Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Las Juventudes Socialistas

Álvaro Cuesta no colaboró en la preparación de una manifestación de la FETE ni en el mitin de Felipe González en Gijón

La madrugada del 11 de enero pasado, después de que un grupo de amigos se hubieran marchado a sus casas tras cenar en la mía para celebrar el primer año de estancia en Sevares, se me ocurrió poner la televisión y, casualmente, conecté la TPA o TeleTini y, dado que lo que había en las demás cadenas era absolutamente infumable, me quedé viendo a una señora rubia que caminaba con envaramiento de autómata por las calles de Vegadeo. Después salió mi querido amigo Álvaro Cuesta, cada día que pasa con más aspecto de Miguel Bosé.

Escuchar a don Álvaro es como hidromiel para los oídos: siempre se aprende algo, siempre se escucha algo memorable, y en ocasiones hasta me proporciona asunto para algún artículo. Pero antes de solazarnos en la suave elocuencia y en el pasado de duro luchador de don Álvaro evocado por él mismo, vamos a hacer un excurso sobre la televisión en general y sobre la televisión de Areces en particular.

Nunca alcanzó la televisión española, tanto la pública como la privada, tales cotas de bajeza, de zafiedad y de mal gusto. No hay manera de encender el aparato sin que aparezcan una pandilla de atorrantes y vividores que nomadean de cadena en cadena, o programas insulsos con su cota de presentadores homosexuales, tan inevitables como los actores argentinos en las películas de hace treinta años. Las gentes van a la televisión como si fueran a la playa, de manga corta, sin afeitar, despeinados, y cuando se trata de «intelectuales» o personajes por el estilo, ya es inevitable el uniforme: camisa abierta, sin corbata, y americana; y esa barba como de tres días que debe llevar más tiempo que afeitarse o dejarse la barba de una vez. En fin, ¿para qué seguir?

Yo sólo veo la televisión después de comer para echar la siesta y antes si ponían alguna película. Pero desde que desapareció el programa de Garci, desapareció el cine de la televisión. Ahora sólo ponen películas de explosiones o de cama, o de señoras divorciadas que tienen un hijo con leucemia. O sea, que sólo sexo, acción y divorcio.

En las películas de acción, un repetido actor con aspecto de hombre de Neanderthal salta, gruñe, destruye y mata, y un helicóptero estalla en pleno vuelo, varios automóviles se persiguen salvajemente por las calles de la ciudad en hora punta, los malos disparan incansablemente sus metralletas sin acertar un solo tiro y el neanderthal, con una pistolita de anda, mata a medio centenar de «malos» y cuando se le acaba la munición, tira la pistola y se lía a patadas con los supervivientes.

Pero al malo malísimo no hay manera de matarle ni a tiros ni con explosiones: tiene que derrumbarse una montaña o producirse un terremoto para acabar con él. Antes se produce otra explosión que está a punto de acabar con el bueno y la tía buena, pero éstos son más rápidos y se libran de la onda expansiva y del fuego dando un salto.

No sé cómo tienen tanta «jeta» los guionistas de Hollywood para ponerse en huelga cuando no son capaces de escribir otra cosa que las infinitas películas cuyo único guión acabo de esbozar. Tampoco entiendo cómo el ahora «Gobierno de España», después de que su Presidente hubiera afirmado que «no hay más patria que la libertad», tenga tanta «jeta» como para pasarse los días predicando la paz, la concordia, la solidaridad, las excelencias del conejo y el uso del preservativo y sus dos televisiones oficiales y las otras tres autonómicas no hagan otra cosa durante las Navidades que programar películas de Schwaggenagger (o como se escriba), Van Damme y Stallone, tres cromagnones del cine más furiosamente fascista hecho jamás.

Entre los vividores necrófagos por una parte y los cromagnones por otra, la TPA supone una esperanza. Es la única cadena en la que ponen películas del Oeste, aunque no se respeten los horarios y aunque tal o cual programa esté anunciado a determinada hora, para empezar unos minutos antes o media hora después: depende del programa anterior.

Los documentales sobre Asturias son bonitos, aunque sazonados con música irlandesa, en reconocimiento de una comunidad céltica. Buena parte son documentales sobre un mundo ido que se presenta como si siguiera vivo y esa nostalgia del urbanícola por un mundo agrario ideal, ancestral y primordial que nunca existió, es peligrosísima, porque acaba encendiendo sentimientos nacionalistas tan radicales como delirantes. Los «gudaris» etarras que viven en barriadas de cemento y polvo sienten la nostalgia del árbol del ancestro y de la sombra del campanario por encima de una mezquina retórica marxistoide de movimiento de liberación tercermundista.

En fin, la TPA nos permite escuchar a don Álvaro Cuesta (cada día más joven y elocuente, como un Dorian Gray de pueblo ataviado a la manera de Miguel Bosé) a altas horas de la madrugada, para que podamos conciliar el sueño en paz. Regresamos al principio. La señora que caminaba como un autómata por las calles de Vegadeo se llama Servanda y es la alcaldesa de Vegadeo propiamente dicha. De manera que es natural que camine por Vegadeo, y que lo haga con rigidez se debe a que la estaban filmando las cámaras de televisión.

Doña Servanda tiene aspecto de buena persona: bien es verdad que dijo algunas imprecisiones y repitió varios tópicos, como que hay que conseguir la igualdad de la mujer. ¿Es que no se ha conseguido ya? Pues no sé a qué espera Zapatero, que tan reiteradamente se proclama «progre» rojo, feminista y fedayín. También nos insinuó doña Servanda, que es notablemente más joven que yo e incluso que el propio don Álvaro, según él mismo ha reconocido, que luchó duramente contra la dictadura, terrible dictadura en la que por asistir a una asamblea o participar en una manifestación metían a los transgresores en la cárcel. No sé a qué dictadura se estará refiriendo, porque en sus tiempos, ya hasta Franco había muerto. En lo que a las represalias se refiere, unos cuantos y yo mismo no pudimos hacer las milicias universitarias por participar en una manifestación. Pero esto sucedió por lo menos diez años antes de que los socialistas empezaron a asomar la cabeza en el horizonte de la oposición a la dictadura.

Don Álvaro, en su condición de político avezado y marchoso, era el encargado de hacer el elogio de doña Servanda y de las Juventudes Socialistas de aquella época, de las que él era el secretario político. Nos habló de la enorme actividad de las Juventudes Socialistas en la Universidad de Oviedo, del poderoso y coherente grupo que constituían y de que él era el encargado de conseguir nuevos y numerosos adeptos en el claustro universitario, a la sombra de la estatua del inquisidor y fundador Valdés Salas, sentado en una sillón frailuno, una de cuyas patas conserva las huellas de un balazo recibido durante los «heroicos» sucesos de 1934.

De haber sido así, pocos resultados se obtuvieron de trabajo tan arduo, porque en septiembre de 1976 las Juventudes Socialistas de Oviedo se reducían a cinco miembros, incluidos el propio don Álvaro (a quien entonces, naturalmente, no se le trataba de «don») y un «adherente» en funciones de Judas. De tan reducido grupo, don Álvaro se ocupó de expulsar a tres, empleando una maniobra vil. En el resto de la región tampoco abundaban los jóvenes. Estaban Magali y Fran Varela, que eran de Laviana, y Tino, de Avilés, Arturo Pérez Collera y Carlos Zapico también debían de ser de Juventudes. Y había un tipo alto, con gafas y barba cerrada, que quería meter en las Juventudes hasta al lucero del alba.

El secretario general de las Juventudes se llamaba Pino, y una vez que vino a Oviedo, Álvaro Cuesta se convirtió en su sombra: no le dejó un momento, como si fuera su lazarillo o su perrillo faldero. También Suso Sanjurjo debía ser de las Juventudes por la edad, aunque ya ocupaba cargos de responsabilidad en el partido.

De las Juventudes de Oviedo de aquella época, había una pareja de calidad: Luis Posada y su novia. Los demás, ¡en fin! Se escaqueaban siempre que podían, no pagaban las cuotas y todo les parecía mal, como si fueran «señoritos de la intelectualidad». Digamos tan sólo sus nombres de pila: Jaime, Juanjo y Carlos. También zascandileaba en torno a ellos un joven poeta «adherente», que por cierto, jamás escribió un verso ni pegó palo al agua, ni de joven ni de viejo. La gota que colmó el vaso fue su negativa a colaborar en la preparación de una manifestación organizada por FETE y del mitin de Felipe González en el Palacio de los Deportes de Gijón: dos acciones en las que tampoco participó don Álvaro, porque se había marchado de vacaciones a Navia, con la caja y la lista de los catorce militantes del partido escrita en una papel amarillo.

Por este motivo, y porque don Álvaro denunció que pertenecían a la LCR, Jaime, Juanjo y Carlos, fueron expulsados de las JJSS en septiembre de 1976, y para que el acto resultara completo, don Álvaro se permitió manipular el libro de actas. Se veía que ya entonces estaba dispuesto a todo a cambio de convertirse en político profesional. En cualquier caso, denunciar públicamente que alguien pertenecía a la liga era una bajeza, porque por ser socialista ya no pasaba nada, más la Policía todavía recelaba mucho de la extrema izquierda.

Por fortuna, doña Servanda todavía no pertenecía a las JJSS. Digo, por fortuna para ella.

La Nueva España · 28 enero 2008