Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Alvabusto

Un café a la antigua usanza, con camareros de chaquetilla blanca que manejaban con destreza la bandeja de latón

El café Alvabusto se encontraba en la calle San Francisco, al lado del Gobierno Civil y del hotel Principado, frente a la Universidad, en el mismo local en que más tarde estuvo Logos, otro territorio perdido. Cuando yo empecé a entrar en este establecimiento, a comienzos de los años sesenta, coincidiendo con mi ingreso en la Universidad, ya era un café viejo, del tipo del Peñalba: un café a la antigua usanza, con camareros de chaquetilla blanca que manejaban con destreza la bandeja de latón y vasos de cristal fuerte en los que se servía el café cortado, de color de caramelo «toffee» y la espuma espesa quedaba adherida a las paredes del vaso después de haber bebido el café.Yo siempre me pregunté por qué se servía en aquellos vasos sin asas, con los que los dedos se quemaban al empezar a beber el café recién salido de la cafetera, que hacía una especie de silbido que recordaba al de un tren cuando se pone en marcha. Es pregunta que no hice en su momento a quien pudiera contestármela, y a causa de ello sigo haciéndola medio siglo más tarde. Es lo malo que tienen las preguntas que no se hacen cuando se debe. En la actualidad, tengo otra pregunta que me intriga muchísimo y aún no he encontrado a nadie que me haya dado respuesta satisfactoria.

¿Por qué en las películas de ahora los títulos van al final? Cuando los títulos iban al principio, acababan con el nombre del director; ahora, que van al final, empiezan con el del director, y lo demás ya no se ve porque si se trata de una proyección televisiva cortan nada más terminar la película para poner la ración habitual de ideología socialdemócrata en forma de anuncios que excitan el consumismo políticamente correcto (la auténtica ideología de la sociedad del consumo y el bienestar, ahora tan tambaleante, se encuentra en los anuncios televisivos), o si la película se ha visto en un cine la proyección de la genérica coge a los espectadores de espaldas a la pantalla poniéndose el abrigo. En fin, bien burros son los que ponen los créditos al final, porque es la mejor manera de conseguir que nadie se entere de quiénes han intervenido en la película. Se me podrá objetar que nadie lee los créditos; pero, cuando menos, Lola Mateos y yo los leemos.

En fin, el café Alvabusto era un café de la época en que los créditos de las películas iban al principio, las películas también eran como Dios manda y el «Oscar» al mejor actor o actriz secundarios sólo se lo daban a intérpretes de mucho prestigio. El mundo estaba ordenado de otro modo, pero los vasos para el café no tenían asas, y eso era, a mi juicio, una excentricidad.

En el café Alvabusto eran perceptibles algunos síntomas de decadencia y decrepitud, aunque nosotros no los advertíamos, porque éramos jóvenes. Tenía puertas giratorias con un ventanal a la calle y sofás tapizados, desfondados y con los muelles sueltos, que saltaban si uno no se sentaba con cuidado. La barra estaba a mano derecha del que entraba, y creo que se curvaba hacia el final: ante ella, los taburetes con su sillín gastado recordaban aceitunas pinchadas en un palillo. Detrás de la barra, destacaba la cafetera, enorme, ruidosa y echando humo como una locomotora, y moviéndose de un lado a otro los camareros. A uno de ellos, delgado y moreno, Alarcos le llamaba Federico, porque, según él, se parecía a Federico Martín Bahamontes, as de la bicicleta y el Águila de Toledo, porque era toledano y un gran escalador. Entonces, en el ciclismo, había que tirar de la bicicleta, mientras que ahora tiran los gregarios del «señorito». Federico era un camarero muy eficiente. Después de cerrar Alvabusto, se estableció en Vallobín, y un día que entré en su bar le llamé Federico.

—¿Por qué me llama usted Federico?
—¿Es que no se llama usted Federico?
—No, señor.
—Perdone usted -le dije; y le expliqué que le llamaba Federico porque se parecía a Bahamontes, lo que le pareció muy bien. La pena era que ya por entonces muy pocos sabían quién era Bahamontes.

Otro camarero, éste del exterior, de pelo peinado hacia atrás, canoso por las patillas, diluida sonrisa y aspecto triste, atendía con eficacia y en silencio: si se le pedía algo, ponía cara de mucha atención. Se decía que había tenido un hijo que murió joven y que se seguía un proceso para hacerle santo.

En la parte de atrás, separado del café por un tabique que dejaba una amplia entrada, había un salón con los sofás a los que me he referido, iluminado mortecinamente. El techo era alto y hasta él llegaba el humo de los cigarrillos y de los puros. Toda aquella parte del café y la de afuera estaban llenas de humo y de ruido de tazas y copas que entrechocaban y rumor de multitud de conversaciones. Había mucha vida en Alvabusto por las mañanas; por las tardes íbamos raramente, porque por lo general no había clases por la tarde en la Universidad.Y si íbamos a la biblioteca, tirábamos hacia la plaza del Riego, hacia Lito y Casa Manolo, que a partir de las siete de la tarde empezaban a ponerse muy animados. En cambio, a esas horas, Alvabusto cobraba un aspecto melancólico (tan melancólico como el camarero mayor) y apagado después del bullicio de la mañana. Parecía café de un cuento de Eduardo Mallea, sólo que en el centro de la ciudad. Alvabusto era un lugar que negaba la lucha de clases: entre clases y clases, coincidíamos allí los catedráticos y los estudiantes, de manera que, aunque cada estamento hacía la guerra por su cuenta, también se producía la comunicación fluida entre unos y otros. Por ejemplo, en cierta ocasión en que los estudiantes pretendieron ajustarle las clavijas a Iglesias Cubría, catedrático de Derecho Civil, éste se personaba en Alvabusto al acecho de los descontentos.

—¡Don Ángel!, ¿cómo me hace esto a mí?
—¡Don Manuel!, yo no... Son los comunistas de siempre. Procuraré enmendarlo.
—Enmiéndolo, don Ángel. Tengo alto concepto de usted.

Con el trato distendido y fluido se resuelven los problemas: lo contrario, habría que crear un sindicato, y ya de aquella nadie confiaba en el SEU o sindicato universitario obligatorio.

De la cocina llegaba el grato olor de las gambas a la plancha, y sobre la barra destacaba la tonalidad rojiza del vermut, mucho más solicitado que el vermut blanco. Los estudiantes bebían café: si les apetecía vinazo, cruzaban la calle y entraban en Tuto, en la Viuda de Basilio o en el bar Azul. Había para todos los gustos. En la barra se colocaban Meana Feito, profesor de Historia Antigua, que se congestionaba cada vez que entraba una mujer guapa. Un día, María EugeniaYagüe le propuso:

—José Luis, qué grande eres. ¿A que no invitas a toda la barra?
—Señorita, sus deseos son órdenes. ¡Federico!

Invitó a toda la barra. También de aquélla estaba de moda jugar las consumiciones a los dados, con un cubilete de cuero. Pero los dados eran más propios de cafeterías y de bares americanos: en un lugar serio y tradicional como Alvabusto, las consumiciones se jugaban a los chinos. Había verdaderos maestros en ese juego en apariencia sencillo, pero que requiere mucha psicología. Una persona rutinaria jugando a los chinos está perdida. Bien es verdad que una persona rutinaria está perdida siempre: al almirante Carrero Blanco le cazó ETA por ir todo los días a la misma iglesia, a la misma hora.

En la parte de atrás, en los desvencijados sofás y ante mesas con veladores de mármol, se formaban tertulias. Una de esas tertulias volvía a reunirnos después de comer en Casa Noriega, en la plaza de la Catedral. Allí se sentaban José María Fernández, con abrigo incluso en agosto y con libros debajo del brazo, aunque lloviera, a quien llamaban Toseletas, porque tosía continuamente; Emilio Alarcos, Manuel Cueto Guisasola, el ingeniero Julio Gavito, Meana Feito, etcétera. Con Meana Feito siempre se aprendía algo: era un caso de erudición brutal y apoplética. Tenía contencioso con otro profesor de colegios privados llamado Cabezas, sobre quién poseía más memoria. La de Meana era fabulosa: sabía todas las cosas inútiles que puede contener una cabeza. Contaba Santiago Melón que cierta vez fue a Madrid con él y durante el viaje nombró todos los ríos y pueblos por los que pasaban sin mirar por la ventanilla. En cierta ocasión surgió la mención del esperma de ballena y Meana afirmó inmediata:

—Se obtiene de la cabeza del cachalote.
—¡Cuánto sabes, José Luis! -exclamó Alarcos, palmeándole la espalda.
—Es que he leído «Moby Dick» -contestó Meana, con modestia.

Excelente lectura, José Luis, excelente lectura.

La Nueva España · 21 marzo 2009