Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Bar Sport

El bar Sport, en la plazuela de Santa Clara, fue uno de los primeros bares de Oviedo que presentaba un aspecto que se apartaba del de la tasca habitual y recordaría a un «bar americano» si alguien hubiera sabido exactamente qué se acogía bajo esa elegante denominación. Si nos atenemos a los clásicos, «bar americano» era el bar de Rick, en la «Casablanca» cinematográfica, donde recalaban todos los fugitivos del terror nacionalsocialista de la Europa ocupada para encontrar refugio seguro en América. Dos eran las etapas finales de aquellas peregrinaciones terribles, Lisboa y Casablanca, y esta última, por arte del cine en puro estado de gracia, se convirtió en una de las ciudades de ficción más maravillosas del mundo, digna de figurar al lado del Bagdad de las mil y una noches o de la Samarkanda de las largas caravanas hacia el vasto desierto detrás del cual estaban la seda y el sol naciente. Pero por lo que se veía en la película, el «bar americano de Rick», donde Humphrey Bogart, con chaqueta blanca, procuraba que el piano de Sam no le inundara de nostalgia, era más parecido a un «cabaret» que a un «bar americano», si es que el Bar Sport era, efectivamente, un bar americano. Se entraba a él por la plaza de Santa Clara, la barra estaba al frente y por unas escaleras de madera volada, modernamente tratadas, se descendía al sótano, con ventanas al nivel de la calle Alcalde García Conde, que se encuentra en posición descendente: de manera que si el Cabo Peñas era el «Cabo Piernas» gracias a los modestos, aunque para la época impresionantes, espectáculos que ofrecían las señoritas que se acomodaban en los taburetes de la barra, en el Bar Sport predominaban los pies: quiero decir, los pies de los peatones que iban y venían por la calle. Por si fuera poco el aspecto moderno del bar, al dueño le llamaban «Pepe el Americano». Era un hombre de aspecto poderoso, nariz recia, las manos fuertes, el rostro colorado que iba perdiendo color conforme pasaban los años.Yo no frecuentaba el Sport, pero recuerdo haberle visto sentado cerca de la puerta, silencioso y ensimismado, viendo pasar a los transeúntes.

«Pepe el Americano» se llamaba José Pérez Rodríguez y en su juventud había emigrado a Cuba (de ahí el apodo), de donde regresó en 1909, hace ahora la friolera de cien años. De Cuba trajo algunas perras, y en lugar de gastarlas impresionando a las mozas de su pueblo y dando propinas a los camareros (algunos indianos de pacotilla quemaban un billete de veinte duros para encender el puro: para impresionar, insisto), Pepe el Americano invirtió sus dineros en un establecimiento llamado La Parra, en el número 19 de la calle de San Bernabé (en la que tan buena hostelería ovetense hubo en todas las épocas), que a partir de entonces empezó a llamarse la Casa de Pepe el Americano, a la vez chigre, casa de comidas y en el piso de arriba, hospedaje. Apunta Luis Arrones Peón que El Americano, por haber pasado muchos años en América, desconocía que La Parra era lugar de recalada y reunión de gente maleante, principalmente carteristas, actividad entonces en boga y en la que sobresalieron auténticos artistas del oficio, capaces de sacarle la cartera al prójimo, la llevara donde la llevara, al menor descuido. El supremo arte del carterismo tenía su Universidad central en Madrid y en los vagones del metro se hacía el doctorado. También en las estaciones de ferrocarril se concentraban auténticos maestros de ese difícil arte. Durante muchos años en la estación de Logroño hubo un cartel que advertía: «Cuidado con los rateros». Eran otros tiempos, evidentemente, y qué más quisiéramos hoy que toda la delincuencia se limitara a robar carteras. Juan Madrid, en una de sus novelas policiacas, hace el sentido canto elegíaco de los antiguos y grandes rateros, capaces de sacar la cartera del bolsillo trasero del pantalón o del de la americana, con la mayor limpieza, y algunos incluso, después de vaciarla de todo el papel moneda que contenía (entonces todavía no había tarjetas de crédito y pedanterías similares) la devolvían no menos limpiamente al lugar de procedencia. La figura del carterista, aunque sea tan castiza, tan madrileña, tan inseparable de limpiabotas, maleteros y revendedores de entradas para las corridas de toros, es universal, y una novela de Chester Himes se inicia con un carterista en plena faena. El carterista actuaba siempre sólo con las manos, pero cada uno tenía su estilo, como Richard Widmark en «Manos peligrosas», de Sam Fuller. El carterista fue también el asunto de otra película excepcional, «Pickpocket», de Robert Bresson. Los buenos carteristas nunca se valían de otro instrumento que las manos, hecho que Madrid valoraba como merece. Si llevaban navaja no era para amenazar o agredir, ni siquiera para defenderse, sino como instrumento auxiliar, como un carpintero puede utilizar el martillo o el jardinero la podadora; pues podía darse la circunstancia de que alguna cartera se resistiera a salir del bolsillo en que se encontraba y entonces el carterista le facilitaba la salida con un breve corte a modo de operación cesárea, procurando hacer la menor avería posible en la prenda de vestir, y, desde luego, sin causarle a la víctima la más insignificante rozadura. Antes es posible que el peluquero nos corte al afeitarnos que el carterista se permitiera el más mínimo descuido con algún objeto auxiliar cortante.

Pero las cosas cambiaron, y yo creo que en Oviedo concretamente puede tacharse el cambio (como todos los cambios, para peor), la noche que el Maca, de boina, traje de buen corte, elegante corbata, bigotillo meticulosamente recortado y voz ronca, antiguo legionario en Dien-Bien-Fu y hombre de mucho prestigio en su ambiente en los años sesenta, salía del Suizo y fue atracado a punta de navaja por tres jovenzuelos con chupas de cuero (aunque todavía no se había impuesto ese lenguaje deleznable que incluye palabras como «chupa» y demás). El Maca, justamente indignado, elevó el tono de su voz aguardentosa:

—¿Atracarme a mí? ¡Pero atracarme a mí, a la puerta del Suizo! ¡Si soy el Maca, el «padrino» de Oviedo!

Pero no hubo «padrino» que valiera, porque los tres atracadores eran de Mieres, y no le concedían ninguna importancia a las figuras históricas. La juventud empezaba a ser iconoclasta, y así llegó al nihilismo, a la droga y a la barbarie.

Pero Pepe el Americano, como dueño del bar (todos los dueños de bar de aquella época eran gente de orden), no apreciaba el virtuosismo profesional de algunos distinguidos miembros del hampa local. Lo que él lamentaba era que en época de ferias, sobre todo la de la Ascensión, «eran numerosos los carteristas que acudían a Oviedo más los «matones» que había en la capital, y en buena medida, parece que habían decidido tomar aquella casa como punto de referencia», escribe Luis Arrones Peón, quien añade: «Durante algún tiempo sorprendieron la buena fe de Pepe el Americano y abusaron de su mejor disposición y servicio, llevado del mejor ánimo para sacar adelante un negocio en el que había invertido los ahorros de sus primeros años de trabajo. Pero salvando el primer período y convencido de que la tolerancia y los buenos modos no eran el mejor camino para pelear con aquella clase de público, decidió la adopción de una actitud violenta a la mínima indisciplina, que le dio extraordinarios resultados, para conseguir eliminar en lo posible, o cuando menos mantener a raya, a aquel público de mala catadura».

A la muerte de su esposa, traspasó el bar en 1934 y se estableció en el Bar Sport, que a pesar de su nombre empezó especializándose en fabadas y callos. Los hijos del Americano fueron figuras del fútbol profesional, conocidos con el sobrenombre de su establecimiento: Pepe, Raúl, Luis y Cesu Sport, este último personaje conocidísimo, muy relacionado en los medios futbolísticos nacionales. Se cuenta que unas de las primeras veces que Kubala jugó en Oviedo le llevó al Sport, y después de comer el húngaro dos o tres platos de fabada, le sucedió casi lo mismo que a Julio Camba cuando le invitó a fabada Melquíades Álvarez en Gijón: solo que Camba, sintiéndose un camaleón, se fue a echar a la cama del hotel, mientras que Kubala, después de saltar al césped del campo de Buenavista, no pudo moverse durante todo el partido. Aunque la clientela de La Parra no se había trasladado al Sport (también, corría otra época), cierta noche aciaga entró en el bar un indeseable que pinchó a Cesu con un destornillador. Éste se lo tomó con calma, encendió un puro, se sirvió una copa y como sangraba por la herida, se marchó al hospital por su pie y allí murió. Fue una muerte muy sentida en Oviedo, ya que Cesu Sport era un tipo alegre, muy popular y de mucha categoría humana.

La Nueva España ·3 enero 2009