Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El ambigú

Es extraordinario el gran número de palabras aplicadas a la hostelería y a la gastronomía que se han transmitido del francés al español. Ello se debe, en mi opinión, no sólo a la superioridad de la gastronomía suntuaria francesa a la española, sino a que numerosos provincianos españoles en funciones de «snobs» empezaron a comer por lo fino en los restaurantes de París. Si el español del siglo XIX iba a quitarse el pelo de la dehesa a París (y alguno como don Álvaro Mesía mandaba hasta las camisas a que se las plancharan allá), el hispanoamericano sentía hacia la ciudad del Sena (la «capital del siglo XIX», según Walter Benjamin: siglo que se prolonga en el XX exactamente hasta 1914, en que el viejo mundo se derrumba y todavía no nos hemos recuperado, y probablemente no nos recuperaremos nunca) verdadera beatería y veneración. Sobre todo, los argentinos. No se concibe un argentino que no sueñe con visitar París. Para ellos, París es tan importante como «mofar», o más.

Hemingway, que sintió asimismo la fascinación de París, aunque fue capaz de sustituirla por cosas más importantes como las verdes colinas de África y las corridas de toros, dice en «Fiesta» por boca de Jake Barnes, cuando le proponen ir a América del Sur, que no ve motivo para tal viaje, porque todos los sudamericanos ya estaban en París. Refiriéndose a esta manía sudamericana, propia de criollos con añoranzas europeas, Pablo Neruda estampó en una andanada contra los «poetas lunares» y otros poetas que preferían los nenúfares al stalinismo, un verso sarcástico: «París, París, para los señoritos», que no constituyó ningún inconveniente para que, andando el tiempo, aceptara la Embajada de Chile en París. Porque Neruda era mucho Neruda. Cuando Jean-Paul Sartre rechazó el premio Nobel dijo, entre otras razones, que veía difícil que la Academia sueca premiara a un poeta comunista como Neruda. Dos o tres años después fue premiado Neruda, y el gran cantor de la lucecita del Kremlin detrás de la que velaba el padrecito Stalin se fue a Estocolmo de frac y a agachar la cabeza ante el rey de Suecia, como Dios manda. Y otro comunista implacable, que también entendía muy bien cómo era el personal que se proponía liberar, Che Guevara, hizo la más exacta definición de la literatura hispanoamericana, tan boyante en los años sesenta: «De no haber sido por la revolución cubana, todos esos serían cuatro boludos macaneando por París». Gracias a la revolución cubana que animó su éxito editorial, los «boludos» pudieron entrar en los grandes restaurantes y así incorporaron, si no a sus obras, a sus conversaciones en sociedad el rico vocabulario hostelero de la lengua francesa, que los «snobs» españoles ya habían descubierto el siglo anterior: así, «restaurant» aparece ya en Pérez Galdós en 1865; «chef», en Ignacio Domenech en 1913; «maître», en Cadalso en 1789, y por no hacer la lista larga, «buffet» aparece en Francisco Javier de Burgos en 1896.

Sin embargo, no se crea que ésta es palabra nueva, ya que la recoge Covarrubias en su «Tesoro de la lengua castellana o española», de 1611, en el sentido de «una mesa que no se coge y tiene los pies clavados, y con sus visagras, que para mudarlos de una parte a otra o para llevarlos de camino se embeven en el reverso de la misma tabla», añadiendo que en Alemania, de donde procede el objeto aunque la palabra sea francesa, «buffet» se entienden por tal también el aparador y la vajilla. El Diccionario de la Academia identifica las funciones del «buffet» con las del «ambigú», en uso desde 1770, en el sentido de lugar (o local) donde se dispone el «buffet». El Diccionario precisa que el «buffet», o «bufé» en la grafía española (en la que al igual que en las palabras «vermú», «chalé», «carné», etcétera, se trata a nuestra lengua con tan poco respeto como si fuera bable), es «la comida, por lo general nocturna, compuesta de platos calientes y fríos con que se cubre de una vez la mesa», lo que además de ser una explicación poco brillante y confusa, no explica nada, y también, en su tercera acepción, «local para tomar refacción ligera en estaciones de ferrocarriles y otros sitios». A los lugares destinados en las estaciones de tren a servir «refacciones ligeras» y también, por qué no, a las de los autobuses, se los denomina usualmente cantinas, y cuando esos lugares de «refacción ligera» se encontraban en el interior de los establecimientos cinematográficos y de los teatros recibían el nombre de «ambigú». Había otros establecimientos para «refacciones ligeras» en organismos y establecimientos diversos: en el mercado del Fontán, por ejemplo, servían además de vino, cafés, etcétera, unos imponentes bocadillos de bonito en escabeche con mayonesa, y la cafetería de Maternidad del Hospital General era seguro refugio nocturno de bebedores desasistidos que a altas horas de la madrugada no encontraban ningún otro bar abierto, de manera que uno iba allí a tomar una copa o las que quisiera, y si procedía, cuando llegaba el momento, felicitaba al nervioso padre a la expectativa, que aliviaba las angustiosa espera fumando cigarrillos y tomando copas. Eran otros tiempos: ni mejores ni peores tiempos. Otros tiempos, sin más. Pero si a uno le apetecía tomar una copa a altas horas o encender un cigarrillo en un establecimiento público nadie le ponía objeciones. De los establecimientos para «refacciones ligeras», y no tan ligeras, anexos a oficinas públicas e institutos de todo tipo, el más famoso del Oviedo de antaño era el bar de Sindicatos, regido por el gran Ubaldo, de «La Paloma», que ofrecía una cocina prestigiosa en toda la ciudad. A estos locales se los llamaba sencillamente «bar», y si estaban en un hospital, «cafetería», que sonaba más fino.Y cuando se trataba del local con barra y bebidas dentro de los cines y los teatros se llamaban «ambigú», podía estar en una esquina del vestíbulo, en tanto que en las salas de Oviedo no concebidas inicialmente como cinematográficos, como el teatro Campoamor y el Filarmónica, estaba en el primer piso. De manea que en un cine se podía tomar la «refacción» nada más salir de la sala, mientras que en el teatro había que subir escaleras.

En los cines de antaño, la altura desde la que se contemplara la película tenía una enorme importancia. Al patio de butacas iba la burguesía, y si se trataba de aristocracia y los había, a los palcos, ambos en la planta baja; al anfiteatro, en el primer piso, acudían menestrales, modistillas y demás, y a las entradas de general, en lo más alto, la chusma o masa indiferenciada. Reparen en que me estoy refiriendo a estamentos sociales que ahora no existen. En el patio, pongamos del Campoamor, las butacas estaban forradas, por lo que frecuentemente albergaban pulgas; las de anfiteatro eran de madera y en general sólo había bancos corridos. Como entonces el dinero tenía mucho valor, cada entrada tenía precio diferente. La diferencia entre unas localidades y otras se acentuaba en el Filarmónica, que tenía una entrada principal para los espectadores de butaca y anfiteatro y un portalón oscuro y tétrico fuera de la fachada para los de general. Había verdaderos especialistas para colarse por ese portalón.

El ambigú se justificaba porque las sesiones cinematográficas tenían un descanso. Había pases a las cinco de la tarde, a las siete treinta y a las diez cuarenta y cinco de la noche, y a los diez minutos de comenzada la sesión se producía el descanso, a no ser que la película fuera de larga duración, como «Los diez mandamientos» o «Ben Hur», en cuyo caso el descanso era a la mitad de la proyección. El descanso dividía la sesión en dos bloques perfectamente definidos: primero proyectaban el Nodo, los anuncios (uno de cuchillas de afeitar «Palmera» con un sultán en un fastuoso harén; otro de bolígrafos con una letrilla: «Punta, punta tiene Bolín», que arrancaba gritos de complicidad en el respetable, etcétera) y los «trailers» de las próximas sesiones. Parece que los jóvenes cineastas de ahora acaban de descubrir el «tráiler», qué le vamos a hacer.Y después de este bloque se encendían las luces y los espectadores se apresuraban a abandonar las butacas y salir al vestíbulo para fumar un cigarrillo, y de paso tomar alguna consumición, alcohólica o simplemente refrescante, en el ambigú. La «gente menuda» compraba pipas de girasol; todavía no se había impuesto la barbaridad (también el sentido de «cosa extranjera») de las palomitas de maíz.Y después de que el respetable hubiera tenido el tiempo suficiente para fumar el cigarrillo y para hacer la preceptiva consumición en el ambigú, sonaba el timbre y comenzaba la proyección de la película propiamente dicha. Los antifranquistas contumaces solían quedarse en el vestíbulo o en el ambigú hasta este momento, pera no ver el No-do.

Yo supongo que la gente joven de ahora no sabrá que era el Nodo. Trataré de explicárselo. Imagen la TV de Areces, que es, por cierto, la única que proyecta películas aceptables entre todas las cadenas que capta mi televisor, pero en los informativos sale siempre Areces. El No-do era exactamente lo mismo, sólo que con Franco en lugar de Areces: Franco inaugurando pantanos, Franco rodeado de la guardia mora, Franco recibiendo a su jeque árabe o a un presidente hispanoamericano... Y cuando ya Franco no daba para más, el Nodo informaba sobre desfiles de modelos, carreras de caballos y ofrecía otras noticias curiosas que parecían tomadas del «Reader’s Digest». El lema de este informativo era: «El mundo al alcance de los españoles». Tenía una música muy característica, que las personas de mi edad recordarán, sin duda.

En los ambigús de los cines de Oviedo se formaban muy sustanciosas tertulias, no siempre sobre temas cinematográficos. Eran establecimientos tranquilos, con su barra y sus estanterías con botellas, hasta que llegaba la hora del descanso, que el público irrumpía en avalancha, agolpándose sobre la barra, subiéndose unos sobre otros, con el dinero en las manos para recibir el paquete de pipas, el bocadillo de mortadela o el botellín de cerveza. El ambigú del cine Ayala estaba decorado por Paulino Vicente con motivos tomados de la mitología cinematográfica: el vaquero con sus zahones y un par de pistolas, un cactus, una botella sobre fondo rutilante de estrellas y notas de música...

Eran otros tiempos en que el dinero era dinero, se podía fumar donde a uno le apetecía, salvo dentro de la sala donde se proyectaba la película, para entrar al cine había que guardar cola ante la taquilla y los cines por dentro olían a desinfectante.Y se proyectaban grandes magníficas, esplendorosas películas en lujoso technicolor. Las películas en blanco y negro eran más bien para mayores.

La Nueva España ·24 enero 2009