Ignacio Gracia Noriega
Monterroso en La Perla
Llevé al escritor guatemalteco a beber a la taberna, que le produjo muy buen efecto
Antonio Masip inicia un artículo reciente con la afirmación de que «Gracia Noriega recuerda alguna vez la importancia trascendente que tenían las moscas en La Perla, taberna ovetense tristemente desaparecida, frente al teatro Campoamor». No digo que no hubiera moscas en La Perla, ya que su dueño, Enrique, reconocía que había hasta ratones cuando cierto día un cliente denunció las carreras de un roedor detrás de la barra. «¿Y qué quieres -le contestó Enrique-, ver correr a Bahamontes por una peseta que cuesta el vaso de vino?». Pero lo que yo le habré contado al entrañable amigo Antonio Masip es que cierto día llevé al escritor guatemalteco Augusto Monterroso a beber vino a La Perla, y como Monterroso estaba obsesionado por las moscas, de ahí viene la confusión. Monterroso, que era muy pequeñito y vivaracho, opinaba que solo hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Sobre las moscas, más o menos, escribió todo un libro (breve, como todos los suyos) titulado «Movimiento perpetuo», que yo comenté hace más de un cuarto de siglo, aquí, en «La Nueva España», en un artículo de título todavía más explícito: «El movimiento perpetuo de las moscas». Tanto se preocupaba Monterroso por las moscas que en una carta que me envió desde Méjico me comunicaba que «como aquí nieva, las moscas coléricas desean volar hacia allá. Ojalá, un buen día». Lo que me recordó algo que solía decir el tío Aurelio, de Tielve, que había estado de soldado de rayadillo en Cuba el año del desastre a las órdenes del general Blanco y asistido a la voladura del «Maine» en el puerto de La Habana: que durante su estancia en el trópico añoraba Tielve, porque en la nieve no hay mosquitos. El tío Aurelio fue uno de los hombres más longevos que conocí. Le fui a visitar varias veces a Tielve en compañía del coronel Duyos, y habré escrito un par de artículos sobre él. Tenía el bigote todavía rubio, las mejillas coloradas como una manzana del lado que le da el sol y en torno a los ojos se amontonaban las arruguillas de la risa.
Solía fumar picadura, estaba sentado ante una mesa camilla con tapete verde y en la repisa de la ventana tenía a mano varios libros dedicados de Manuel Fraga Iribarne. Estaba sordo como una tapia, pero una bisnieta le interpretaba muy bien y la transmitía nuestras palabras. Alguna vez contó que la noche de la voladura del «Maine» habían dado permiso a la marinería norteamericana, por lo que en los bares de La Habana hubo grandes borracheras hasta que se produjo la explosión.
En otra carta, Monterroso recuerda el buen efecto que le produjo haber ido a La Perla, de lo que deduzco que no habrá visto moscas, pues les tenía el suficiente respeto, cuando no temor, como para alegar que Linneo aseguraba que tres moscas consumen un cadáver más rápido que un león, y otras cosas por el estilo.
En aquella visita a La Perla, nos acompañaron a Monterroso y a mí varios jóvenes poetas. Más bien acompañaban a Monterroso, ya que a mí me consideraban un obstáculo que les impedía manifestarse todo lo pedantuelos que eran. Aquellos poetas eran tan pesados hablando de Borges y de Pessoa como lo son ahora los pelmazos del internet, los antitabaquistas y los que a todas horas están lamentando la crisis con el definido propósito de que se les diga que no es para tanto y que nunca llovió que no parara: aunque lo único de cierto que se sabe es que en España va a llover más que en el resto de Europa. No obstante, a los que insisten en seguir hablando de la crisis, yo les recomiendo que vayan a preguntarle a Zapatero. Sin duda, es el peor gobernante posible para afrontarla, pero como les va a decir que no es nada y que ya está resuelto, al menos les dará ánimos. Otros dan menos. Como decía Sartre: el que interroga no lo hace para escuchar la verdad, sino lo que quiere oír. Por eso Zapatero goza del apoyo de buena parte de un país que se supone civilizado.
En su carta, que es lo suficientemente extensa como para que no la publique -en cuyo caso, yo me quedaría sin espacio para contar mis cosas-, Monterroso consideraba admirable que todavía se conservara una tabernilla como La Perla en el centro de una ciudad como Oviedo, moderna y monumental, y en la que ya a mediados del siglo pasado se recomendaba atención a las señales de tráfico. De continuar abierta La Perla, procedería colocar en el asiento de la entrada una estatua de Monterroso, de ésas que se llevan ahora, a la manera de la deWoody Allen en la calle Milicias, sentado y bebiendo un vaso de vino de tierra de León, de tonalidad tirando a colorada y sabor ligeramente metálico. Por lo menos, dentro del bar, a Monterroso no le robarían las gafas, como se las roban a Woody Allen en la calle. Porque La Perla siempre se distinguió por tener clientela de orden, y porque allí no se perdía absolutamente nada. En cierta ocasión, un emigrante que se disponía a embarcar hacia las Américas en El Musel, entró en La Perla a tomar un vaso de vino, mas como bebió dos o tres y se le hacía tarde, porque tenía que coger elAlsa para ir a Gijón, se fue dejando un paquete sobre el mostrador. Contenía unos zapatos que acababa de comprar en Segarra. Enrique, al ver el paquete sin dueño, lo echó a un rincón por la zona de los pellejos de vino. Al cabo de veinte años volvió el emigrante convertido en indiano, entró en La Perla y vio que todo continuaba en el mismo sitio y Enrique detrás del mostrador. Comentó lo del paquete olvidado, a lo que Enrique contestó: «Pues si aquí lo dejó, por ahí andará», señalando hacia la zona de los pellejos de vino.Y allá estaban los zapatos, en efecto: como en el momento de salir de la zapatería, sin estrenar y oliendo ligeramente a cuero.
Aprovecha Masip esta mención para llamar Tito a Monterroso. Así le llamaban, en efecto, según deduje cierto día que Guelbenzu hablaba de «Tito» cuando parecía que estaba hablando de Monterroso: naturalmente, eran la misma persona. Pero no me gusta llamar a la gente por sus diminutivos: me recuerda el chiste del gitano que va a ver a Franco llamándole «Don Claudio» y como Franco le preguntara el motivo de aquel nombre, el gitano contestó: «Porque no tengo tanta confianza con usted como los payos, que le llaman Claudillo». O a un personaje habitual del Oviedo de los años sesenta y setenta, que a todas horas tenía a la punta de la lengua a Carlos Orejas, con lo que evidenciaba no solo un trato habitual con ese señor, sino confianzudo, ya que le llamaba «Carlones».
Guelbenzu, que, por cierto, siempre que viene a Oviedo va a comer el pote de Casa Conrado, hablaba de Tito como si le conociera de toda la vida.A mí me pareció un hombre afable, modesto y un poco tímido, y un gran escritor de poca estatura y textos muy breves. Cuando algo se puede escribir en un par de líneas, sobran páginas. Monterroso conocía y amaba a nuestros clásicos comunes, a la gran literatura española de los siglos XVI y XVII, a diferencia del argentino Borges, que los despreciaba de diferente manera (llegó a decir que Quevedo era tan de derechas que de haber vivido en el siglo XX hubiera sido franquista, para que le olvidaran aquellos elogios que hizo a los «caballeros» de la Junta Militar de su país), o del pretencioso Carlos Fuentes, que nunca los leyó, porque en su casa el español lo hablaba el servicio y él no escribió en inglés porque ya había escrito Joyce el «Ulises». ¡Hay que ser gilipollas!Al lado de estas abominables especies, resultaba confortante un rato de conversación con Monterroso bebiendo un vaso de vino en La Perla y dilucidando el significado de «Papé Satán Aleppe» o por qué el Dr.Johnson pontificó que los versos de Quevedo «huyó lo que era firma y solamente / lo fugitivo permanece y dura» estomados de «JanusVitalis», o riéndonos de los pedantes que aseguran que solo se deben leer los libros en su idioma original para justificar que no leyeron ninguno. «Es mejor leer a un autor importante mal traducido que no leerlo en absoluto», sentencia Monterroso. Una de sus raras sentencias.
El pequeño guatemalteco lo habría pasado muy bien en La Perla, escuchando conversaciones taurinas y aceptando la invitación de Carlos Mauriño y sus amigos, que los viernes por la mañana se sentaban en la mesa a la izquierda según se entraba a comer embutidos. Otros escritores están en sus cafés preferidos: Pessoa sentado en al terraza deA Brasileira, y en el Novelty salmantino tuvieron el mal gusto de poner a Torrente Ballester, un tipo desagradable (comí con él una vez, en el Hotel Reconquista). Yo no estaría nunca a gusto en un bar con ese gallego receloso. Hay una fotografía en la que están Pla y Cunqueiro fumando puros y bastante colocados a la puerta de un establecimiento en el que sin duda acaban de comer, en medio dos señoras gordas y muy contentas, las guisanderas, evidentemente, y a los extremos de la fotografía otro señor también muy contento con una caja de puros, y Torrente Ballester, asténico, fisgón, malencarado, con cara de haber comido con agua mineral sin gas. Monterroso hubiera sido una excelente estatua en bronce en La Perla. Por desgracia, la taberna ha desaparecido ya (aunque aguantó bravamente) y Monterroso también ha muerto.
La Nueva España · 11 julio 2009