Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El caldo y las primeras sopas

El otoño tiene entre sus muchas virtudes los sustanciosos aperitivos calientes

Ya estamos, una vez más, en otoño, la mejor estación del año, sobre todo en los aspectos gastronómico y colorístico. La temperatura es suave, el aire fino, la casa que habité en la infancia olía a marianas colocadas en las repisas de las ventanas del comedor. las nubes van por el cielo corno masas de algodón o rebaños de blancas ovejas que pacen sobre praderas azules y los atardeceres son dorados y largos como los bosques que ascienden las laderas de las montañas. El centro del otoño es pura delicia. No repetiré los versos cálidos de Keats ni los melancólicos de Lamartine; oh, estación de las brumas y de los frutos en sazón, que a muchos produce tristeza a causa de los cielos cada vez más nubosos y de los días cortos como remate de nuestros veranos cada vez más cortos que lamentaba Baudelaire. Pero no debe verse en el otoño la profunda decadencia que antecede al silencio bicolor del invierno, sino la maravilla de colores conquelos bosques entonan su canto del cisne. Y no nos quejaremos, porque este otoño ha sido pródigo en belleza: después de una tarde de cortinas de lluvia, al entrar yo en Oviedo una luz dorada inundó el Naranco y arriba, sobre un cielo todavía acuoso, se perfiló un arco iris doble: el del centro era de contornos y colores muy precisos que se difuminaban en el mucho más grande y alto arco exterior. Pocas veces he visto un arco iris tan perfecto, que desde detrás del Naranco, hacia Levante, se tendía como un arco de triunfo y de fiesta sobre la ciudad. En cuanto al otoño, ahí está ya, como todos los años. Ninguna estación se aprecia en la ciudad, y para demostrar que la modernidad es «contra natura» muchos entusiastas andan en manga corta en pleno invierno para confirmar que como viven en un mundo confortable de calefacción y electrónica a ellos el inviemo los deja al fresco. Menos mal que con la «crisis», tales entusiasmos amainaron un tanto y cada vez se ve a menos en mangacorta, no sea que el año que viene tengan que suspirar por un buen abrigo. Pero de momento se niega el invierno como contrario a la modernidad y a la «corrección política» y por el verano todo el mundo sale fuera de casa. La pobre primavera pasa inadvertida en las ciudades, pero el otoño es tan poderoso que resulta imposible darle la espalda, sobre todo en una ciudad como Oviedo, desde que aún ahora se ven trozos de campo y de montañas más allá del caserío: y el Naranco ya empieza a tener color de otoño.

El otoño llega primero a las montañas y desciende poco a poco a los valles hasta llegar al mar y no se detiene a su orilla, sino que entra debajo de las aguas. No repetiré lo que he escrito sobre el otoño en el mar. Hemos subido el puerto del Pontón acontemplarel esplendor del otoño y pasado al otro lado de la Cordillera para comerla sopa de ajo y el cordero en Villasirga con Elena y Ramón Rañada, Manolo Pajares y Manolo Mieres, dos amigos de nombres geográficos. En la iglesia de Frómista canta latines un grupo devisitantes, entre los que se encuentra una señora de Mieres, que me saluda. Yo le digo: «;Qué casualidad, señora!, aquí a mi lado está Manolo Mieres», y Manolo, muy ceremonioso, le besa la mana ala vuelta, un crepúsculo esplendoroso dora los cielos y tiñe las nubes de rojo sobre un cielo de esmalte. Es un espectáculo solemne y bellisimo.Ycae la noche, y entre Saldaña y Boca de Huérgano cae una nieve volátil y ligera.

Ha llegado la estación de los severos estudios, según Feijoo, y la de las viandas sólidas y de los buenos reconfortantes líquidos de gran solidez. Empieza ahora el tiempo de los caldos, de esos caldos humeantes que «entonan el estómago» y calientan los dedos ateridos al contacto con la taza como el cartucho de castañas de las castañeras (aquellas castañeras cuyo último reducto fue el Campo San Francisco, sentadas en susillita plegable y calentándose ellas mismas en el horno que tenía la forja de una ennegrecida máquina de ferrocarril). Ahora que con la celebración del Desarme se inauguró la temporada de los callos en Oviedo, ha llegado también el momento de.entrar en el bar frotándose las manos y comentando «fae fríu» (como decía un compañero de Bachillerato, por lo que le quedó el mote inmisericorde de «Faefríu»; entonces no se tenía el menor respeto hacia el «hecho diferencial lingüístico») mientras se dejan atrás bocanadas de blanco alienta Esto del aliento es peligroso, no sea que lo echen a uno del bar por sospechar que entra fumando: a tales absurdos puede llegar una normativa ridícula. Pero supongo que tanto mis lectores como yo entramos sólo en bares de gente sensata y nada ordenancista, por lo que ya ha llegado el momento de que se acerquen ala barra ypidatk como quien pide un vino, un caldo. Si el caldo va acompañado de un vaso de vino (que debe ser blanco de manera preferente), mucho mejor. La taza de caldo («el caldo») y el vaso de trino blanco son tan inseparables como la chuleta y las patatas fritas, como el pan y el queso (como decía Chesterton, en cada valle se encuentra un queso diferente; lo dificil añado yo, es aveces encontrar un buen pan). Qué bien entra el caldo con el aperitivo, cómo restaura el estómago antes de que éste se enfrente a empresas de mayor envergadura (sólo aparente, porque hay caldos de tanta categoría que es preciso quitarse el sombrero para tomarlos). El caldo conforta y restaura tanto como la sopa antes de cada comida. No se concibe una buena comida sin sopa de la misma manera que no se concibe un buen invierno sin caldo.Ycomo el otoño, que como estación vale por sí misma, pero también es la antesala del invierno, es marco de una gran gastronomía, los caldos, que en el lenguaje fino y de restaurante de manteles y servilletas de hilo se denomina con el galicismo «consomé», tienen que estar a la altura de las circunstancias. Hubo caldos legendarios como el de Lhardy, que Dumas padre consideraba como de los poquísimos restaurantes de la España de su época por la excelente razón de que lo regían extranjeros, lo que demuestra que en España no sólo son cosmopolitas pedantes y paletos sólo los nacionales que salen al extranjero, sino también los extranjeros que vienen aquí. En Oviedo, ciudad húmeda y más fría que cálida porque los otoños, los inviernos y parte de la primavera duran más que el corto verano, hubo asimismo caldos no menos importantes. Tan importantes que en esta región, como no es vinícola sino en una franja de su Occidente, siempre que se dice «caldo» se hace referencia a la taza humeante que sale de la cocina con la misma naturalidad que el vino de las botellas. «Un caldo», pedimos, y casi automáticamente el camarero pregunta: «¿De gallina o de pescado?». De la misma manera que antes si se pedía un vino se producía la inrnediata pregunta: «¿Blanco o tinto?». En ningún caso al pedir «caldo» se pide «vino» y si con el «caldo» se pide, además, un vino, lo corriente es que sea blanco. Si es cliente no pide vino, lo habitual es que el camarero le ofrezca un chorrito de vino blanco sobre el caldo: ¿para enfriarlo si está demasiado caliente o para darle sabor? Esta deferencia de la casa, que se agradece, está de más, porque si se enfría el caldo, ¿para qué se pide? Y si al caldo hay que darle sabor, mal asunto, porque la esencia del caldo es que sea sustancioso. Cuando estamos sentados a la mesa de manteles de hilo y al caldo se le llama «consomé», en lugar de vino blanco corriente se le debe echar jerez «consomé al jerez», así figura en las cartas como Dios manda.

La diferencia entre caldo de gallina y caldo de marisco (o, si lo prefieren, caldo de carne y caldo de pescado, aunque lo de marisco es más aparente) es sustancial y en algunos establecimientos apetece tomar las dos variantes. Sin embargo, en otro tiempo y salvo en las localidades costeras, el caldo solía ser de carne y así Ruperto de Nola nos da la receta de un «caldo lardero», en el que el ingrediente que lo alegra es el tocino. Las aves, incluidas las de caza viejas, hacen un buen caldo y, también, el pecho o la pierna de vaca o cordero. Según las hermanas Bertrand, «la prueba de su bondad consiste en el buen color dorado». Más a propósito para el dorado otoño no puede ser el buen caldo de carne.

Un buen bar que tenga restaurante que trabaje los buenos productos de la tierra y del mar es imposible que haga un mal caldo. Por eso a veces resultan incomprensiblesciertos caldos insípidos. Por lo general, el caldo se saca de la sopa, aunque algunos se hacen «ex profeso». El de Arrieta espeso y con huevo hilado era de los más renombrados. También espeso y con sabor a marisco, siempre muy caliente y picante, es el de Casa Ramón en el Fontán, uno de los clásicos de Oviedo desde hace muchos años. Es un caldo que hay que tomar siempre que haya oportunidad para ello, es decir, siempre que no sea verano. Más líquido pero sabrosísimo es el de El Dorado, en González Besada, donde se ofrece como obsequio en las variantes mencionadas de carne y pescado como deferencia al cliente. Manolo, el dueño, siguiendo su gusto personal, se inclina por el de carne. Pero no se trata más que de una opinión, porque el caldo de pescado es de primera categoría. De quitarse el sombrero, porque hemos entrado en calor y el sombrero no hace falta.

La Nueva España · 3 noviembre 2012