Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

La Caleyina

El establecimiento toma su nombre de la calleja de los Huevos, en la que se ubica

La Caleyina, fundada en la década de los ochenta del siglo XIX, es el establecimiento hostelero más antiguo de Oviedo, junto con Casa Lobato, en el monte Naranco. Con Casa Lobato tiene otro punto de coincidencia: ambos establecimientos continúan administrados por descendientes de los fundadores, pero mientras Lobato está asentado en el mismo lugar donde se fundó, La Caleyina hizo un recorrido sobre el espacio ovetense, trasladándose desde la calleja de los Huevos a la muy próxima plaza del Fontán.

La calleja de los Huevos, traducida al lenguaje popular por La Caleyina, que rotula el veterano establecimiento hostelero, comunicaba Cimadevilla con Trascorrales, por decirlo rápidamente, ya que esta zona ha sufrido una importante modificación desde el siglo XVIII acá. Su nombre oficial era travesía de Cimadevilla, pero desde el siglo XVIII se la conocía por el nombre de la calleja de los Huevos. Observarán que en la plaza de Trascorrales y los alrededores predominan los nombres de productos alimenticios: la puerta de la Pescadería comunicaba esta plaza con la calle del Sol y cerca se encuentra la plaza de la Leche, evidentemente porque en ella se reunían las lecheras mucho antes de que un Ayuntamiento compasivo y sensible a las perturbaciones meteorológicas la cubriera con el enorme paraguas que le da nombre. El nombre de la calleja de los Huevos obedece a que allí se vendían huevos. Antes, los antiguos ovetenses, más sabios que los demagogos modernos, daban los nombres a las calles por lo que se hacía en ellas: donde se reunían las lecheras era la plaza de la Leche, y donde hubo vocerío, la plaza de la Escandalera, y donde se vendían huevos, era la calleja de los Huevos, y así evitaban tener que andar quitando del callejero los nombres de los que ganaron una guerra para poner en su lugar los de quienes la perdieron.

La calleja de los Huevos conducía desde el arco de Cimadevilla a los Trascorrales. Tuvo su momento de gloria la noche del 24 de mayo de 1808, en la que los alrededores de Oviedo se llenaron de fogatas y la ciudad estuvo bajo el sonido de las campanas para alertar a la población de que se iniciaba el levantamiento contra los franceses napoleónicos. Desde ella, una veintena de ovetenses se lanzó al asalto de la Casa de la Regencia, que se encontraba frente a la calleja, para disuadir a las autoridades afrancesadas que trataban de reprimir el movimiento de los patriotas. La ocupación de la Casa de la Regencia, donde se encontraba el general La Llave, recién llegado de Santander, era parte fundamental de aquella acción. «Era el plan apoderarse de la Fábrica y de los fusiles que en ella había, armar a la gente y dividirla en tres columnas, dirigirse éstas a la plaza Mayor por diferentes puntos; acometer una partida la casa-habitación de La Llave, arrestarle no conviniendo en lo que se le propondría, y tocar a rebato las campanas de la Catedral, iglesias parroquiales y monasterios, al disparo de unos cohetes para que saliese la gente de la población y aldeas inmediatas», escribe Ramón Álvarez Valdés, testigo presencial de aquellos hechos. Lástima que su pobre prosa no se acercara ni de lejos a la suntuosa de Toreno, que había presenciado la explosión del 2 de mayo en Madrid. La Casa de la Regencia fue ocupada sin dificultad por los vecinos procedentes de la calleja de los Huevos, pues los provinciales que hacían guardia fueron sorprendidos con los fusiles arrimados a la pared. Conviene señalar los hechos históricos que se produjeron en Oviedo porque no estaban las armas a mano: sin ir más lejos, el famoso «Desarme», conmemoración de la retirada del armamento de las milicias nacionales que tenían sus armas colocadas en pabellón en el patio del castillo-fortaleza mientras hacían la digestión de un guiso de garbanzos con bacalao y espinacas, seguido de callos y regado con vino en abundancia, al final de la primera Guerra Carlista.

Al final de la Guerra Civil pasada, que en Asturias duró de 1936 a 1937, la calleja de los Huevos fue ensanchada y con este motivo el bar y casa de comidas se traslada a la cercana plaza del Fontán, en la que a comienzos de siglo tenían fama los «cajones» donde las famosas guisanderas hacían sus platos de «carne gobernada», y en donde se cantaba una copla recordada por Indalecio Prieto, nacido en la vecina calle Magdalena:

Adiós, plaza del Fontán,
consuelo de mi barriga,
donde por tres cuartos dan
buenas «fabes» con morcilla.

La Caleyina se inaugura, ya queda dicho arriba, hacia 1880, siendo su propietario Manuel Viña, nacido en Biedes, al lado de Infiesto. Al principio, tan sólo vendía algunos productos del mar, como sardinas y merluza, y un poderoso y oloroso queso elaborado por los pastores de los Picos de Europa, imponentes macizos montañosos que se veían en la lejanía cubiertos de nieve, desde un poco más arriba de Biedes sin ir más lejos, todavía poco conocidos y explorados. A este queso imponente, que don Benito Pérez Galdós adjetivaba como «de pestífero olor», se le conocía por el nombre generalizado de «queso picón» (porque picaba) y tal denominación descriptiva acogía tanto a los quesos de Tielve como a los de Tresviso, que a mediados del siglo XIX dependía del Obispado de Oviedo. La denominación de «queso de Cabrales» es moderna. En cualquier caso, Manuel Viña fue de los primeros en difundir el queso de Cabrales en Oviedo, donde, con el tiempo, ya en la segunda mitad del siglo pasado y más adelante, tendrían algunos bares especializados como el Venecia, en la calle Doctor Casal, que lo servía en pinchos con acompañamiento de vino de tierra de León; en La Quirosana, en la calle de Fray Ceferino, y en el bar de Domingo, al comienzo de la calle del Arzobispo Guisasola. Y, naturalmente, vendía vino, que es compañía insustituible de un queso poderoso como el de Cabrales. Es inconcebible comer queso sin regarlo con vino. Comer queso con agua es una enormidad: más vale no beber nada, si no hay vino; o como interpreta José Luis Fanjul unos conocidos versos de Antonio Machado:

Donde hay vino, beben vino,
y donde no hay vino, cerveza.

Cuestión digna de menor estudio es qué clase de vino vendía. El vino tinto es el más universal: a falta de otro, vale para todo. Y las sardinas tienen suficiente sabor y consistencia como para resistir el acompañamiento del vino tinto. Otro cantar sería el de la merluza. Y hemos de suponer que el vino de aquellos años sería más bien de tralla.

En Oviedo se diferenciaban bastante bien las funciones de los diferentes vinos: el blanco para el aperitivo y el tinto para la comida. Se salía a tomar vino blanco antes de comer, se comía con vino tinto y, por la tarde, a última hora, antes de la cena, se volvía a salir para beber vino tinto. Nunca se bebía vino blanco antes de la cena, y se cenaba con vino tinto si no había pescado, que siempre se consideró más apto para la cena que para la comida, porque se suponía ya entonces saludable hacer cenas ligeras, y el pescado era parte integrante de mucha consideración en las dietas de los enfermos y de los convalecientes. Cuando a algún enfermo le servían caldo de gallina y después pescado sin preparaciones barrocas, a ser posible sencillamente hervido, era indicación de que las cosas marchaban bien y podían ir mejor. Por otra parte, la sopa de ave con fideos y la merluza rebozada (que los cosmopolitas que nunca faltan denominan «merluza a la romana») eran la cena típica de los viajantes de comercio. Ahora ya no hay viajantes de comercio porque se compra por catálogo y apenas se cena por cuestiones dietéticas. Tal vez un poco de pescado o fruta, por aquello que decían los vaqueiros: el pescado es agua. Esto es, hoy se cena agua.

Las sardinas, la merluza, el queso de Cabrales o picón y el vino fueron los fundamentos de un negocio que sobrepasó con creces los cien años. En 1940, coincidiendo con el ensanche de la calleja de los Huevos, Emilio Martínez de Bien, sobrino de Manuel Viña, se traslada al Fontán, frente a la plaza cubierta, a una casa pequeña, de aspecto rústico y dos plantas, que daba a la capilla de la Magdalena, por la parte de atrás. En la planta baja estaban el bar y el comedor, y en la de arriba la cocina. Emilio de Bien era un señor muy serio, de poca estatura, muy pálido, con camisa blanca sin corbata y el botón del cuello cerrado, y chaqueta mahón, de pocas palabras y mucho respeto. Mantenía a raya a los borrachos, y eso que los había de mucho cuidado. Pero exigía a la clientela de su casa, embriagada o sobria, la máxima formalidad. En la cocina preparaban la carne gobernada, las patatas rellenas y, sobre todo, el rollo de verdura, el mejor de Oviedo con diferencia; y de postre, arroz con leche. En 1982, la casa rústica fue demolida y en su lugar se levantó un edificio cuyo bajo ocupa la actual Caleyina, dirigida por Viti, el nieto de don Emilio de Bien.

La Nueva España · 22 agosto 2009