Ignacio Gracia Noriega
Por un Senado democrático
En las elecciones de 1977 en Asturias, la izquierda imitó la idea de la candidatura a la Cámara alta acordada en Madrid y se presentaron un democristiano, Atanasio Corte Zapico; un socialista, Rafael Fernández, y un comunista, Wenceslao Roces
En puertas de las elecciones de 1977, al PSOE se le planteaban los problemas de otros partidos que también habían salido recientemente a la luz, pero de manera más pavorosa, porque, como repetía Felipe González sin cesar: «Somos una alternativa de poder», y ya se sabe que es sensato que tales alternativas se fundamenten en algo más que palabras». Pero tal «alternativa de poder» adolecía de la más absoluta insignificancia. A comienzos de 1976, pongamos durante la jornada del homenaje a Manuel Llaneza en el cementerio civil de Mieres, el PSOE no era absolutamente nada, y la mayoría de las personas que allí se congregaban pertenecía a la UGT y a otros partidos y organizaciones de izquierdas. Hasta septiembre de 1976 no llegaron los primeros carnés del PSOE a Oviedo. Eran cartulinas rojas dobladas como un librito, que llevaban estampada en la portada los viejos signos del PSOE de Pablo Iglesias: el yunque, el libro abierto y la pluma de ave, que no tardaron en ser sustituidos por el más descafeinado puño cerrado sobre la rosa roja, de procedencia socialdemócrata europea, que caracterizó el período de Felipe González. Hasta entonces, pues, no había carnés del PSOE, por mucho que le pesara al catedrático Elías Díaz, que aspiraba a ir a Madrid con un carné con fecha anterior a la muerte de Franco, porque suponía que un carné de aquella época recibido en Asturias era grande mérito revolucionario. Mas, insisto, no hubo carnés hasta septiembre de 1976. Un carné, aunque a muchos les parezca que sólo sirve para presumir de antigüedad en el partido, tiene mucha importancia en partidos que acaban de salir de la clandestinidad y que están en fase de organización. Por el carné se conoce el número de militantes (de aquélla no estaba informatizada ni la Policía) y se sabe si están al día de las cuotas. Porque el carné, en resumidas cuentas, no es otra cosa que una especie de cartilla en la que figuran los ingresos obligatorios del militante. Como es sabido, los militantes de los partidos deben pagar cuotas fijas para contribuir a los gastos generales. El pago de las cuotas consta en el carné y según la teoría sólo los que estén al día pueden considerarse militantes de pleno derecho, entre otros el de intervenir en las asambleas. Es, por tanto, el carné más que un instrumento de agitación clandestina, del que en tiempos se hablaba con miedo y a media voz cuando se sospechaba de alguien que fuera «rojo de carné», un procedimiento de control de efectivos humanos y financieros, y también de las asambleas, porque en ellas votan cuantos tienen el carné al día. Imagínense una asamblea en la que todavía no haya carnés, como algunas a las que asistí yo en el Seminario. Se vota a mano alzada. No les quepa la menor duda de que el congreso de Suresnes se efectuó así, a mano alzada, y como cada delegación no podía documentar a sus militantes, se admitía su número bajo palabra de honor. La delegación asturiana era de las más numerosas, pero ¿qué manera había de demostrar a cuántos militantes representaba? No había manera, así que Felipe González fue elegido a mano alzada, de la misma manera que Pelayo se proclamó rey alzado sobre su pavés.
En las primeras elecciones libres de 1977 ya no se votaba a mano alzada en el PSOE, sino que el problema era de otra índole: ¿a quién votar? Aquél era un problema considerable. Para la Cámara de Diputados no lo era tanto, porque se contaba con el voto a las siglas antes que a las personas, las cuales, al ir embutidas en listas bloqueadas y cerradas, no tenían mayor importancia. Por si acaso, la dirección del partido había destacado a Asturias un «peso pesado» de aquella época, Luis Gómez Llorente, que venía precedido de fama de mitinero y radical, y de intelectual por dedicarse a la enseñanza y ser autor de una historia muy elemental del PSOE, en la que se apropiaba sin disimulos de la historia del partido obrero de Morato. Le hacía falta un buen corte de pelo, vestía una chaqueta azul con botones metálicos y bastantes lamparones y a veces usaba corbata, que se quitaba cuando había de dar un mitin a los obreros y se volvía a poner al regresar a Oviedo, y continuamente colgaba de su boca una pipa curva y oscura que jamás echaba humo; yo al principio creí que se debía a que no la encendía, pero una vez que me acerqué a él lo suficiente comprobé que no estaba cargada.
Pedro Caravia, otro fumador de pipa que tampoco la encendía mucho, aunque por lo menos le echaba tabaco de vez en cuando, después de escucharle en un mitin al que le llevó Juan Luis Vigil, quedó encantado de Gómez Llorente y le proclamó gran orador, válido tanto para la tribuna del mitin como para la parlamentaria.
En realidad, Gómez Llorente era un demagogo de ademanes eclesiásticos: después del mitin, se dejaba rodear por la grey, dándose aire de estar en otra parte, como un abate que escucha felicitaciones después del sermón. Yo siempre sospeché que este hombre tenía algo que ver con cosas de Iglesia, pero me aseguraron que pertenecía a una familia laica. Por lo que supuse que le habría sucedido algo parecido a Laso, quien me confió que aspirando a ser marxista en su juventud y no disponiendo de los textos fundamentales para su formación básica, leía a refutadores del marxismo, como el P. Quilis y otros, que entonces abundaban, para intuir cómo era la doctrina atacada, siquiera fuera desde el otro lado del espejo. Yo calculo que Gómez Llorente habrá seguido parecido procedimiento para hacerse mitinero, asistiendo con mucha atención a los oficios religiosos y de manera especial a los de Semana Santa, en que los predicadores se manifestaban especialmente exuberantes y dramáticos. Todos los candidatos que fueron detrás de Gómez Llorente irían avalados por su peso oratorio.
El Senado era cuestión más delicada. Al tratarse de listas abiertas, no se trataba de echar la papeleta en el sobre, sino de marcar tres cruces junto a los nombres de los candidatos. Por ello no bastaba con que el primero fuera el «pico de oro» y los demás teloneros, sino que era conveniente que los tres candidatos al Senado fueran personas conocidas y de prestigio. Se pensó en el notario Rosales, que había adquirido cierta notoriedad porque en una espicha en Tiraña escribió con tiza el nombre del general Riego en un tonel. Radicalizado por este incidente, hizo nuevos méritos ante los socialistas, regalándoles una multicopista, a la que nos referiremos en alguna otra ocasión (hasta entonces, se funcionaba con una «vietnamita»). El segundo candidato fue don Pedro Caravia, filósofo orteguiano de quien insinuaba maliciosamente el canónigo don Cesáreo Rodríguez Loredo: «Un catedrático de Filosofía que no es de Universidad y que sigue la "cara vía" de Ortega» y liberal confeso y profeso, a quien patrocinaba Juan Luis Vigil: a estas alturas no me explico yo qué podría hacer un liberal de vieja estirpe en una candidatura socialista, pero por aquel entonces el antifranquismo mezclaba y confundía demasiadas cosas. Contra lo que pudiera suceder en épocas de mayor reflexión, los liberales no tenían inconveniente en considerarse próximos al socialismo. Yo mismo entré en el PSOE porque me parecía la más abierta de las organizaciones de izquierda, mientras los partidos más o menos conservadores que se estaban formando tenían aspectos poco atractivos en el mejor de los casos, cuando no eran burdas intenciones de lavar el rostro del colaboracionismo. Así que Pedro Caravia, el gran liberal de Oviedo, estuvo a punto de figurar en una candidatura socialista: ironía que no hubiera dejado de hacerle gracia a ironista tan destacado, si hubiera reparado en ella. El tercer candidato era Rafael Fernández, político avezado que acababa de regresar del exilio de México.
Pero, a lo que parece, a pesar de haberse reunido tres insignes en una candidatura, y que don Pedro Caravia era muy respetado tanto en el aspecto intelectual como en el personal, y Rafael Fernández, antiguo consejero del Gobierno de Asturias y León, pertenecía ya a la historia del PSOE, y un notario viste mucho, la dirección del partido prefirió asegurar los resultados, por lo que se desechó la candidatura inicial, en la que don Pedro figuraba como «independiente», subterfugio del que en Asturias era principal exponente el catedrático Julio González Campos, quien no obstante su independencia, era el único que cerraba el puño en los mítines del PC. Para evitar sorpresas y desengaños, en Asturias se imitó la candidatura presentada en Madrid, en la que concurrían, «por un Senado democrático», un democristiano, un socialista y un liberal: representantes de las tres fuerzas políticas que habían hecho posible la «nueva Europa» del Mercado Común. En esta candidatura estaba claro que Rafael Fernández iría en representación de los socialistas, y Atanasio Corte Zapico, de Izquierda Democrática, la formación democristiana liderada por Ruiz Giménez. Pero el problema se presentó al no haber en Asturias liberales lo suficientemente representativos como para que pudieran aportar no ya candidato, ni siquiera siglas. Por lo que se entró en conversaciones con los comunistas para que ocuparan el puesto (parece sarcástico) que en circunstancias normales hubieran debido ocupar los liberales. El PSOE, que llevaba la voz cantante, rechazaba uno a uno a los candidatos comunistas, incluido el «histórico» José Ramón Herrero Merediz, que sólo alcanzó la poltrona senatorial después de abandonar el PC en Perlora y entrar en el PSOE por el restaurante Niza (no sé si lo reconocerá, fui yo quien le presentó allí a Purificación Tomás). Finalmente, desempolvaron a Wenceslao Roces, que estaba exiliado en México, vino, no le gustó el ambiente y se fue. Y por la banda democristiana también hubo problemas: Corte Zapico fue desautorizado por Ruiz Giménez, porque no se admitían pactos en los que intervinieran los comunistas.
La Nueva España · 2 julio 2007