Ignacio Gracia Noriega
Otoño, estación de frutos sazonados
La manzana, además de ser el elemento básico para la elaboración de la sidra, tiene aplicación en la gastronomía, y no solo en la repostería
El primer aviso del otoño llega con los erizos de las castañas rodando por las caleyas a finales de agosto, luego caerán los higos y poco más tarde rodarán las manzanas. Ya estamos en el gran reino del otoño, que decía Álvaro Cunqueiro. Un otoño de momento seco, aunque por el Pilar llovió para desesperación del castigado gremio de la hostelería. La tierra necesitaba agua y la tragó con ansiedad. Y ya se sabe que la tierra es más importante que el turismo. A fin de cuentas, va a ser lo que nos quede y en lo único que se pueda creer y esperar una vez que los grandes mitos de la modernidad se hayan desmoronado como cayó el muro de Berlín.
Todo pasa, por lo demás, y pasa rápidamente, pero no hacia el «progreso indefinido» de los optimistas de la tecnología y de la ingeniería social. Ya pasaron los higos miguelinos. Mi vecino Bernardo me regaló un cesto de ellos y estaban para comérselos: esto es, los comí de una sentada. Otro amigo que alquila casas rurales invitó a un cliente madrileño a que cogiera cuantas higos le apeteciera de su higuera y el madrileño improvisado en rural llenó una bolsa de supermercado de higos y le dijo a mi amigo: «los que estaban podres los tiré». Ahora hay muchas manzanas y castañas tiradas por los caminos sin que se les preste atención; en cambio, en la vecina provincia del Este es frecuente ver a personas de cierta edad recogiendo los frutos del bosque que bajan a la tierra desde las ramas de los árboles, o suben de la tierra, aunque este año, a causa de la seca, se retrasan las setas y los hongos.
El pasado verano, todo hay que decirlo, vino una fruta muy mala, helada, seca Los fruteros se curaron en salud y pusieron a la venta frutos sin que hubieran madurado. Fueron frutos sin sabor y sin jugo. Ahora estamos en la estación de los frutos sazonados. Tal vez la manzana sea el fruto por excelencia, y se supone que es el más antiguo. Cuando se habla de fruto prohibido del jardín del Edén se da por supuesto que se trataba de una manzana cuando el Génesis no específica: «De todo árbol del huerto podrás comer», le dice Yahvé a Adán, «mas del árbol de la ciencia del bien y el mal no comerás» (2,16:17). Del mismo modo que Jacob no le compra la primogenitura a Esaú por un plato de lentejas, sino por un «guiso rojo» (Génesis, 25, 29).
Pero está tan admitido que lo que comieron nuestros primeros padres fue una manzana y que el precio de la primogenitura fue un plato de lentejas como que Ingrid Bergman dice en «Casablanca»: «Tócala, Sam». Y en ninguna parte del Génesis se habla de manzanas ni de lentejas, ni Ingrid Bergman dijo «Tócala, Sam».
A la manzana, en cualquier caso, le corresponde el honor de haber sido la causa del primer pecado, según la opinión generalizada. De ahí su importancia y su prestigio. Se pierde el paraíso por una manzana. ¿Lo hubiéramos perdido por un plátano? Tal vez no, yo, desde luego, no lo hubiera perdido por un plátano.
En el paraíso terrenal trabajó el primer sastre y se cometió el primer hurto.Yahvé, de inmediato, actuó como juez y expulsó a los delincuentes. No como los de ahora. El otro día vi por la primera cadena de la TV uno de esos debates, cada vez más monótonos, cada vez más monocordes, cada vez reiterativos. Eran mejores los debates en tiempos de Z, porque sacaban a la María Antonia Iglesias y al Sopena en plan de fieros cancerberos, y la escasa representación de la derecha (perdón, del «centro-derecha», a bajar la cerviz y pedir disculpas. Ahora todos son políticamente correctos a la manera de Fernando Ónega, ecuánime, ponderado, prudente, siempre situándose en el «justo medio», sin saber si baja o sube la escalera.
Me encanta Fernando Ónega. Lo malo es que su moderación sublime me produce una revoltura de estómago que me obliga a apagar el televisor. Sólo me sucede algo parecido con F. González, que me pone los pelos de punta, como si escuchara cantar el «Cara al sol». Bien, pues el pasado jueves, víspera del Pilar, invitaron a ese templo de la corrección política a dos jueces (jueza y juez cabe decir en este caso), que tal vez representaban tendencias dentro del poder judicial, pero ambos hablaban con la misma ecuanimidad gaseosa, abstracta, de personas que creen que «to er mundo e güeno». Si todo el mundo es bueno, ¿qué hacen ellos ejerciendo de jueces? Que se vayan a una ONG (¿se escribe así?) o a un monasterio budista Sobre todo la jueza Margarita Robles, de un rousseanismo sonrojante, daba la sensación de vivir fuera del tiempo y del espacio, y, sobre todo, fuera de España. Sin duda, el clamor de España no llega a la urbanización de lujo en la que seguramente vive. La culpa de la delincuencia según ella, la tiene el Gobierno (de Rajoy), que debería proporciona dinero, trabajo y oportunidades los jóvenes, de ese modo no habría delitos, ni droga ni asesinatos terribles de chico que quema a chica porque chica le deja: ¿habría que obligar también a que la chica no abandonara al chico? Sabido es que Rousseau, el padre de este tipo de libertades, es el padre de los totalitarismos.
Según el «buenismo» extremado de la señora Robles, si no hubiera habido manzanas estaríamos todavía en el Edén, pero no tendríamos la compota. Yahvé, que sabe que el ser humano no es bueno (si no lo sabe él, ¿quién va a saberlo?), castigó severamente a nuestros primeros padres, pero les permitió tener la tarta de manzana, que es mucho más que la nada gaseosa de la bondad insípida. Si bien la manzana no alcanza el carácter sagrado de la uva (el vino es el fundamento de los rituales de los que procede nuestro mundo), en la antigua Grecia de los cultos báquicos, entre los cristianos de la misa, su extensión a lo largo de la franja templada del planeta la conviene en un fruto universal reconocido en todas partes y en todas partes estimado. Como en Asturias la manzana es el elemento básico para la fabricación de la sidra, se supone que se trata poco menos que de un fruto autóctono. Pero no es así, de la misma manera que la sidra no sólo se fabrica exclusivamente en Asturias, como todavía suponen algunos.
Encontramos testimonios literatios de la manzana desde la Antigüedad, pero las «manzanas de Sodoma» de las que habla Tácito, frutas del árbol de ceniza que crece a orillas de Mar Negro, más bien parecen naranjas por su color amarillo, y en su interior sólo hay ceniza y aire. De la variedad de las manzanas nos dice Bruno Fernández Cepeda:
«Tenemos de la manzana,
ranetes, blanques y pardes,
la tardía y la temprana,
camoeses, de rabu-llongo,
les de San Pedro y de vara, etcétera».
La manzana asperiega, de carne granujosa y sabor agrio, es la mejor para hacer sidra. Pensando en la sidra, se me ocurre la misma reflexión que me hago a propósito de otras bebidas más universales, como el vino y el whisky. Con la cantidad de whisky que se bebe en todo el mundo, Escocia debe ser un infinito cebadal. No conozco Escocia, pero cuando recorro la Rioja o las riberas del Duero me pregunto si los viñedos que veo dan para abastecer tanto vino como se consume. Seguramente no. Siendo el consumo de la sidra mucho más modesto, ¿las pomaradas asturianas son capaces de surtir a todos los lagares? Desde luego, no. Al parecer, la manzana de la sidra la traen de Lérida, así que nuestra bebida autóctona por excelencia se hace con materia prima extranjera.
La utilidad de la manzana no se reduce a la fabricación de la sidra. También tiene su aplicación en la gastronomía sólida, y no sólo en repostería. Las preparaciones más difundidas en Asturias son en compota y asadas. Las «manzanas de unto», propias de la época de «matanza», son uno de los pocos intentos agridulces de la cocina asturiana tradicional: a la manzana se le saca el corazón, se rellena con unto del cerdo y se asa. Tanto las hermanas Bertrand como María Luisa García («El arte de la repostería») ofrecen diversas recetas de la manzana, siempre en el buen entendimiento de que se trata de un ingrediente propio de la dulcería.
El en otro tiempo prestigioso Fredy Girardet (llegó a ser considerado el padre de la «nouvelle cuisine» aunque hoy se le cita poco) aporta unas manzanas al vino tinto que no presentan novedad sobre la receta habitual salvo añadirles como guarnición una bola de helado de vainilla. Hoy lo de añadir una bola de helado a cualquier postre ya está muy visto.
El intento más notable de llevar las manzanas a la cocina, no sólo a la repostería, fue el «lenguado pomar» del restaurante Marchica, en el que las manzanas formaban parte del plato, trascendiendo las habituales, ya entonces reparaciones «a la sidra», y que van desde las pescados (merluza, rape, etcétera) hasta los productos cárnicos (principalmente chorizos).
La Nueva España · 20 octubre 2012