Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

La sopa, principio y a veces fin

Todos los pueblos pastoriles tienen gaita, y los de inviernos serios cocinan sopa

Para empezar bien el año, sirvámonos una buena sopa, que es como empiezan las comidas respetables, y si la sopa va seguida de cocido de garbanzos, ya se tiene el menú completo. Maravilla de las maravillas es la sopa del cocido auténtico cuando se respetan las normas: una sopa colorista, dorada, sabrosa, sobre cuyo caldo -un poco espeso- brillen chispitas amarillas como soles en miniatura. La sopa de cocido es una de las varias sopas que concede la cocina norteña cantábrica y europea, pues los asturianos no sólo somos más europeos que los catalanes (es término de comparación no mío sino de don Salvador de Madariaga) por nuestro carácter y costumbres, sino por nuestra gastronomía y sentido del humor: Ramón Pérez de Ayala observó que es muy humor de los asturianos, esto es, de los asturianos que tallen sentido del humor, porque de los no lo tienen, Dios nos libre. No obstante, José Plá, viajero por Asturias con prejuicios, o sea con ideas preconcebidas, dedujo que aquí no hay sopas, no sé con qué fundamento, porque no lo explica: seguramente esperaba sopicaldo afrancesado como los que se usan en Cataluña. Porque la sopa es como la, mucho más grata y mucho menos ruidosa. Todos los pueblos pastoriles tienen gaita y todos los pueblos de largos otoños invernales y de inviernos serios cocinan sopa. Y en lo que al cosmopolitismo gastronómico se refiere, si los marselleses tienen la bullabesa, los puertos centrales de Asturias en torno al Cabo peñas poseen la caldereta, que, según Calixto Alvargonzález, tiene su origen en la marinería de la concha de Gijón: gentes seguramente poco al día de las novedades culinarias del país vecino. En lo demás, cocina afrancesada no hubo en Asturias hasta que la «Guía Michelín» dejó caer varias estrellas por esta tierra. De la «Guía Michelin» puede decirse lo mismo que de Rousseau: tiene grande influencia en determinados ambientes pero esa influencia, como la roussoniana es nefasta cuando se acepta en bloque. Lo peor de la «Guía Michelín» y de Rousseau es que son monotemáticos, monocordes y entusiastas de todo tipo de novedades e indisciplinas. Si en la moral todo vale, en la cocina también todo vale, y no es así. Si no fuera porque muchos de nuestros contemporáneos, dada su condición de «nouveaux riches», ceden a todo tipo de supersticiones, tanto culinarias, como políticas, como culturales, de costumbres y comportamiento, no habría inconveniente en reconocer que una potente y olorosa «sopa de hígado» es, cuando menos, más nutritiva y sabrosa que una raspa de sardina rebozada pero que en la carta consta en la lengua de Molière; y lo más formidable del caso es que la raspa de sardina es mucho más cara que una perolada de sopa de hígado. No sé si los de la «nouvelle cuisine» serán buenos cocineros, porque no los frecuento: pero de lo que no cabe duda es de que tienen una labia digna del mejor vendedor de crecepelos de las ferias de antaño. Además, estos despabilados vendedores aportan algo de lo que carecían, o lo evitaban, los vendedores de crecepelo: la pedantería. Pero los «nouveaux riches», tanto los del franquismo como los de la democracia, consideran la pedantería como soberana manifestación de cultura, y la cursilería como la expresión más depurada del buen gusto.

El número de sopas es casi infinito, como las estrellas (no me refiero a las de la «Guía Michelín», sino a las del firmamento) y casi podría asegurarse que no hay pueblo, por atrasado que esté, que no conozca alguna sopa. De hecho, la sopa inventó la cocina. En alguna ocasión, a alguien se le ocurrió echar una piedra caliente en un recipiente con agua. Si al recipiente con agua se le añaden unas aves y unas hierbas, ya tenemos el caldo. En «La olla de caldo» de W.B. Yeats, un ingenioso vagabundo confecciona un puchero de caldo sirviéndose de los ingredientes que la tacaña dueña de la casa se ha negado a proporcionarle. Hoy el caldo se hace de manera rutinaria, porque es una fórmula antiquísima, casi contemporánea a los primeros tiempos de la cocina civilizada. Prácticamente todos los pueblos conocen el caldo: ese caldo que anima el estómago, calienta por dentro y conforta en la adversidad. La sopa es la evolución del caldo hacia la alta cocina y hacia la buena mesa, pues para comerla es preciso sentarse a la mesa y disponer de cuchara y plato hondo: en cambio, para el caldo basta la taza y se puede beber de pie.

El caldo, reparen en ello porque es importante, se bebe y la sopa se come. Se come porque a una buena sopa se le piden tropiezos, cuantos más mejor, aunque lo importante de ella es el caldo. De hecho, la carneo el pescado que son los ingredientes de nuestras sopas más conocidas, aportan sus sustancias al caldo, por lo que los trozos de jamón, de gambas, langostinos o merluza que flotan en el caldo tienen un valor testimonial.

Por lo general, entre nosotros, los restaurantes ofrecen dos tipos de sopas: las de carne (o «pollo». para ser más precisos, o «gallina». también llamadas «de fideos» por el otro ingrediente inevitable) y las de pescado cuya variante de lujo es la de sopa de marisco, como la de pescado con el añadido de algún marisco. Cuando después de consultar la carta el camarero, que conoce nuestra afición a la sopa, nos pregunta:

—¿De carne o pescado?

La verdad, dudamos un poco. Pueden estar igualmente buenas las dos, y si las sopas valen poco es porque el establecimiento también vale poco. En la sopa demuestra el cocinero su pericia y su profesionalidad en el aprovechamiento de los ingredientes cárnicos y marítimos. Una buena sopa realza a un establecimiento. No obstante, venimos observando, sobre todo en las localidades costeras, donde se le concede prioridad a la cocina de los pescados y mariscos, que en verano descuidan las sopas, más interesados en vender bogavantes; en algunos establecimientos con abundante producto, tanto escamoso como crustáceo, hacen sopas realmente malas, improvisadas sobre la marcha para atender a la extravagancia del cliente que en verano tiene la ocurrencia de pedir sopa. ¡Pero es que hay cada uno...!

No es el caso de la Mar del Medio de Oviedo, donde en toda época sirven la «sopa de marinero», según la hacían los antiguos marineros de Cudillero cuando salían a la mar: con pixín, langostinos, almejas, tomates y pan duro para espesarla. Más o menos, la fórmula de la marmita, sólo que la sopa de pescado es líquida y la marmita sólida. En nuestra tierra se conciben mal las sopas sólidas, aunque las hay. En La Nueva Allandesa de Pola de Mande sirven el pote con el nombre de «sopa asturiana».

También existe la excepción de la sopa que cierra la comida en lugar de abrirla en el «cocido maragato», donde la sopa quedaba para el final en previsión de que se presentaran los franceses y dispersaran a los comensales quedándose con el rancho: por lo que primero se comía lo sólido dejando para el final lo líquido. Es pues, una sopa tan derrotista como la actitud de quienes envían a sus vástagos a estudiar inglés, alemán o chino, dando por seguro que no van encontrar trabajo en España y que la lengua española es inútil e inservible en el mercado laboral.

La Nueva España · 5 enero 2013