Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Azpiazu

La calle Jesús puede ser considerada de dos maneras: como el estrechamiento que prolonga la gran avenida central de Oviedo, la calle Uría, que a partir del Palacio de la Diputación se empieza a llamar calle Fruela, o como el punto en el que nacen tres calles: la mencionada calle Fruela, que abría y desahogaba la parte antigua en dirección al ensanche de la ciudad, hacia la Estación del Norte; la calle del Rosal, estrecha y ascendente, con salida a lo que antes era campo y ahora forma parte del Oviedo nuevo de la plaza de la Gesta y de la entrada de la carretera de Castilla, y la calle de los Pozos, que devuelve al Oviedo viejo, a la plaza de Riego y a la Universidad. En esta zona, de cuya antigüedad da fe que hay dos farmacias casi al lado una de la otra y otra más en la plaza del Ayuntamiento, palpita como en pocas de la ciudad la vida ovetense. Por la calle Jesús se va al Ayuntamiento y a la plaza del Fontán, y siguiendo la plaza del Ayuntamiento abajo se llega a Santo Domingo. La plaza del Ayuntamiento es sólo llana de una manera muy precaria, pues enseguida se desplaza hacia la plaza del Sol. No se podría jugar allí a la pelota, y en rigor, un vecino de Cudillero diría que «no es para andar». Pues en Cudillero, donde según Víctor de la Serna no es llano ni el comedor de la casa del cura, se distingue entre las «casas de andar», que son las situadas en terreno llano, y en «casas de subir», que son las que tienen escaleras, como las de la Fuente del Canto, a la que se llega subiendo escaleras, más las que haya dentro de la casa.

La calle Jesús es también cuesta arriba hasta la mencionada plaza del Ayuntamiento, que una vez arriba vuelve a descender por la calle del Peso hasta la plaza de Riego nuevamente y la Universidad. Sobre su nombre no hay acuerdo, ya que se le atribuye a que la totalidad de su acera izquierda está ocupada por el recio muro lateral de la iglesia de San Isidoro, obra de jesuitas y, consecuentemente, de la Compañía de Jesús. Los jesuitas eran muy dados a llamar Jesús a sus templos, y sin ir más lejos está el «Gesú» de Roma, en el que centralizan sus devociones. Pero a su iglesia ovetense no la llamaron de Jesús, sino de San Matías. Tolivar Faes cita unos acuerdos municipales del 13 y del 16 de julio de 1616 publicados por Ciriaco Miguel Vigil en los que «tratose del edificio de la iglesia de la Compañía de Jesús, la cual cumpliría el contrato celebrado, dejando cuarenta y cinco pies en beneficio de la plaza pública, sobrantes de la casa y mesón llamado de Prada, y resuelve también solicitar permiso para ceder al colegio dos casas pequeñas que poseía el municipio en la calle de Jesús». Tal nombre podría venir de una imagen de Ecce Homo que en ella hubo, pero la primera noticia que hay de él es de diciembre de 1741, en tanto que en el documento aportado por Vigil el nombre de calle de Jesús es del 13 y del 16 de julio de 1616, como queda expresado más arriba. No obstante, el nombre de «Jesús» tampoco es demasiado antiguo, porque en un documento de 1469 resumido por García Larragueta se mencionan «una tierra y huerta de la Cofradía de Cimadevilla, entre la calle antigua que va al Fontán y otra que va al Rosal», con lo que esta última sería la de Jesús, ya que en el siglo XV se llamaba Cimadevilla a la plaza Mayor y sus aledaños.

En los bajos del gran paredón de la iglesia de San Isidoro por lo menos hubo un comercio, una floristería, que yo recuerde, y anteriormente, a comienzos del siglo XX, un taller de zapatero remendón muy aficionado a la caza, por lo que se reunía en él una tertulia de cazadores, a la que acudía el padre del escultor Sebastián Miranda, hombre de gran envergadura física y mucho sentido del humor. En cierta ocasión que se suscitó una disputa bastante exaltada, uno de los tertulios, hombre raquítico y poca cosa, llevado de frenesí cinegético, golpeó al padre del escultor, y cuando se temía que éste reaccionara aventándole de un sopapo como a un mosquito, éste le preguntó con sorna ovetense y entonación moscona:

—¿Mancástite, nin?

En la acera de enfrente hubo siempre comercio de categoría, aunque de reducidas dimensiones, dado que se trata de una calle corta. Recuerdo una confitería con mesas para meriendas y dos establecimientos del gremio hostelero y rótulos de sonoridades vascas: Arrieta y Azpiazu. Arrieta tenía un aspecto modernista, de la época en la que Paulino Vicente pintaba los murales del Cine Ayala, con su vaquero con zahones y pistola desenfundada al lado de un cactus, entre otros motivos cinematográficos de prestigio. Toda su fachada era de cristalera, con la barra haciendo una curva como de giba de ballena, y al fondo mesas en las que se sentaban las señoras para efectuar el ritual actualmente olvidado de la merienda. Arrieta era confitería y cafetería y hacían una ensaladilla rusa consistente y deliciosa. Antes, cuando a nadie se le hubiera ocurrido la pedantería de hacer supuestos «pinchos» como los que ofrecen los alevines de «chefs» con pretensiones, se daban para compensar tapas magníficas de riñones, de hígado, de calamares en su tinta... entre éstas, la ensaladilla rusa de Arrieta ha dejado en mí un recuerdo imborrable. Por cierto, también a la ensaladilla rusa le afectaron los prejuicios políticos, y durante el régimen anterior, cuando figuraba en el «rancho» de los cuarteles, recibía el nombre de «ensaladilla nacional».Yo nunca dudé de que la ensaladilla fuera rusa: pero de Rusia blanca, porque la Rusia soviética estaba demasiado ocupada en legislar sobre el aborto y la eutanasia (los dos grandes logros del «progresismo totalitario») para crear exquisiteces gastronómicas.

El bar Azpiazu estaba un poco más arriba. Se entraba por el portal y tenía la barra a la izquierda y al fondo se ensanchaba y estaba la sidrería, y más allá el comedor de cuatro o seis mesas en un altillo. El bar era la parte delantera y la sidrería la parte de atrás, siguiendo el esquema del Tropical y del Cabo Peñas, entre otros establecimientos que diferenciaban entre el bebedor de vino, de vermut o de compuestas y el de sidra. Por lo general, eran dos clientelas incompatibles e irreconciliables, de manera que era bueno que cada uno anduviera por su lado. El bebedor de sidra siempre fue muy puntilloso (que si la sidra está mal, que si no espalma, que si el escanciador no sabe echarla) y el de vino alega, con razón, que la sidra es sucia y deja mal olor. Si escancian sidra al lado de uno, como decía el difunto Mariano Colubi, parece como si la hubiera bebido, aunque no la hubiera probado. El Azpiazu, aunque no figuraba entre las sidrerías clásicas porque gozaba de más fama como bar y restaurante, siempre cuidó mucho los palos, que eran de Colloto, de Limanes y deVillabona de Nava.Y a veces se echaba un «cantarín», porque la tendencia del sidrero cuando está contento y le escancian bien es melódica. José Luis Azpiazu, con su chaquetilla azul, escanciaba muy bien, además de atender la barra y el comedor como un profesional de primera clase. De vez en cuando, encendía un puro. No sé qué hubiera sido de él ahora, que se prohíbe fumar a los que están detrás de la barra. Ahora, ya jubilado desde hace muchos años, sigue fumando puros, y una vez me sacó de un apuro, en un restaurante en el que yo estaba comiendo y no había puros. José Luis Azpiazu, que se encontraba en otra mesa, se levantó y, generosamente, me abrió su purera.

El bar Azpiazu se inauguró el 6 de septiembre de 1953, después de que José Azpiazu López, de Cornellana, tomara en traspaso Casa Pachu. Con este motivo hizo la reforma para transformar Casa Pachu en el bar Azpiazu, y en 1962 se hizo otra reforma definitiva, al cubrir el patio de luces de atrás con cristaleras. José Azpiazu muere en enero de 1967, haciéndose cargo del establecimiento su hijo José Luis, hasta su cierre en 1983. Su cocina era de las mejores de Oviedo, y figuraban entre sus especialidades la sopa de marisco, el pote, la fabada, el lechazo al horno y los callos. El «desarme» de esta casa era excepcional. Al frente de la cocina estaba Manolita, la mujer de José Luis, natural de Amieva. Cuando se derrumbó Casa Bango se hizo cargo de la cocina la legendaria doña Concha, de manera que otra vez volvió con su esplendor la sin igual tortilla de merluza. Al cabo de cuatro años la sucedió en la cocina su hermana Inés. Mención aparte merece el caldo de marisco que se servía por el invierno: espeso y picante, con el huevo batido que se le añadía cuando estaba hirviendo y quedaba como hilado. Recuerdo frías mañanas en la Biblioteca de la Universidad, de la que salía hacia el mediodía a tomar el caldo del Azpiazu con vino blanco de la Nava: una ayuda formidable para continuar con los graves estudios.

La Nueva España ·27 diciembre 2008