Ignacio Gracia Noriega
Manteles invernales
La cocina de esta época del año debe calentar, sin pijaditas ni pedanterías
Con la llegada del invierno regresa también a los manteles la poderosa cocina propia de la estación. El invierno no se atiene al calendario y acaba de presentarse bajo la Luna de noviembre, cuando todavía casi falta un mes para el solsticio. La Navidad es la primera fiesta del invierno, aunque intereses comerciales la adelantan de manera escandalosa. Se trata de la fiesta más poética y hermosa de la cristiandad, pero el espíritu posmoderno (o, por mejor decir, la ausencia de espíritu) la ha desplazado del templo y del fuego del hogar a la frialdad del neón de las grandes superficies comerciales. Y menos mal que la corrección política no la ha anulado todavía como en tantos lugares cristianos en los que ya no se celebra para no ofender a aquellos que obligan a descalzarse para entrar en sus mezquitas sin importarles lo que pueda opinar el visitante no musulmán. Ver anuncios de turrón, de mazapanes y de otros elementos navideños cuando todavía no ha terminado noviembre produce una impresión rara, de acoso a la fiesta, pues los publicitarios nos vienen a decir que lo que antes se hacía en Navidad puede hacerse en cualquier época del año. Y este año la Navidad se acerca también con su punto de polémica: el ilustre teólogo Joseph Ratzinger afirma que en el portal de Belén no había mula ni buey. ¡Vaya por Dios! Muchos se rasgan las vestiduras ante tal motivo. Pero es cierto: tampoco había ángeles en torno a la cuna ni pastores adorando y ofreciendo sus humildes presentes. Ni siquiera sabemos si los adoradores llegados de Oriente eran reyes ni su número. Pero lo que San Mateo, el único evangelista que refiere este hecho maravilloso, cuenta es suficiente: los adoradores eran magos, llegaron a Belén guiados por una estrella que se detuvo «encima del lugar en que estaba el niño» y en el interior de la casa encontraron al niño con su madre y sintieron grandísimo gozo, se postraron de hinojos y entregaron los regalos: oro, incienso y mirra. Después el escenario se fue llenando de pastores, de ángeles y algún piadoso comentarista introdujo la mula y el buey dentro del portal para que le dieran calor al niño. Y porque Ratzinger escribió que no había mula ni buey se armó la marimorena. ¿A esto se reduce la lectura de la última obra de uno de los pensadores importantes de estar época? Porque en los libros de Ratzinger, que siendo su nombre civil ahora es el seudónimo literario de Benedicto X VI, se encuentran cosas más profundas y más hermosas que esa anécdota. Yo en mi nacimiento no olvidaré a la mula ni al buey, y estoy seguro de que en el nacimiento que armen en el Vaticano tampoco los olvidarán.
Ha llegado el invierno cuando todavía no se agotó el otoño: todavía quedan hojas amarillas en los árboles, y los bosques presentan el aspecto herrumbroso interrumpido por explosiones rojizas o doradas; y los espacios verdes parecen musgo. Pero vinieron vientos polares y, dándole la razón al ínclito hidalgo J. E. Casariego (que afirmaba que si se dispusiera de un anteojo potentísimo y la Tierra fuera plana se podrían ver los hielos del Polo Norte desde Luarca), cubrieron las montañas de nieve y el cielo se cubrió de negros nubarrones y los ríos bajan crecidos y tumultuosos y llueve sobre los valles y hacia el Norte, donde está el mar, el mar y el cielo se funden en un horizonte negro. No faltaron las tormentas eléctricas para resumir la meteorología invernal en la última semana de noviembre. Sea bienvenido el invierno, que los humanos añoran, según Shakespeare. Por cierto, ¿se han dado ustedes cuenta de que desde que no hay un «Z» no hay «cambio climático»?
Al invierno adelantado corresponde la gastronomía propia de la estación. Ya ha pasado San Martín, por lo que el hermano cerdo vuelve a reinar sobre los manteles y sobre las rústicas mesas de madera sin mantel. Entramos en la época de las comidas humeantes y sólidas, hechas con mucha parsimonia sobre la lumbre del hogar. Se quejaba José Pla de que la actual dejadez de la cocina obedece a que no se le dedica el tiempo que merece. Y aunque durante el invierno hay tiempo para todo, en las ciudades ya se ha perdido desde hace muchísimo tiempo el sentido de las estaciones. A pesar de la electrónica y de los ejércitos de funcionarios públicos, la gente de la posmodernidad no tiene tiempo para nada. Por eso, cuando se presenta el invierno, es conveniente subir a las aldeas para encararse con las viejas y reconfortantes viandas de la cocina de siempre, aquella que se hacía sin trampa ni cartón, ni con mayores pretensiones que las de calentar el cuerpo y tonificar el alma. Yo no sé si a esta cocina se le debe llamar tradicional, porque el término «cocina tradicional» ha sido muy adulterado de tanto usarlo en vano. Tampoco me gusta mucho lo de «cocina casera». En realidad, toda la cocina, salvo la de los restaurantes, es casera. La «cocina casera» debería referirse a la que se cocina en las casas particulares todos los días, en el supuesto de que ahora se cocine en las casas, lo que dudo. Cada vez se cocina menos en el hogar, por lo que no me extraña que se considere a lo que llaman la «cocina casera» como algo excepcional y haya que ir a buscarla fuera de casa. Porque comer un sándwich y un yogur o cualquier fritanga no es comer. Metidos en el invierno es conveniente un buen cocido. No vale calentarse sólo con la calefacción central. Tampoco encuentro muy apropiado decir «cocina rural», ya que la redundancia de «casa rural» y nada digamos de «apartamentos males», que se refieren a un exotismo, porque los apartamentos son propios de la ciudad y en el campo hay «casas», como nos recuerda Fernando Inclán en su reciente (y magnífica) «Síntesis del derecho consuetudinario en el campo asturiano», ha desgastado la palabra «rural».
Propongo decir «cocina de invierno» y vayamos a buscarla a donde hay invierno. Porque nos quieren hacer creer que en la ciudad ya no lo hay, con tanto moderno en camiseta debajo de la zamarra como demostración de que él sólo va a sitios donde hay calefacción central. La ostentación de andar en camiseta en pleno invierno tiene el mismo sentido que el que echaba hacia atrás los puños de la camisa para que se viera el reloj de pulsera o el que dejaba caer con displicencia las llaves del coche sobre la barra de la cafetería, y las demostraciones de triunfo ascendente de quienes después del coche tuvieron segunda vivienda, yate y ahora mandan a los retoños a estudiar a Inglaterra y ésta andan en camiseta en pleno invierno para proclamar que en casa tienen calefacción.
El concejo de Ponga tiene un gran interés gastronómico. No se busquen en él pijaditas ni pedanterías, sino la cocina de toda la vida cocinada como siempre se cocinó. E, incluso, se conservan algunos platos hoy en desuso, como el pote de castañas que ofrecen en la fonda de Beleño. Hoy no llegaremos a Beleño para comer pote de castañas y echar unas parrafadas con Tomás (gran conocedor del concejo, deberían hacerle el cronista oficial), sino que antes de llegar a la capital nos desviamos a mano derecha hacia Sobrefoz (también se puede entrar desde Beleño: la carretera local traza una gran desviación en forma de uve sobre el río y Sobrefoz se encuentra encima del abismo abierto por el río). La carretera es estrecha, pero es bellísima: merece la pena recorrerla no sólo por el aspecto gastronómico, sino también por el paisajístico: aquí la naturaleza tiene una manifestación épica. Pasada la aldea de Abiego todavía hay un trecho antes de llegar a Sobrefoz, que se divide en tres barrios: Boiles, Yano y La Aldea. Boiles, arriba, más antiguo, pero ahora la actividad se centra en La Aldea: agrupamiento de casas de piedra de una planta y más hacia el centro de mayor volumen.
El centro es la plaza, donde se encuentra Casa Benina y un poco más arriba Casa Severa: dos auténticos santuarios del comer sencillo y gratificante. Por eso están siempre llenos de comensales, sobre todo los fines de semana. Donde hay buen producto y buen precio no hay crisis. Los menús son a 15 euros en ambos. Por eso nos escandaliza e indigna que en el comedor del Niemeyer, con capacidad para ocho o diez comensales, se hayan fundido en un año 182.000 euros en comilonas (sin contar los viajes a Nueva York del «administrador Grueso. Como en este momento estamos en la Aldea, reparamos en que en La Aldea es donde menos aldeanos hay. En cambio, Nueva York debe estar lleno de ellos, porque, si no, no se explica que atraiga tanto a los aldeanos de aquí).
Entramos en Casa Benina: un interior acogedor y cálido, con la barra al frente y detrás los comedores: el primero de dos o tres mesas, con una fotografía aérea de Sobrefoz en la pared y al segundo comedor, más grande, se baja por unas escaleras. La decoración es tan natural como la comida. El menú consiste en la sabrosísima sopa de hígado, que ahora se hace en su sazón, después de las primeras matanzas de San Martín (en esta casa hacen ellos mismos la matanza), seguida del pote de berzas y después carita o bacalao con tomate; de postre, la copa de los Beyos, de queso de la comarca, chocolate y caramelo. Siendo todo estupendo, lo más notable es el pote, sólo de berzas y palatinas muy picadas, más el compongo, casero y rotundo (matan seis o siete «gochos» para el invierno). Este es el verdadero pote de berzas y en Casa Benina lo diferencian del que llaman «pote asturiano» porque a éste le añaden «tabes». Y lo preparan tan bien como el de berzas, con su chorizo, su morcilla, su panceta y su hueso, es único y superior.
La Nueva España · 8 diciembre 2012