Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

La Calle de San Bernabé (II)

Vamos a ver si acabamos de visitar la calle de San Bernabé; pero con tanto bar como había, es natural que nos demoremos. Después de los González se encontraba la entrada al comedor de Marchica, cuya entrada principal estaba en la calle del Doctor Casal, frente a la iglesia de San Juan. Muchos asiduos de la calle San Bernabé utilizaban esta entrada para ahorrar tiempo y caminata y tomar un vaso de vino en la sidrería. Por cierto: en la calle de San Bernabé no había sidrerías. La más próxima era ésta que digo, la de Marchica. Por entonces, todavía no se consideraba a la sidra como «hecho diferencial», ni las personas bienpensantes (incluidas las que lo son en el sentido de «políticamente correctas») ni los «fanfarrones de la templanza» (que diría Baudelaire) se disculpaban para beberla en el sentido de que su condición folclórica disimulaba su graduación alcohólica, ni las locutoras de la televisión regional (que no había) decían «sidrina», ni los «progres» del tipo de Nacho Quintana pedían sidra a voces, para demostrar lo paisanones que eran. En rigor, había muy pocas sidrerías en Oviedo, y en mi generación tampoco había «sidreros». Los buenos sidreros eran de generaciones anteriores, y los sidreros por «hecho diferencial» todavía no habían nacido, y a los progres que entonces estaban en activo no se les había ocurrido que la sidra, como motor separatista, pudiera tener aplicación revolucionaria. En consecuencia, yo nunca le tuve mucha simpatía a la sidra, y mucho menos desde que un tal Cosme Sordo declaró a este periódico que él era abstemio, aunque por el verano y algún día que salía a pasear con la camisa rosa y el bastón de caña, podía tomar «un culín de sidra». ¡Qué paisanón! Pero en mi opinión, nada que le guste a ese Sordo puede ser bueno.

La calle de San Bernabé, digo, era de vino: ni de copas ni de sidra. De vino blanco o tinto (preferentemente, blanco por la mañana y tinto o clarete por las tardes y noches). El vino tinto era oscuro y en el Cabo Peñas empezaron a traer un vino de Toro que era espeso y negro. Luego se divulgó en otras barras un vino negro que no era de Toro y que resultaba más bien insípido. El clarete era tirando a colorado y dejaba un toque metálico en la punta de la lengua: por lo general venía de León. Era el acreditado vino de tierra de León, que en Oviedo tenía tres santuarios: El Manantial, Casa Lobato, al final de la calle Cervantes, y La Perla, frente al teatro Campoamor. En cuanto al vino blanco, se dividía en dos grandes categorías: el blanco superior y el blanco corriente. Éste era pálido, aguado, sin sabor: algunos clientes le llamaban «blanco de guisar ». El «blanco superior» o de la Nava era otra cosa. Era un vino poderoso, y su categoría se apreciaba a simple vista por la coloración. Había un vino oscuro, casi como coñac, y que efectivamente tenía la contundencia del coñac, aunque más turbio, y lo que yo consideraba el verdadero blanco de la Nava, que era claro, casi amarillo, y con hermoso sabor. El blanco de la Nava oscuro era muy cabezón y el amarillo entraba muy bien, aunque después de cuatro o cinco se ponía también muy cabezón. La manera ideal de beberlo era un vaso de cristal grueso y tallado, que tenían en muy pocos establecimientos: en Los González, en La Campaña, en Lobato y en El Ferroviario, donde Luis (el dueño, hombre jovial y buen tipo), decía que tal vaso era la medida para el blanco según la norma de Heliodoro (uno de los grandes distribuidores de vino de la época, que poseía en Collanzo un hermoso bar, ahora cerrado. Si transit..). Con el tiempo se popularizó la «pinta», que era echar el vino (blanco, tinto o clarete) en un vaso de sidra. Y si el vaso era de sidra, ni tan malo. Porque pronto se pusieron en circulación unos vasos de boca ancha, más pequeños que los de sidra y de cristal de muy mala calidad porque enseguida se ponían blancuzcos por los bordes. De todos modos, el vaso ancho es siempre mejor que el estrecho, porque permite la entrada de la nariz. Aunque en los vinos de los que estoy hablando no se captaban grandes aromas y es posible que no tuvieran ningún aroma, salvo el buen blanco de la Nava, claro es. Algunos clientes de paladar fino empezaron a pedir rioja en las barras, pero los taberneros eran reacios a servirlo, porque alegaban, con razón, que no merecía la pena abrir una botella para servir un solo vaso, porque corrían el riesgo de que se les picara el resto. Por entonces empezaban a circular algunos riojas dignos de precio asequible, como «Preferido», «Carta de Plata», etcétera. Del Viso, a quien todos llamábamos Fernández, solía elogiar el mucho servicio que hacía Berberana. También salieron medias botellas rotuladas «Bandita», que en el Mesón del Pollo tenían expuestas rellenas con vino cuartelero con sifón para que no posara el vino, y cuando un cliente pedía «Bandita», nunca le daban aquel que tenían a la vista, sino el que subían de la bodega.

En Marchica no tardaron en prohibir la entrada a la sidrería por el comedor, de manera que quien quería ir allá tenía que dar la vuelta por la calle Melquíades Álvarez o por abajo, por 9 de Mayo. De manera que pasamos de largo Marchica y entramos en La Campana, que era restaurante, con una barra a la izquierda, pequeña, alta y rematada en curva. La cocina era buena, lo mismo que el blanco, pero los dueños, tanto el dueño, Ulpiano, como Ramonín, el hijo, eran sumamente antipáticos. Por las noches se reunían a cenar en una mesa frente a la barra (siempre la misma mesa) varios amigos: Julián Clavería, Armando Álvarez y su hermano Lito (ambos excelentes micólogos y Lito, además, gran cocinero), Diestro, alto, calvo y colorado, que había sido un buen jugador del Real Oviedo, y algunos otros que no recuerdo, y daba gusto verlos cenar.

El otro bar y restaurante de la calle era el Bar Asturias o Mesón del Pollo, que fue el primero de Oviedo en ofrecer pollos asados a granel, por así decirlo. El escaparate era una asadora de pollos: los pollos estaban ensartados a unas barras metálicas que daban continuamente vueltas, y si alguien que pasaba por la calle quería un pollo para comerlo en su casa, el camarero lo sacaba con un tenedor de dos púas muy largas, se lo envolvía, lo cobraba y buen provecho. El dueño, Enrique, fue uno de los grandes profesionales de la hostelería de Oviedo. Anteriormente había sido el encargado del hogar de Educación y Descanso, en el primer piso del palacio de Valdecarzana (en el bajo estaba Casa Noriega), en la plaza de la Catedral, y después había tenido el bar Ovetense hasta que se lo traspasó al padre de Serafín. En consecuencia, Enrique era un gran especialista en carnes, aunque era nativo del concejo de Cudillero, y una vez que se jubiló se dedicaba a pescar por el litoral, desde un bote con motor.

Hemos cruzado la calle para ir desde La Campana al Mesón del Pollo, y ahora la cruzamos otra vez para entrar en El Manantial, probablemente el bar más representativo y conocido de la calle. La entrada era por San Bernabé y hacía esquina a 9 de Mayo. Era un local grande, con altas ventanas veladas por el polvo, columnas y mesas de madera oscura y sólida. La barra era recta y larga, y al fondo el local se estrechaba, hacia los servicios y la cocina. Alguna vez oí decir que tenían el bacalao remojando en una tartera a la entrada de los servicios de señoras, que utilizaban los mismos que los del personal de la casa, porque no hará falta que repita que a estos bares no solían ir señoras. No obstante, los pinchos de El Manantial eran excelentes: de tortilla de patata, de bacalao frito y los inmejorables bollinos preñaos individuales, con muy buen chorizo y la envoltura perfectamente trabajada. Al extremo de la barra, junto a la puerta y al lado del teléfono, se colocaba Ramón, el dueño, fumando en boquilla. Le auxiliaban dos sobrinos, bajos pero altaneros, que menos atender al cliente eran capaces de cualquier cosa. Ramón tampoco se desvivía. Una vez un cliente se exasperó: «¡Es la tercera vez que te pido un vaso!». A lo que respondió imperturbable: «¿Y qué te crees, que estoy sordo? Te oí las tres». En cambio, Chispa (pequeño, rápido, activo, muy simpático), no se concedía reposo atendiendo las mesas y a veces la barra, sirviendo vino rojizo y pinchos magníficos. Trabajaba por Ramón y toda la parentela, y nunca perdía la sonrisa ni el sentido del humor. En este y en otros sentidos me recuerda a Javi, el pequeño gran camarero del bar Cantábrico, ahora propietario de El Puente, a la entrada de ciudad Naranco. ¡Qué formidable actividad la de los dos! Del mismo modo que Tuto no permitía fumar tabaco rubio, a Ramón el tabaco de pipa le parecía mariconada y le producía dolor de cabeza. Y vigilaba el teléfono, no fuera a ser que alguien llamara para preguntar por don Miguel de Cervantes o don Marcelino Menéndez Pelayo y lo agarrara alguno de los sobrinos.

La Nueva España ·8 noviembre 2008