Ignacio Gracia Noriega
Los cineclubes (I)
A comienzos de los años sesenta empezaron a funcionar en el ámbito universitario. El cine español estaba totalmente desprestigiado, con la excepción del gran Berlanga y Juan Antonio Bardem. Nadie había oído hablar de Luis Buñuel
Hoy por hoy, la gente de la farándula se ha situado a la cabeza de la progresería (que era como Unamuno denominaba a los «progres» de su época, no menos risibles que los de ésta: «progreseros»; y en el siglo XVIII, eran los «preciosos ridículos», y también las «preciosas», como bien había diagnosticado Molière en el siglo anterior). Pero cuando menos, los «progres» de ahora son agradecidos y no muerden la mano que les da de comer en forma de sustanciosas y alocadas subvenciones. De manera que si el actual Gobierno suelta la bolsa, agradecido a su vez por la actitud decidida de los de la farándula contra la guerra de Irak (eso sí, sin acercarse a las líneas de fuego), los actores y actrices les corresponden con creces, y así el gran líder de la farándula, el ínclito Javier Bardem, ha vuelto a pedir la cárcel para Aznar, de manera que ya sólo le falta volver a escandalizarse por los vertidos de chapapote sobre las costas gallegas, y sin que Afganistán le diga nada o las costas de Ibiza y los bosques de Guadalajara, con su siniestro tributo de muertos, lo mismo que las tropas destacadas en la quebrada geografía afgana parezcan importarle lo más mínimo. ¿Por qué ese rencor contra Aznar a los tres años y medio de haber perdido las elecciones? La «progresía» está más enfadada con Aznar que con Franco, que ya es decir, y no le tienen en cuenta para disculparle que se haya dejado el pelo largo y ande por ahí largando más de lo que debe. El «internacional» Bardem paga su cuota de «progre» cargando contra Aznar, al tiempo que procura hacer carrerilla en la sede del odiado impero, en parte porque cayó de una vez el muro de Berlín, gracias a lo cual, él, la Penélope, el Almodóvar y otros recorren los Estados Unidos a sus anchas, cosa que tal vez no les hubieran permitido cuando el comunismo representaba una amenaza real para el mundo libre. Están, pues, de enhorabuena por el fracaso socialista. Bien es cierto que Bardem procura estar al día, y entre la fidelidad a Castro y el enaltecimiento de la homosexualidad en una película cuyo director usaba faldas, optó por esto último, porque acercarse a los «gays», como ellos se llaman, resulta más fino y es a la larga más rentable que admitir y callar las represiones del viejo dictador carcamal.
Durmamos tranquilos: los «progres» como Bardem (a quienes les gusta mucho que les llamen «intelectuales», y bajo ese apelativo firman toda protesta que haga falta firmar) continúan alertas, cargando contra Aznar, contra Bush y contra cualquier otro a quien se le haya impuesto el sambenito de reaccionario. Porque en realidad, los actores españoles fueron siempre «progres», aunque hace años lo disimulaban, interpretando papeles de curas castrenses (Adolfo Marsillach en «El frente infinito»), curas perseguidos por el comunismo depredador (Francisco Rabal en «El canto del gallo»), inspectores de Policía, alféreces provisionales y hasta toreros. Toda una galería entre la que destaca Rabal en «Murió hace quince años», película basada en la novela homónima de José Antonio Giménez Arnau. En esta película, a Stalin, en una de esas noches de insomnio vigilante cantadas por Pablo Neruda, se le ocurre que el delegado de sindicatos de Soria es un poderoso e infranqueable valladar contra la expansión del comunismo y el triunfo del proletariado, por lo que envía a Francisco Rabal, «niño de la guerra» reeducado en Rusia e hijo sin que él lo sepa del paladín anticomunista soriano, a que mate a su padre. Ya en Soria, Rabal se enamora de su hermana. Así, como lo cuento. Y al final, al darse cuenta de quién es su padre y de los muchos errores del marxismo-leninismo, se niega a ejecutar su misión, por lo que es ejecutado él mismo por dos miembros del comité central que se habían desplazado a Soria para vigilarle y que se movían por la España de Franco como Pedro por su casa.
Se me dirá que esos actores (los Marsillach, Fernán-Gómez, etcétera, etcétera), o hacían esas películas o no trabajaban, y a lo peor no tenían tan claro lo de ir a Hollywood, como el Bardem y la Penélope. En cualquier caso, a pesar de tan doloroso sacrificio, fueron unos incomprendidos, porque a comienzos de los años sesenta, que fue cuando empezaron a funcionar los cineclubes en el ámbito universitario y alrededores, el cine español estaba totalmente desprestigiado, con la excepción del gran Berlanga y de Juan Antonio Bardem, no sé si abuelo o tío de la estrella internacional. A aquellas alturas, nadie había oído hablar de Luis Buñuel. Se lo juro. Cuando se proyectó «Los olvidados», en una de las inolvidables sesiones matinales del Real Cinema, un periodista local estampó en un periódico ya desaparecido que se trataba de la meritoria obra de un joven director mexicano que prometía.
Se dice y se repite que la izquierda fetén, más tarde «gauche divine», sufría mucho en las sesiones de los cineclubes. ¿Por qué sufría la izquierda exquisita?, ¿porque los obreros vivían mucho peor que los burgueses como ellos, o porque no se veía muy claro que fuera a imponerse la dictadura del proletariado, o porque las películas soviéticas, checas, polacas, húngaras y demás familia que nos llegaban como la gran novedad en blanco y negro, con planificación pesada, interpretaciones plúmbeas y ausencia completa de sentido del humor, eran aburridísimas? Mucho nos aburrimos en los cineclubes, y lo peor del caso era que había que salir diciendo que la película nos había gustado. Pero como éramos jóvenes y estábamos fascinados por el cine, aguantábamos lo que nos echaran y no nos dormíamos durante las proyecciones, lo que hubiera sido suficiente para invalidar cualquier proyecto de «intelectual marxista».
Naturalmente, en los primeros años sesenta todavía no llegaban películas de los países del Este de Europa. Las programaciones de los cineclubes eran bastante convencionales, dentro de lo que entonces se entendía por «cine de calidad»: «Se interpone un hombre», de Carol Reed; «El camino de la esperanza», de Pietro Germi; «No hay paz bajo los olivos», de Giuseppe de Sanctis; un ciclo de «Indio» Fernández, etcétera. Las proyecciones solían hacerse en la Caja de Ahorros, entrando por la Escandalera. El cineclub universitario funcionaba de manera rutinaria, en manos de los afines al SEU, que se preocupaban de organizar bailes en los desvencijados locales de la calle Uría más que de otra cosa, hasta que, habiendo cambiado mucho las cosas, se encargó de dirigirlo Luis Ángel Díaz, un verdadero aficionado. Otras proyecciones se hacían en los locales de Educación y Descanso, en el palacio de Valdecarzana. La Escuela de Minas tenía cineclub propio, muy bien dotado económicamente, pero apenas mantenía relaciones con el universitario: cuestión de clase social. El cineclub, en la calle Santa Susana, presidido por Sánchez Ocaña, con la ayuda de Quadrado, que tenía un acreditado comercio de material fotográfico. Las actividades eran más bien fotográficas y excursionistas, aunque también se programaban ciclos como el de Shakespeare en el cine, en el que se proyectaron «Macbeth», de Orson Welles, y «Julio César», de J. L. Mankiewicz, presentada por Paco Mori. Posteriormente hicieron su aparición los cineclubes de la Alianza Francesa y del Ateneo. Los domingos por la mañana se hacían proyecciones de películas «de calidad» en el Real Cinema, patrocinadas y animadas por Enrique García. Y lentamente, muy lentamente, los cines de estreno empezaron a proyectar de cuando en cuando películas dignas de cineclub, como «El séptimo sello», de Bergman; «El eclipse», de Antonioni, y «El año pasado en Marienbad», de Resnais, que causó verdadera conmoción en la ciudad. También se proyectaron en circuitos comerciales un «Don Quijote» y un «Hamlet» soviéticos, que la «progresía», todavía incipiente y bastante indefinida, fue a ver con admiración por ser películas soviéticas y con fervor, porque se esperaba que ofrecieran una interpretación materialista de la historia. Pero no pasaron de ser películas muy pesadas. Algo parecido sucedió con la primera transmisión por TV de un partido de fútbol entre las selecciones española y rusa. Todos esperábamos que en los preliminares del partido se interpretara la Internacional, pero en su lugar escuchamos un himno de música suave, incluso melancólica. La decepción fue de cuidado: casi tan grande como la de aquellos dos que fueron a ver películas «de destape» a Perpignan y por confusión vieron «Mary Poppins». Y como a mí nunca me interesó el fútbol, no recuerdo si la selección rusa ganó a la española, o si perdió, o si empataron.
La Nueva España · 14 enero 2008