guapa. Vestía de negro, a la manera clásica, con delantal blanco, y lo mismo sería el comedor que llevaba a las mesas de abajo las medias botellas, la baraja y el tapete verde.

En la barra serían un blanco de la Nava muy bueno, claro y con mucho gusto, en vasos tallados. La especialidad de la casa eran los «cachopos»: un plato enorme, de dos piezas de carne empanada con queso y jamón serrano y una fastuosa guarnición de setas y verduras. Solo por volver a comer aquellos cachopos (o los del Pelayo), merecía la pena retroceder cuarenta años.

La Nueva España ·1 noviembre 2008