Ignacio Gracia Noriega
Guardianes de la moral
—¡Cállate tú, animal! –dijo el viejo–. A mi casa no vienen más que personas decentes. Pío Baroja («La dama errante», cap. XXVI).
Los profesionales de la hostelería de los viejos buenos tiempos pasados, si bien es probable que no habrían tenido la posibilidad de hacer carrera dentro del gremio en lugares refinados del tipo de la corte de Versalles, eran, en compensación, grandes defensores de la moralidad y de las buenas costumbres, seguramente conscientes de que había establecimientos puestos con más lujo y con clientela más elegante, pero que en punto a la observancia de las normas de la buena educación no tenían nada que echar en cara a la taberna de aspecto más modesto. Las paredes de muchas de esas tabernas, y hasta de otros establecimientos de rango mayor, ostentaban un cartel, a veces enmarcado, que advertía: «Prohibido cantar y blasfemar». A veces, alguno con sentido del humor matizaba: «Prohibido cantal (mal)». En cuanto a la blasfemia, la prohibición podía ir aderezada con algunas consideraciones de carácter piadoso y sencillamente referidas a la buena civilidad, del tipo de «blasfemar y decir palabrotas embrutece, ofende a los demás y degrada al mal hablado». En consecuencia, no podría haber un aparato de televisión como la que se estila ahora en ninguno de esos establecimientos; y de hecho, en muchos no lo había, aunque por otros motivos, ya que la televisión de hace treinta años era de una calidad, de un buen hacer y de un lenguaje cuidado y culto extraordinarios si la comparamos con la zafiedad, la grosería y el mugror de la presente, en la que el lenguaje más procaz, abyecto y desvergonzado complementa la propaganda continua de la golfería, la vagancia, la homosexualidad y el libertinaje sexual. De la misma manera que en la cinematografía «progre» de hace un cuarto de siglo era inconcebible una película sin algún actor argentino, hoy es inconcebible un programa televisivo sin el marica de turno o «gay», que según Andrés Pajares es el maricón con tarjeta Visa. Reproduzco esta fineza porque la escuché por televisión, precisamente. Por otra parte, en pleno «buenismo zapateril», dentro de un mundo que se nos quiere pintar de color de rosa sobre el que imperan la «solidaridad» (que de tanto repetirla ya no se sabe qué se quiere decir con esa palabra) y los buenos sentimientos, tanto las televisiones del Gobierno como las demás, completamente afines, en el espacio cada vez más reducido dedicado a las proyecciones cinematográficas, no perdonan una sola de las películas brutales y fascistas interpretada (es un decir) por cavernícolas para colmo anticomunistas furiosos de la calaña de Schwarzenegger, o como se escriba, Van Damme, Steven Seagal, Stallone, Chuck Norris y otros de la misma cuerda, decididos a arreglar el mundo a fuerza de puñetazos, patadas, mordiscos, tiros y explosiones. Por si esto fuera poco, Scharzenagger, o como se escriba, es gobernador republicano de California, sino su reencarnación en la Casa Blanca. Se compagina mal el buenismo socialdemócrata con el cine violentamente fascista que se proyecta continuamente en las cadenas televisivas españolas, todas sumisas. Por eso era una gran suerte que en muchos establecimientos públicos de hace treinta años no hubiera televisión, aunque la televisión de entonces no fuera como la de ahora.
Sin la televisión, por tanto, hace treinta años en los bares se blasfemaba mucho menos. Pues blasfemar no sólo podía acarrear una multa, sino la repulsa de los demás parroquianos. Las multas solían imponerse en el medio rural, donde eran de dos clases: las de la Guardia Civil, que se pagaban en pesetas, y las del cura, que se satisfacían con un litro de aceite «para alumbrar al Santísimo», aunque se utilizara para que el alma del cura friera los huevos con jamón. Felizmente, en la época a la que me refiero, el nacionalcatolicismo estaba bastante superado, ya había curas contestatarios y curas comunistas, y la sabia Iglesia católica procuraba apartarse del régimen, en algunos casos con discreción y en otros de manera más ostentosa. Pero blasfemar seguía mal visto: era, simplemente, una cuestión de mala educación, y merecía repulsa lo mismo que ahora entrar fumando en un autobús. Entonces se permitía fumar en todas partes y estaba muy mal visto hablar mal. Hoy se habla muy mal para estar a la altura de la época cutre que nos toca, y está prohibidísimo fumar. Cada época tiene sus cosas, qué se le va a hacer.
En cuanto a lo de cantar, la prohibición era sensata, porque cuando a uno o a varios les da por cantar son capaces de aburrir a las piedras. Las sidrerías eran lugares especialmente propensos a la tonada. Entre la sidra con la que salpican al escanciar y las canciones que machacan los oídos del respetable, las sidrerías podían convertirse en lugares francamente desagradables. Por otra parte, los cantantes de taberna son pesadísimos. Al principio se hacen mucho de rogar («que hoy no estoy en salud», «que tengo la garganta mal», «que no me lo pide el cuerpo»), pero cuando empiezan, no se les hace callar ni a martillazos. Por eso, en algunas sidrerías se especificaba en la prohibición a cantar que lo mismo daba que se cantara bien o mal: estaba prohibido.
En algunas sidrerías verdaderamente clásicas como la legendaria Casa Manolo, lo de cantar estaba perfectamente regulado por Angelón. Se cantaba cuando el dueño dejaba cantar, y se dejaba de cantar cuando él ponía un «hasta aquí». Además, en ese establecimiento no cantaba cualquiera: cantaba Eloy Noval con el «Orfeón de Noreña»; cantaba Tinina, que era la dueña; cantaba Emilín, que por algo había sido miembro legendario de la legendaria «delantera eléctrica» en la época más legendaria del Real Oviedo, y sobre todo cantaba Joaquín Villa, los domingos por la mañana, después de las peleas de gallos. Al cantante espontáneo o desconocido se le mandaba callar: si no hacía caso, se le señalaba el camino de la calle.
El bar Cecchini ya era otra cosa. Allí cantaba todo el mundo, a partir de las siete u ocho de la tarde. La gente joven que empezaba a desmelenarse bajaba allí a tomar el porrón de vino y la tapa -de cecina, que era muy buena- y a cantar. Se cantaba de todo, y como por aquella época estaban de moda los hispanoamericanos también en la canción, pues venga Cafrune y Atahualpa Yupanqui. Los coros se formaban espontáneamente, y cuando se cansaban de cantar y de alborotar, cada uno se iba por su lado. Un entusiasta de la canción coral era José Manuel Serrano Tobalina, a quien llamábamos doctor Toba, por el entonces entrenador del Real Oviedo, que era médico. A Toba se le podía proponer ir al Cecchini en el patio de la Universidad, y cuando llegaba allí, sin haber hecho una sola parada, ya estaba en plena exaltación. Cantaba como solista, cantaba a coro y hacía aspavientos como que dirigía el coro, y a veces le daba por concluir la faena con el «Gaudeamus, igitur» entonado con solemnidad. En una ocasión que estaba yo presente le llamó la atención el camarero:
—Oye, tú, nada de cantos de iglesia, que no queremos líos.
El lenguaje y las mujeres eran las dos preocupaciones de carácter moral de los dueños de bares de aquella época. Habitualmente, las mujeres no entraban en los bares, ni vestían pantalones, ni fumaban por la calle. Ver a una mujer en un bar sorprendía como si hubiera entrado un bicho raro. Si entraba, todo el mundo callaba, no fuera a ser que se dijera algo que pudiera ofender aquellos oídos que se suponían castos. Se tenía entonces en general unan idea más elevada de las mujeres que la que tienen ahora las propias mujeres de sí mismas. Se consideraba que el lugar de la mujer era la cafetería, más confortable y limpia, y el del hombre, el bar. Una vez, cuando ya las mujeres en los bares no sorprendían tanto, que coincidió más o menos con la colocación de las máquinas de tabaco, una chica se acercó a la máquina y comentó:
—¡Joder! Esta máquina no tiene tabaco rubio.
Y el dueño, que la oyó, le dijo:
—Me c... en tal por cual: en mi casa las mujeres no dicen palabrotas.
Otra cuestión que los dueños llevaban muy a rajatabla era la salvaguardia de las buenas formas en las relaciones entre las parejas de novios. En Tuto no se podía entrar cogiendo de la mano a una moza, y en La Perla no se podía entrar con moza. Si alguien besaba a la moza, corría el serio riesgo de ser expulsados ambos. Cualquier roce podía interpretarse como «metedura de mano». En algunos lugares las prohibiciones se hacían a la brava, en otros con discreción. En un bar que ya no existe de la Corrada del Obispo le enviaron una nota escrita en papel de estraza con lucida ortografía a una pareja que se estaba sobrepasando en la parte de atrás, redactada más o menos en estos términos: «Aquí se viene a merendar, a tomar pulpo y a beber. Pero esto no es una casa de p...».
Si se vigilaba el comportamiento, también la vestimenta. Nada de ropa atrevida en el bar. Bien es verdad que como entonces no se había inventado la minifalda todavía, cualquier cosa parecía atrevida. Si una moza iba un poco corta, la dueña (en estos casos, siempre la dueña) protestaba: «Ni que se hubiera vestido para ir al ‘‘cabaret’’».
La gran preocupación de los dueños de estos establecimientos consistía en que no los confundieran con lo que no eran: ni prostíbulos, ni timbas de tahúres, ni «cabarets». Como decía el dueño de una posada en una novela de Baroja, citado en el frontispicio de este artículo: «A mi casa no vienen más que personas decentes».
La Nueva España ·31 enero 2009