Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

La memoria del cine de otro tiempo

El posible cierre de las últimas salas cinematográficas de la ciudad dejaría a Oviedo sin un tipo de ocio que tuvo una importancia considerable en la hostelería

Leemos en La Nueva España la posibilidad de que cierren las últimas salas de proyección cinematográfica de Oviedo: lo que es una mala noticia, porque los cines animaban mucho a la ciudad, a cualquier ciudad, y en sus años de esplendor el exterior de los edificios destinados a cines era así tan mágico como lo que aguardaba en el interior. las fachadas iluminadas y parte de ellas ocupadas por enormes carteles que anunciaban la película proyectada dentro daban vida y colorido a las noches de nuestras ciudades, a las noches de Oviedo. Los cines eran el gran atractivo y la gran referencia de las ciudades, sustituyendo los nombres de las calles. Era corriente preguntar por una dirección y que le contestaran: «Eso queda cerca del Real Cinema» o frente al cine Principado o al Ayala. Con el tiempo, después de haberlo sido todo, los cines fueron desplazados de las calles del centro, pasaron a ser instalados en calles más alejadas y finalmente en el extrarradio. Los últimos cines en cerrar del centro de Oviedo fueron los Brooklyn en 2007. Ahora la amenaza se cierne también sobre los cines situados en Los Prados. Cines lejanos como los «Tambores lejanos» de la mítica Película de Raoul Walsh en la que Gary Cooper se afeitaba en seco y mataba a un indio bajo el agua, con la que se inauguró el Cine Colón de Gangas de Onís.

Cuando los cines se encontraban en el centro le daban un gran aspecto a la ciudad. Se iluminaban maravillosamente para las sesiones nocturnas, que eran las más importantes, reservándose la de la tarde para un público infantil, destacando sus luces sobre las de los escaparates de los comercios circundantes. Si el cine era de estreno, la fachada estaba ocupada por monumentales anuncios de la película en cuya confección derrochaban su genio estupendos rotulistas anónimos con prodigioso sentido de la perspectiva y de la proporción. Aquellos grandes rotulistas captaban el momento esencial: a Clark Gable descendiendo su rostro hacia Vivian Leigh en «Lo que el viento se llevó», a Gregory Peck con una mano sobre Ann Blyth y otra sobre el timón de «La Favorita» en «El mundo en sus manos», a Errol Flynn con arco y sombrero de caza verde en «Robín de los bosques», a Gary Cooper caminando solitario en «Solo ante el peligro», a Gene Kelly, Debhie Reynolds y Donald O'Connor con gabardinas amarillas y felices bajo los paraguas en «Cantando bajo la lluvia», el tenebroso rostro de Boris Karloff en «Frankenstein»... Aquello era vida y era el sueño, y nos atraía poderosamente.

Y no terminaban ahí las magias. En el exterior del local se colocaban carteleras: fotografías de las escenas culminantes de la película que se iba a ver. Uno podía imaginarse la película mirando la media docena o la docena de fotografías colgadas de la cartelera, aunque una vez dentro la proyección siempre ofrecía sorpresas inesperadas. Las carteleras más vistas eran las del cine Aramo, debido a que su contemplación su-ponía un breve reposo de los paseantes de la calle Uría, ritual ovetense desde las siete u ocho de la tarde hasta las diez de la noche. A la caída de la tarde, todo el mundo salía a pasear, llenando la acera derecha de la calle Uría. Se paseaba en gupos, las personas mayores al cnizarse con conocidos se saludaban ceremoniosamente, y entre la gente joven la separación de chicos y chicas se observaba tan escrupulosamente como en las clases de Religión de la Universidad dadas por el canónigo don Cesáreo. Las chicas iban cogidas del brazo y los chicos procuraban no toser con el humo de sus primeros cigarrillos. Si una chica mostraba interés hacia un chico era porque «refrescaba» por él. Al verle, como la chica iba enlazada con las amigas, éstas se reían, la chica bajaba los ojos y el chico se ponía colorado. En fin, aquello no era lo ele ahora, pero no me negarán que tenía su encanto. Y también su riesgo, pues de pronto so-naba una campanilla en uno de los pisos altos del edificio del cine Aramo o en el edificio de al lado y acto seguido caía un tiesto lanzado contra la calle por un vecino pintoresco. Desde otro de los pisos, el novelista José Luis Martín Vigil, vestido de jesuita y con un peluquín, escribía novelas «fuertes» sobre la «justicia social» y soñaba con efebos.

Recuerdo haber visto en el Aramo mi primer «scope»: «El diablo de las aguas turbias», de la queme impresionaron dos escenas: la muerte de un chino a golpes de tina llave inglesa en la bodega del submarino y otra escena en la que el científico, al cerrar apresuradamente la escotilla, queda con el dedo pulgar aprisionado y Richard Widmark se lo corta con un cuchillo. En el descanso de esta película anunciaban la siguiente, «Coraza negra», distribuyendo aquellos inolvidables programas de mano, que en este caso era una coraza negra que se abría, con los nombres de los actores en letras rojas: Toni Curtis, Janet Leigh, Barbara Rush, David Farrar, Herbert Marshall. También proyectaban un tráiler, con el que pasábamos a tina Edad Media luminosa y azul desde las heladas aguas árticas por las que surcaba el submarino comandado por Richard Widmark. En la actualidad se han puesto de moda los tráileres o avances de las películas, debido sin duda a que como en el cine ya está todo hecho (el de hoy se reduce a efectos especiales) hay que vender como nuevas cosas antiquísimas.

El cine Aramo tenía también la ventaja de estar constnrido en los bajos de un edificio muy sólido según Joaquín Manzanares, el cual tenía mucho respeto a las tormentas y cuando empezaba a tronar sobre Oviedo se refugiaba en el Hotel Principado o en el cine Aramo.

El Real Cinema era el más intelectual (¡allí pusieron «El año pasado en Marienbad»!), antes de que abriera el Palladium, la intelectualidad suma. En el cine Ayala y el cine Principado se hicieron las primeras proyecciones de 70 mm. El Campoamor era el cine más señorial de la ciudad, aunque no el de mejor programación: allí vi «Hércules» con Juan LuisVigil y Valentín Monte la tarde que nos examinarnos de la segunda parte de la reválida de cuarto. Y el cine Filarmónica y el Santa Cruz eran de reestrenos, pese a estar en el centro. No se me olvidará la ocasión en que vi «La diligencia» en el cine Roxy, teniendo al lado a un incivil a quien le olían los pies. En el cine Asturias se proyectaban deliciosas películas de aventuras como «Kim de la India» y «Jíbaro». Tenía patio de butacas y anfiteatro muy decrépitos y en cierta ocasión unos espectadores de arriba arrojaron al patio de butacas tierra y piedras al grito de «¡Se cae el cine!», originando la consiguiente desbandada, porque podía ser verdad.

Aquellos viejos cines que olían a desinfectante tenían un amplio vestíbulo al que se salía a fumar durante el descanso y en el primer piso estaba el ambigú, en el que se podía tomar una copa, un refresco, un bocadillo y comprar cualquier chuchería que amenizara la proyección de la película, ¡menos palomitas de maíz!! Lo de las paloititas de maíz fue una americanización posterior. Por lo general no se iba al cine a comer, sino a ver la película, de la misma manera que antes se iba a la plaza a ver los toros y no a merendar. Este país es absurdo: es el más norteamericanizado del mundo, pero sus gobernantes «progres» son, erre que erre, furiosamente antinorteamericanos; y la extrema derecha igual que ellos, porque nos ganaron en Cuba y nos echaron de allí por defender el proteccionismo catalán. Tres timbrazos alertaban a los espectadores que se encontraban fuera de la sala, fumando en el vestíbulo o bebiendo en el ambigú: al tercero empezaba la proyección después de que se apagaran todas las luces. Y se hacía la luz y veíamos en primer lugar el rugido del león de la Metro Goldwyn Mayer, el escudo de la Wamer, la antorcha de la Columbia, el planeta girando de la Universal, el monumental sello de la 20 Th.Century Fox con su trompetería muy adecuada para introducir en películas de romanos. Y la linterna del acomodador guiando a los rezagados.

Los cines tuvieron una importancia considerable en la hostelería. Había sesiones a las cinco de la tarde, siete y media y once menos cuarto de la noche, a no ser que las películas fueran de duración desmesurada, como «Los diez mandamientos», «Ben Hur» y «Cleopatra», por lo que muchos espectadores al salir de la sesión de las siete antes de las once menos cuarto cenaban de restaurante. Cenar y luego ir al cine era el programa completo; o mejor cenar después de ver la película porque de ese modo no había que estar pendiente del reloj. Para los de la sesión de las cinco había grandes cantidades de pinchos dispuestos sobre las barras de los bares cercanos, como en el Barín, frente al cine Filarmónica. Hoy todo eso se ha perdido. Ya casi nadie sale a cenar por las noches (los restaurantes y las calles están vacíos a las diez), los cines han sido expulsados del centro de la ciudad y ahora están a punto de desaparecer y sólo quedan lugares para el vociferante «botellón». El mundo ha cambiado y no siempre para bien. Se quejaba Gonzalo Suárez porque la España de antes era «un país tristón». Pues como a ésta no la alegre él con sus películas deprimentes...

La Nueva España · 27 octubre 2012