Ignacio Gracia Noriega
Invierno, estación de viandas poderosas
El frío invita a degustar platos contundentes como los callos
Llegó el invierno con casi un mes de adelanto sobre el calendario. El invierno es la estación de las viandas poderosas y bien sazonadas. El frío que hace afuera debe ser combatido calentándose por dentro; corno decía el señor Díaz, el impagable conserje de la Alianza Francesa de hace cuarenta años, bebiendo un vasito de vino en el bar que se encontraba en el vestíbulo: «Hay que calentarse por dentro». El señor Díaz desconfiaba de la calefacción, que reseca las narices y quema el aire. Había sido guardia civil o policía armada y estaba acostumbrado a la vida austera La estampa de la pareja de la Guardia Civil caminando, cada uno por una cuneta de la carretera, con la capa, el tricornio, uno de ellos con el naranjero y el otro con el máuser y cuando menos uno con fieros bigotes y tratándose entre ellos de «usted», el más veterano, el jefe de la patrulla y el otro segundo jefe de la patrulla, pertenece al pasado lo mismo que las caravanas de los gitanos con el oso que evolucionaba al son de la música y la cabra que subía la escalera al ritmo de trompeta La época de internet y de la calefacción central rechaza escandalizada estas imágenes que parecen sacadas de las páginas de Gautier, pero eran familiares en nuestros caminos todavía sin ser reconvertidos en autopistas, y el señor Díaz, que tenía muy vivo el recuerdo de aquellos tiempos, sabía que había que combatir el frío por medios naturales y no por medios sobrenaturales como podría sedo la calefacción central en un cuartel de la Guardia Civil, donde a lo más que se podía aspirar era a un chubesqui alimentado con astillas de madera procedentes de alguna caja de fruta y, en caso de mucho lujo, a una estufa de gas butano. En fin, eran otros tiempos. Ahora la Guardia Civil es abstemia y persigue a los conductores borrachos.
Calentarse por dentro es a lo que aspiraban nuestros antepasados inventando potes de gran poderío nutritivo y calórico. Después de comer un buen pote estaría uno en disposición de escalar el Himalaya si no pesara tanto en el estómago. No hemos de olvidar que Asturias está muy al Norte, más o menos a la altura de «Niu York», ciudad en la que caen unas nevadas del garabatillo. Pobres gentes las de allá, que además no tienen fabadas, ni potes, ni adobo, ni callos para combatir los fríos; de manera que no me explico qué iba a buscar con tanta insistencia ese modelo de la austeridad de los tiempos nuevos llamado Natalio Grueso, para quien todo sigue siendo hermoso, ahora a la sombra de la Botella en Madrid, dudad frecuentemente gobernada por familiares de gente ilustre: la Botella, esposa del ínclito Aznar (chiquito pero matón) y antes por Pepe Botella, hermano de Napoleón (así de fácil sale una rima), pero los callos de Madrid no son tan buenos corno los de «Tatagullo» en Avilés, la villa de la que se marchó Natalio para escapar de la quema.
Estamos en plena temporada de los callos, cuya inauguración oficial tuvo lugar en Oviedo el 19 de octubre con motivo del «desarme». Pero es necesaria la confirmación de la misma manera que un torero no se confirma hasta que no torea en Madrid o Sevilla aunque haya tomado la alternativa en otra plaza. En Asturias, la capital chacinera es Noreña, por lo que la confirmación de la temporada de los callos se hace en la villa episcopal con toda la calidad del producto digna del caso. La presentación de las jornadas de los callos tiene por escenario las espléndidas instalaciones del Hotel Cristina (uno de los buenos hoteles de Asturias, región en la que hay muchos más hoteles que en la muy nombrada ciudad de «Niu York», por lo que para que aquí un hotel sea bueno tiene que ser verdaderamente bueno) a finales de noviembre o comienzos de diciembre. Este ario, la fiesta de los callos de Noreña celebra su quincuagésima edición. Es el festejo gastronómico más veterano de Asturias. Comenzó gracias al esfuerzo de un grupo de amigos entusiastas y no tardó en convertirse en la gran celebración del invierno asturiano. Después vendrían la fabada en Moreda, los nabos en Sotrondio y en la Foz de Morcín, la sardina de Candás, las cebollas rellenas en El Entrego y los pimientos rellenos en Blimea.. A pesar de la veteranía de muchas de ellas, la primera fue la de los callos. Y una curiosidad: en su primera edición fue todo muy improvisado por ese grupo de amigos que por primera vez organizaba una fiesta. Disponían de callos en abundancia, pero no se por qué motivo no había vino, cerveza ni sidra y comer callos con agua es la cosa más impropia, además de triste, que pueda darse, por lo que los alegres asistentes a la fiesta tuvieron que comerlos con el apoyo de cubalibres y gin kas. Faltaba aquel día el vino, pero no faltaban el buen humor ni el genio de la improvisación.
El alcalde Movilla dirigió unas palabras a los asistentes en las que destacó las cuatro «pes» indispensables en una buena callada: los callos han de ser picantes, pegajosos (hasta el extremo que si se quiere dar un beso a una chavala no se pueda, porque no se pueden despegar los labios, según decía Luis Martínez, el estupendo gastrónomo de Grado), pequeños (ya que los callos cortados muy grandes son más bien propios de Castilla: en Asturias se cortan pequeños, aunque no hasta el extremo de que resulten indiferenciados y parezcan una sopa) y pulcros. Bueno, lo de pulcros es una «pe» un poco traída por los pelos. Los callos tienen que estar muy limpios, limpísimos. Si se quiere decir «pulcros» vale: pero insisto en que tienen que estar limpios: como los chorros del oro, que decían nuestras abuelas de los picaportes de bronce, que se limpiaban con sidol.
En materia de callos, cada maestrillo tiene su librillo, pero a pesar de las variantes, siempre mínimas, el guiso debe tener siempre el mismo aspecto, con una cierta coloración rojiza. Los mejores son los de vaca, más gelatinosos que los de ternera, y las manos y las patas hacen buena compañía por la gelatina que aportan.
María Luisa García, la gran cocinera y teórica de la cocina asturiana, recomienda algo muy importante: «Los callos, para que resulten sabrosos, no deben cocerse nunca menos de dos kilos (si se ponen en menos cantidad no resultan tan buenos». Y deben comerse también en cantidad suficiente: mejor una ración que media, habida cuenta que bastan como plato único. Por lo general, se comen solos y es como mejor están, aunque se está introduciendo de manera intermitente la costumbre gallega de guisarlos con garbanzos, que no están nada mal así. Ahora se les añaden patatas fritas: ¿para que haya más que comer? No son imprescindibles, pero si las patatas están bien fritas, en la sartén y no en la rutinaria e igualatoria freidora, son una guarnición aceptable al estar impregnadas de la salsa de los callos. Lo que desde cualquier punto de vista que se considere no casa es servir los callos con arroz.
Callos nada más o «Callos sin más», como titulé yo un lejanísimo artículo en el que refería a una vez que fuimos unos cuantos al bar Cantábrico, donde se preparaban los mejores callos de Oviedo, y aunque algunos de los comensales esperaban que la comida tuviera una conspiración en la sobremesa, nos limitamos a comer callos, que estuvieron estupendos. Los ingredientes para dos kilos son: 1 morro de ternera, 1 pata de vaca, 2 manos de cerdo, 200 gramos de jamón, 1 cucharada de pimentón, 1 vaso de vino blanco, 1 cebolla, 2 dientes de ajo, un trozo de laurel, pan molido, nuez moscada, perejil, guindilla, aceite y sal (según Magdalena Alperi). Son un plato sin trampa ni cartón: cocina tradicional de verdad, porque hay que dedicarles toda la atención y todo el tiempo que merecen. El gran inconveniente de la cocina moderna es que se trata de una cocina dedicada a gentes apresuradas: por eso se reduce a disfraces y pijaditas. Para hacer callos hay que cocerlos ingredientes por separado, cambiarles el agua, etcétera. No lleva menos de dos días hacer una buena callada. Y, claro, tienen que estar limpísimos. «Pulcros», como dice Movilla.
Aunque la capital de los callos es Noreña, Oviedo es otra de sus plazas fuertes soberanas. Víctor Alperi extrae la denominación «callos a la moda de Oviedo» de un viejo número de «El Carbayón» para diferenciarlos de las «tripas a la mode de Caén», pues se trata de un «preparado genuinamente astur aunque sea casi igual al preparado normando». Aunque los ponen de manera superior en muchísimos establecimientos, citaré dos en que los sirven de manera suprema: El Dorado, en la calle González Besada. y El Puente, a la entrada de Ciudad Naranco, donde Naomi y Javier, después de muchos años en la cocina y el comedor del bar Cantábrico conservan la receta de aquellos callos legendarios. Porque aunque, insisto, son un plato uniforme que no admite novedades, cada cocinera pone en ellos su sabiduría y su genio. Y la sabiduría de Noemi es de excelente escuela.
Otro santuario de los callos es Casa Santos, en Colloto. Los comemos allí un día de lluvia José María González del Valle y Antonio Masip. El establecimiento es agradable, decorado con fotografías y cuadros, el comedor un escalón por debajo del bar. En la carta, cosas muy ricas, la fabada y el pote por encargo. En atención a Antonio Masip, no pedimos las «manos del diputado». Pero los callos nos compensan ampliamente. Y se acaba el espacio. Mas como los callos duran todo el invierno, volveremos, como McArthur.
La Nueva España · 15 diciembre 2012