Ignacio Gracia Noriega
Los monseñores
En los primeros sesenta, lo único que podía considerarse oposición al régimen eran organizaciones católicas. Comunistas y cristianos disidentes conectaron sin dificultad. El PSOE continuaba fiel a un anticlericalismo divertido, pero rancio
Pepiño el Católico (como le llama Neira), que desde luego no es una lumbrera, pero que a demagogo no hay quien le gane, salvo su jefe de filas, acaba de soltar una «perla cultivada» que, como se dice en Asturias, «si es más gorda no cabe en el "prau"». Refiriéndose a la legítima, y por primera vez en muchos años valerosa reacción de la Iglesia católica a cuatro años de ataques y humillaciones, el mencionado vocero ha declarado que «si Franco no nos hizo callar, no nos harán callar los obispos». Y se quedó tan pancho, sin que se le moviera un pelo; de lo que deducimos que el aparentemente pintoresco Pepiño es un maestro del «agitprop» que da sopas con honda a Lunacharsky y al doctor Goebbels, o no sabe lo que dice, o no está bien de la cabeza o lo ignora todo sobre la historia reciente del partido al que sirve con tanta eficacia. Porque si alguien calló en España durante los casi cuarenta años de franquismo fue el PSOE. Y cuando hablaban fuera de España, era para enfrentarse entre ellos: Prieto con Negrín, y posteriormente Rodolfo Llopis contra casi todo el mundo. Hasta 1976, el PSOE no reapareció en la vida política española, después de haber pasado «cuarenta años de vacaciones», como decía Ramón Tamames, y en ese año, no sé si Pepiño lo sabe, ya llevaba Franco varios meses muerto.
En la desmesurada reacción del PSOE contra la recomendación de los obispos (que no hacen otra cosa que ejercer su magisterio, como es su obligación, indicando el sentido del voto, como les corresponde en una situación política con libertad de expresión garantizada por la Constitución y en vísperas electorales, señalando la inconveniencia de votar a un partido complaciente con el terrorismo, defensor del aborto y de peculiaridades sexuales que la Iglesia jamás ha aprobado ni prueba aprobar y cuya tendencia ideológica no se limita a un laicismo neutro, sino que es de entraña anticristiana), se atisban, además del deseo de fijar la atención de la «progresía» en los monseñores para que no se ocupen de la desazonadora situación económica, cuestiones más profundas: el ancestral enfrentamiento entre la Iglesia y la izquierda. Según don Pedro Sainz Rodríguez, que era un águila en muchísimas cosas y que conocía muy bien la historia de su país, la izquierda española siempre se redujo, en el aspecto ideológico, a república (como una aspiración más bien utópica, en la que una especie de catedrático de Universidad con barba y chaqué sustituyera al Rey) y anticlericalismo. La importación del socialismo otorgó un contenido social a aquellas vaguedades. Pero el socialismo se contaminó más de anticlericalismo que los anticlericales burgueses de socialismo, por lo que no deja de ser tan significativo que los primeros episodios de cualquier convulsión revolucionaria sean la quema de iglesias y conventos y el asesinato de curas y monjas como la completa ausencia, salvo mezquinas muestras, de pensamiento marxista. El marxismo «a la española» no existe, y sus escasos sucedáneos están torpemente expresados. Zapatero, que a juzgar por lo que dicen los «intelectuales afines» es el gobernante más «progre» que jamás hubo en España (en lo que estoy de acuerdo), en realidad es un krausista de oídas que está decidido a aplicar el programa del partido radical francés de hace exactamente un siglo. Ya sólo le falta que se constituyan peñas de ateos que coman públicamente carne el día de Viernes Santo.
Si esto es «progresismo», baje Dios (¡perdón por nombrarlo!) y lo vea. Todo lo más será «progreserismo», como decía Unamuno, aplaudido por «la crema de la inteleztualidá», que decía Agustín Lara (Almodóvar, Ana Manuel y Víctor Belén, Serrat, Joaquín Sabina y gente así: todos ellos profundos estudiosos de Hegel). Los autodenominados «intelectuales de izquierda» en realidad se apuntan a estar al lado del poder, sabiendo que serán generosamente recompensados, y si se diera la desgraciada circunstancia de que ganara la «derechona», continuarían en «la pomada», porque lo que más teme la «derechona» es que esa gente tan «demócrata» la llame «franquista». De acuerdo con este sistema de vasallaje y recompensas, ¿cuánto le está costando al «Gobierno de España» la promoción de Penélope Cruz y Javier Bardem, el líder de los actores «concienciados» y «comprometidos», en la abominable Norteamérica de George Bush? Ese reaccionario país en el que no se le permitió a Victoria Vera que enseñara el traste, pero donde todo el mundo puede tener armas (¡haz el amor y no la guerra, muchacho!), algún atractivo tendrá, no obstante, porque todos se vuelven locos por ir a él a triunfar, entre otras cosas porque saben que el «Goya» es una imitación de «quiero y no puedo» del «Oscar», y donde esté lo auténtico, aunque sea norteamericano, que se quite la imitación, aunque sea de subido tono «progresero». Pues como escribió Tamarón, todos sabemos que Terencio Moix era más demócrata que don Francisco de Quevedo, pero nadie, ni el demócrata más exaltado, duda de que Quevedo es mucho mejor escritor.
Durante el tramo final del «régimen anterior», un sector considerable del clero se separó de manera ostentosa y en ocasiones ruidosa del franquismo, quién sabe si para disimular a los obispos con el brazo en alto saludando a la romana, algunos con evidente desgana, es cierto, pero levantándolo y con representación en las Cortes (lo que convertía a aquellas Cortes, con los obispos por un lado y los representantes saharauis por otro, en algo perfectamente inútil, pero pintoresco y colorista). Recuerdo de cuando estaba yo en el Colegio de los Dominicos de Oviedo la presencia de un padre vasco llamado Ibarzábal, que ni daba clase ni confesaba, pero a quien, ya de aquélla, Antonio Masip y Miguel Rodríguez Muñoz acudían en misteriosos conciliábulos. Ibarzábal, que siempre me dio la sensación de ser un hombre antipático, era un clérigo vasco separatista, que había sido trasladado al convento de Oviedo a modo de suave destierro. Con el tiempo, Ibarzábal quedó un poco frustrado al descubrir que los «chicos» de chistu y boina de los aledaños del PNV tomaban un camino radical, más por la terminología marxistoide que por el incipiente uso de la pólvora.
Mientras los socialistas callaban, algunos curas e incluso algunos obispos levantaban la voz y daban la cara. Uno de los más caracterizados fue monseñor Enrique y Tarancón en su etapa de arzobispo de Oviedo, previa a la presidencia de la Conferencia Episcopal. Cuando Tarancón amenazó con excomulgar a todo bicho viviente del franquismo, desde el general Franco para abajo, sin duda los entonces inexistentes cofrades de Pepiño no consideraron que un obispo estaba hablando de más. Pero, por desgracia, cuando los «ultras» gritaban alucinados «Tarancón, al paredón», es sabido que tampoco estaban allí Pepiño ni sus amigos para defenderle.
En los primeros años sesenta, lo único que remotamente podía considerarse como palidísima y deslavazada oposición al régimen eran organizaciones católicas del tipo de la JEC, al menos hasta que los comunistas, muy minoritarios pero con energía, empezaron a dar señales de vida. Bien es cierto que por entonces don Álvaro Cuesta todavía andaba en calzón corto y todavía pasarían más de diez años antes de que convirtiera a la Facultad de Derecho en «feudo» de las Juventudes Socialistas, con cuatro militantes, de los que expulsó a tres. Mas hablemos de cosas serias. Durante esta época, los comunistas fueron los únicos que se movieron, tanto en la Universidad como en cualquier otro ámbito de la sociedad capaz de movilizarse, y por ese motivo cualquiera que pretendiera oponerse al franquismo había de acercarse a su órbita. No había otra manera de actuar. Los socialistas, como es sabido, no aparecían, y la presumible oposición «conservadora» (por denominar de algún modo a la derecha disidente del régimen) no merecía ninguna confianza, aparte que era inaccesible y ellos mismos se encasquetaban en sí mismos, prudentes, temerosos y suspicaces. En otro artículo me referiré a los temores del notario Linares cuando Luis Vega Escandón le proclamaba en broma, en las sesiones de la directiva del Ateneo de Oviedo, «hombre de don Juan en Asturias».
Los comunistas y los cristianos disidentes conectaron sin demasiada dificultad. Se inventaron el cuento de que Cristo había sido el primer socialista y los comunistas tuvieron la inteligencia de renunciar a la palabrería anticlerical. Por entonces, no había editorial «progre» que se preciara que no llenara su catálogo de libros sobre urbanismo y sobre diálogo entre marxistas y cristianos. En cambio, el PSOE, viviendo en el siglo XIX roquero, continuaba fiel a los viejos modos de suscriptores del «Frailazo». En una ceremonia en la Catedral, poco después del robo de las Cruces, el canónigo magistral, Emilio Olávarri, se alegró muchísimo al verme, suponiendo que yo estaba allí en representación del PSOE. Al sacarle de su error, comentó:
–¡Ya me extrañaba que los socialistas vinieran a la iglesia!
Así eran: anticlericales de fonda de pueblo. Me parece que el último anticlerical a la antigua que conocí fue Juan Luis Vigil. Un anticlericalismo divertido en ocasiones, pero en general rancio.
La Nueva España · 18 febrero 2008