Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El palacio de Valdecarzana

La plaza de la Catedral, en la actualidad, presenta a cada lado fachadas diferentes y bien definidas: la de la izquierda, según se mira desde la entrada del templo hacia la calle de la Rúa y la plaza de Porlier, con la iglesia de San Tirso al lado, es de edificios de varios pisos y grandes tejados rematados por casetones de abuhardillado picudos que le dan cierto aire germánico. Gracias a ello, Rafael Gil escogió esta plaza para rodar la escena de la boda entre Paquita Rico yVicente Parra en «Cariño mío», una secuela de los grandes éxitos populares de «¿Dónde vas Alfonso XII?» y «¿Dónde vas, triste de ti?», trasladada en esta ocasión a un imaginario reino centroeuropeo, a la manera de Ruritania, el país de cuento de hadas en que se desarrolla «El prisionero de Zenda», la estimulante novela de aventuras de Anthony Hope, que según Meana Feito fue el primer autor que dio un golpe de estado en la literatura moderna. Rafael Gil, el director de la película, consideró que con una catedral gótica y los altos casetones, bastaba para dar una impresión germánica a la escena sin necesidad de trasladarse a Nuremberg con todo el equipo para rodarla. Eran tiempos en los que se rodaba con mayor racionalidad y con más cuidado de no desequilibrar el presupuesto. Bien es verdad que entonces el cine no estaba tan subvencionado como ahora, por lo que los directores miraban mucho por la peseta. Gonzalo Suárez pretendía que le pagaran un viaje al Polo Norte para rodar el arranque de «Remando al viento». En «Cariño mío», el periodista Julio Ruymal (cuyo nombre de guerra era concentración de los apellidos Rubio y Mayo, que son también los de un juez terrible), que tenía cierto parecido con el demacrado actor francés Sacha Pitoeff, interpretaba a un anarquista ceñudo que lanzaba una bomba al séquito del bodorrio al grito de «¡Viva la República!». Entonces sólo se podía gritar «viva la República» en el cine o lanzando una bomba.Y como para hacer de Guardia Real se requirió a una compañía de soldados del regimiento del Milán, el coronel Duyos, famoso zoólogo y hombre de bien, por entonces comandante o teniente coronel, se puso al frente de la compañía de Infantería para evitar desmadres en la tropa. Pues los extras españoles se muestran harto indisciplinados, según refiere Miguel Delibes, que interviniendo en Segovia en «Mr.Arkadin», de OrsonWelles, o durante una fiesta de millonarios, los extras comieron todos los canapés y agarraron la gran borrachera antes de que empezara el rodaje; y el poderoso Ignacio (Nacho) Quintana Patrón, cuando me hacía el señalado honor de dirigirme la palabra, me contó que siendo él extra chino en «55 días en Pekín», animó a los restantes extras a que en lguar de retroceder ante Charlton Heston, tal como estaba previsto en el guión, le hicieron retroceder a él al grito de «¡Abajo el imperialismo!». En el rodaje de «Cariño mío», la autoridad militar de Duyos evitó estas insubordinaciones, por lo que Rafael Gil le invitó a que diera él la orden de iniciar el rodaje de la escena.Y Duyos, a través del megáfono, ordenó: «¡Acción! Se rueda». Con el tiempo, él mismo rodaría algunas películas como «amateur»; entre ellas, «Picones City», el primer «western » asturiano (yo rodé otro «western» inconcluso, que en rigor debe ser considerado como el segundo).

La mano de la derecha de la plaza es menos cosmopolita y más monumental. En ella se encuentra el palacio deValdecarzana, con una fachada del siglo XVII al palacio de Camposagrado, más sencilla que la de la plaza de la Catedral, de la segunda mitad del siglo XVIII, de gusto recargado; según María Berenguer, «en ella campea un desproporcionado escudo». Que será desproporcionado tal vez en Oviedo, pero no en la vecina montaña santanderina, donde hay escudos que ocupan toda la fachada.

Conviene recordar antes de seguir adelante que la actual perspectiva de la plaza de la Catedral no era la misma que a comienzos del siglo XX, en la que un ruedo de casas porticadas de dos o tres pisos cerraba el recinto. Se trataba de un conjunto agradable, de acuerdo con las fotografías de la época, aunque impedía la amplitud de visión del templo que se disfruta hoy. Desde comienzos de siglo este conjunto estaba amenazado por la piqueta municipal, porque en España, y también en Oviedo, no se entiende una política progresista si no es derribando lo anterior. Así, en nombre del progreso, se demolieron esas casas, el año «progresista» de 1931, preámbulo de los sucesos revolucionarios de 1934, en que los revolucionarios estuvieron a punto de demoler Oviedo entero. En torno a la plaza de la Catedral hubo, como es normal en Oviedo, una gran polémica cuando se trata de derribar algo: a mí me tocó participar en la originada por la amenaza de derribo de la quinta de Concha Heres. Según Juan de Lillo, «en ese tiempo se creó y desarrolló un estado de opinión bastante generalizado, favorable a la ampliación de ese recinto y, por consiguiente, a la demolición de las casas, algunas de ellas porticadas, que cercaban la noble fachada de la Catedral».A partir de un proyecto del arquitecto municipal Francisco Casariego, en 1924, se iniciaron los trámites para poner en marcha el expediente de expropiación, y por la otra parte, se movilizaron los conservacionistas, uno de cuyos individuos más activos era el arquitecto Luis Menéndez Pidal; el cual ideó hacer público un manifiesto firmado por ovetenses ilustres y madrileños eximios en defensa de la plaza, para lo que fue a pedir a Ramón Pérez de Ayala que redactara el texto. Ramón Pérez de Ayala le recibió en su casa, en bata y con pañuelo al cuello, para dar la sensación de que estaba trabajando, y después de escuchar reflexivamente los argumentos del joven arquitecto, fue a su mesa, sacó la estilográfica, extendió una blanca cuartilla sobre el escritorio, y escribió:

«De nuevo la piqueta incivil amenaza la fisonomía histórica de una urbe centenaria y pulcra. En lo alto de la colina donde el viejo Oviedo reposa, la flecha de la Catedral se yergue en una plazoleta tácita, culta, de porches humildes y fachadas multicolores. Los siglos la ennoblecieron...».

Al arquitecto le maravilló muchísimo que el insigne escritor fuera capaz de escribir todo aquello, y más, que el manifiesto no termina ahí, así de golpe y porrazo, sin mirar en ningún libro.

El palacio deValdecarzana, que es a lo que íbamos, pudo a partir de 1931 contemplar con más desahogo la hermosa fábrica de la Catedral. Es una edificación señorial, con aprovechamiento en el sector hostelero y recreativo a partir del siglo XIX: en él estuvo situado el Casino de Oviedo, y a comienzos del siglo XX, el hotel Tuñón. Posteriormente, sus bajos albergaron el conocido restaurante Casa Noriega, por la parte que da la plaza de la Catedral, y por la que da a Camposagrado, esto es, por la calle San Juan, El Colmado Aragonés, establecimiento que José Pla calificaría como «de poca formalidad». Una chuscada de mal gusto era, cuando el aldeano preguntaba por un «bar de señoritas», enviarle a Casa Noriega, a la vuelta de la esquina, y donde Tina y Queta, al escuchar sus torpes requerimientos, se sofocaban, escandalizaban y ponían el grito en el cielo, previo a poner al insensato en la calle entre exclamaciones del tipo «¡si se entera don Enrique!». El dueño era un individuo muy hablador, antiguo futbolista, que durante la Guerra Civil lo había pasado muy mal temiendo que le hirieran en una pierna. Lo que me recordaba al erudito Juan Santana, quien en previsión de perder la mano derecha, lo que le imposibilitaría para escribir, aprendió a hacerlo con la izquierda. Bueno, aprender a escribir no aprendió, pero escribía con la izquierda.

En el primer piso estaba una organización misteriosa llamada Educación y Descanso, más o menos vinculada al falangismo, en un amplio salón decrépito, con el suelo de madera de roble ennegrecido por el polvo y el paso de los parroquianos, y ventanales a la calle de San Juan y a la plaza catedralicia. Debió ser salón principal de tan principal palacio, y por él se distribuían numerosas mesas en las que se practicaban todo tipo de juegos, desde el ajedrez a las damas, y en un orden menos intelectual, el parchís y la oca. Posiblemente estuvieran proscritos los juegos de baraja. Aquí conoció Juan Benito Argüelles a Ángel González, poeta, una triste tarde de octubre, con lluvia en los cristales, y jugaron su primera partida de ajedrez, que terminó en tablas (aunque JB es muy buen ajedrecista). El establecimiento disponía además de una gran barra, en la que se servían vino peleón y pinchos de tortilla, a precios tirados. En cierta ocasión, un compañero de Bachillerato nos invitó en aquel lugar un tanto siniestro, al que se llegaba por un gran vestíbulo de entrada de carruajes y se subía por frías y húmedas escaleras de piedra. Nos sentamos al lado de una ventana, comimos pinchos de tortilla y bebimos vino peleón, y cuando ya estábamos bien servidos todos, y tal vez ya un poco achispados, el que invitaba nos dijo: «No tengo dinero, pero como es mi santo, salgo el último». Había tomado la precaución de ocupar una mesa cerca de la escalera. Uno a uno, fuimos saliendo todos, y lo esperamos en el Ovetense, que estaba al lado. Al fin entró el invitador, sin novedad: entonces le invitamos a él. Aquel viejo amigo, cuando no se ponía tristón, tenía gallardías como ésta, de categoría.

La Nueva España ·17 enero 2009