Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Casa Patas

Los callos y la carne gobernada de un establecimiento de la primera mitad del siglo XX

Los «callos a la asturiana» no disfrutan de tanto prestigio como los «callos a la madrileña» (aunque son sensiblemente mejores), ni tampoco se consideran destacados representantes de la cocina regional, frente a la fabada, la sidra y el arroz con leche, auténticos emblemas gastronómicos de la región, aunque, a mi entender, para uso de turistas. Personalmente prefiero con mucho el pote a la fabada, la sidra no es en modo alguna la bebida asturiana por excelencia, ya que se bebe mucho más vino, y en cuanto a postres exóticos, por confeccionarse con materias primas que no son de esta tierra, la tarta de almendra, también sumamente prestigiosa en nuestra gastronomía, es de más consistencia que el arroz con leche.Y casi nadie se acuerda de los callos y la carne gobernada, las dos especializadas de Casa Patas, el establecimiento de la calle Independencia que cerró definitivamente en 1961, después de medio siglo de vida (se había abierto en 1911, como continuación de El ferreru, del que nos ocupamos en un artículo anterior: otro «territorio perdido»).

Sobre los callos asturianos existe menos literatura, y de inferior calidad, que sobre los capitalinos preparados a la madrileña, por no mentar los que se hacen según la norma de Caen: no más refinados que los ibéricos, no obstante, a pesar de las palabras francesas que tanto lucen en un menú, porque la procedencia es la misma. El aprovechamiento de los callos y de otras partes despreciables de la res es normal, una vez que son tan comestibles como las nobles. No todo han de ser solomillos. Los callos, los morros, los riñones, el hígado y otros menudillos pueden ser bocado delicioso: Leopold Bloom se preparaba riñones para el desayuno y sentía especial placer con las vísceras en general: «El señor Leopold Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves -anota su cronista de un día, James Joyce-. Le gustaban la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro de sabor a orina ligeramente perfumada». Faltan los callos en esta delicada enumeración, seguramente porque los ingleses e irlandeses no saben prepararlos. En cambio, preparan con exhaustiva reincidencia el pastel de riñones, que tantas veces menciona Samuel Pepys en sus diarios y que Álvaro Cunqueiro se preguntaba cómo sería.Yo imagino los riñones al jerez, culinaria tal vez por encima de las posibilidades británicas, con envoltura de hojaldre bien crujiente: de ser así, constituirían una delicia que estoy esperando que algún cocinero amigo se decida a preparar. En cuanto a los callos, no pasaban de deshechos como la uña de vaca que el hidalgo comparte con Lázaro y que le supo tan bien que no preguntó si la habían guisado manos limpias, como se pregunta cuando Lázaro le dio de su pan. Evidentemente, los despojos no sugieren una cocina de la abundancia, pero en el siglo XVII, reinante Felipe IV, los callos pasaron a la corte gracias a lo bien que los guisaban en el convento de los Jerónimos de Madrid. De este modo, un plato humilde se volvió plato de gente importante por puro «snobismo», que dominaba en el siglo XVII tanto como ahora y que consistía en adoptar, también como ahora, costumbres populacheras por parte de las gentes de tronío. En la actualidad nos hemos maravillado de que un adelantadísimo vástago de un reconocido cocinero astur descubriera, como quien descubre el Mediterráneo, el aprovechamiento culinario de los despojos de los pescados del mar Cantábrico, cosa que se hace en las localidades de la costa desde tiempo inmemorial y que en Cudillero tienen nombre: «buchos», también llamados impropiamente los «callos del pescado».

A pesar de la escasa literatura sobre los callos asturianos, se mencionan los «callos a la asturiana» en una novela excelente, «El marqués de Bolíbar», de un autor poco considerado por los doctos, Leo Perutz, pero asimismo excelente. Ahora bien: puede que Perutz haya confundido los callos a la asturiana con otra preparación de los callos, ya que su novela se desarrolla en un improbable pueblo de Cataluña llamado La Bisbal, por el que discurre el río Nalón, aunque el autor insiste en el tema asturiano al mencionar también un libro titulado «Los jefes de las guerrillas en Asturias», aunque, acota, «plagado de errores y omisiones».

Los callos asturianos, aunque en apariencia resulten más modestos que los de otras cocinas, presentan atractivos innegables. Acaso no sea de los menores la manera en que van cortados, muy menudos. De Pajares hacia abajo, y del Deva hacia levante, los cortan tan grandes que desalientan. Los gallegos, en cambio, aprovechan los callos muy bien, no usan casi los ingredientes que dan realce a los callos asturianos, lo que les permite afirmar que son digestivos, y guisados con garbanzos constituyen una composición razonable. Los garbanzos son muy buen acompañamiento y muy buen fundamento. Por fortuna, a nadie se le ocurrió echarles marisco, a ver qué sale. Pero todo se andará. Esto de la «nueva cocina» (que ya es viejísima y pura pedantería, como la del que descubrió los «buchos») resulta bastante insensato, pues cuando entran a saco en la cocina de toda la vida en busca de inspiración, esos afrancesados de pantalón a cuadritos y blusa blanca, rozan la delincuencia.

De la otra especialidad de Casa Patas, de la «carne gobernada», ya nos hemos ocupado en otras ocasiones. Pero creo que predominaban los callos sobre la «carne gobernada» en aquellos fogones.Yo recuerdo haber escuchado elogios de los callos de Casa Patas muchos años después de que hubiera cerrado el establecimiento. No recuerdo si los comí alguna vez, pero en caso de no haberlos comido, es seguro que me perdí algo bueno.

«La ‘Casa Patas’ estaba casi inmediata a los muelles de la Renfe, separada de ésta tan sólo por un pequeño solar tapiado -nos sitúa Luis Arrones Peón- anexo, al otro lado, también hoy desaparecido, había un antiguo comercio de ultramarinos y una carbonería cuya existencia se remontaba también a varios años». Hoy de todo aquello no queda ya ni el nombre: ya nadie sabe qué son las tiendas de ultramarinos ni las carbonerías, en las que se vendía carbón, un mineral negro (lo explico para conocimiento de las jóvenes generaciones tecnificadas e higienizadas por internet) que se empleaba en los hogares para cocinar y encender la calefacción. A lo mejor, si falla todo este tinglado electrónico, sus compañeras e hijas tienen que volver a la carbonería a comprar medio kilo de carbón o a la tienda de ultramarinos, a por un pesante de azafrán.

El local de Casa Patas había sido El Ferreru hasta 1911, en que se estableció en la calle de las Dueñas, tomándolo en traspaso Juan Alfonso, por otro nombre «Patas», maquinista del ferrocarril improvisado en tabernero: por lo que, al comienzo, Casa Patas tuvo una clientela principalmente de ferroviarios, que a primeras horas de la mañana se acercaban a aquel mostrador en busca de una o varias copas de orujo «para matar el gusanillo», y por las tardes se reunían ante una botella de vino, una vez terminada la jornada de trabajo. Patas vendía también sidra y comidas, todo muy barato. Al cabo de unos años, Patas traspasó el negocio a un matrimonio de Villanueva de Santo Adriano, compuesto por José y Casimira, ambos de apellido Fernández. Casimira era una cocinera excelente, que traía a la ciudad el buen arte aprendido en los fogones de la aldea, así que pronto la cocina de Patas empezó a ser estimada en Oviedo y alrededores. Del Patas antiguo lo cambiaron todo, menos el nombre, que siguió siendo Casa Patas, aunque con otra orientación.

El secreto de unos buenos callos es, poco más o menos, el mismo que el de cualquier otro plato: que la materia prima sea de calidad. La de Patas procedía de Noreña y también de Pola de Siero, y había de ser de novillo, mejor que de ternera o vaca. La temporada de los callos en Oviedo empezaba, antes como ahora, con el Desarme, el 19 de octubre, y se prolongaba hasta entrada la primavera. Para el festejo del Desarme se preparaban cincuenta o sesenta kilos de garbanzos, a los que se añadían el bacalao y las espinacas, y cien de callos. Limpiar cien kilos de callos hasta que queden blancos y suaves como la manteca es tarea digna de figurar entre los trabajos de Hércules. Pero si no se procede de esa manera, no hay callos que valgan. Luego se les añaden las patas frescas de ternera, las manos de cerdo y un refrito con jamón. Se cuecen a fuego lento procurando que no se peguen, y ahí radica todo el secreto, de acuerdo con la receta magistral de Casimira. Magistral a todos los efectos, ya que ella era maestra de profesión con escuela en el concejo de Siero. Por su parte, José era conocido por el sobrenombre de El Coronel, más por mucho que pretendió que su bar fuera conocido por ese nombre, mucho más digno, nunca dejó de ser Casa Patas.

La Nueva España · 25 julio 2009