Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El 1 de mayo de 1976

El Día del Trabajo era la jornada anual de desasosiego del franquismo

El 1 de mayo era la bestia negra del franquismo, su desasosiego anual. No digo que se tratara de un «tour de force» de la oposición, porque tenía poca fuerza. Pero como cualquier dictadura que se precie, el régimen anterior no se consolaba con que se manifestaran pocos ese día, sino que hacía cuanto le era posible para que no se manifestara nadie: y no lo conseguía. En el tramo final del régimen, no es que éste bajara la guardia, sino que había perdido fuerzas y, como por lo demás era muy evidente que daba síntomas de faltarle el resuello, algunas vanguardias del «pueblo soberano» empezaban a subírsele a las barbas. Y como con las medidas policiales no bastaba, el servicio de «agitación y propaganda» del franquismo (más lento, acaso más anticuado que el del socialismo, pero no menos efectivo, porque para que sea efectiva la propaganda basta con tener los ases en la mano y todo el aparato del Estado a disposición) reparó en una arma infinitamente más poderosa que las porras de los «grises»: los aparatos de televisión, que ya empezaban a encenderse en la mayoría de los hogares y en los bares, tabernas, cafeterías y demás establecimientos públicos, eran tan indispensables como los campanarios en las iglesias. Con tantos televisores a disposición, ¿cómo cabía la posibilidad de que se revolviera el pueblo? De manera que los 1 de mayo se empezaron a convertir en auténticas apoteosis futbolísticas, puntualmente transmitidas por la televisión. Sin excluir, claro es, a otros deportes. El 30 de abril de 1974, con el Gobierno muy sensibilizado por los sucesos revolucionarios de Portugal, vimos un combate de boxeo por TV en el que Toni Ortiz impuso el triunfo de la «furia española» (a la que el locutor comentarista se refirió constantemente).

El régimen intentó combatir los 1 de mayo por todos los medios posibles y apurando todas las posibilidades que le deparaba la imaginación de sus funcionarios especializados y expertos. Primero acudieron a la vía mística, oponiendo la festividad de San José Obrero al 1 de mayo de los rojos, masónico y ateo. Más no pareció dar resultado. Las magnas demostraciones sindicales, espeluznante conjunción de coros y danzas y tablas de gimnasia a cargo de aficionados, tampoco. El fútbol, al cabo, acudió en auxilio del régimen, aunque al régimen no lo ponían en peligro las manifestaciones del 1 de mayo, sino que se caía por sí mismo, de puro decrépito. La plana mayor del rojerío, con Areces y demás a la cabeza, bramaban contra el fútbol no sólo porque en general sentían desprecio hacia cualquier tipo de deporte, sino porque lo consideraban de idéntica manera que Lenin a la religión: como el opio del pueblo. Por eso no deja de resultar chistoso cuando Areces asiste a los partidos desde tribuna y hace como que salta y se entusiasma cuando el Sporting marca un gol o pone cara de suma desolación cuando se lo marcan: un chiste que resulta un sarcasmo.

El 1 de mayo de 1975 fue el último del franquismo, o si se quiere, el último que se celebró en clandestinidad. El 29 de abril ya estaban las calles de Oviedo llenas de pasquines y anuncios del 1 de mayo, mientras el Gobierno preparaba «magnos acontecimientos deportivos» y parecía dispuesto a reprimir con mano dura las «alteraciones del orden público», según la terminología de entonces. El ambiente estaba un poco más crispado que el año anterior, en el que en tal día vi en el bar de Facio, en Rubín, a varios policías armadas bebiendo vasos de leche, y con el «jeep» a la puerta y con las llaves puestas: cualquiera que hubiera pasado por allí podía habérselo robado.

El día 30 de abril se produjeron varias manifestaciones en el centro de Oviedo por el sistema del «salto», que luego se impondría durante los meses que siguieron. Un grupo de ciudadanos, preferentemente con barbas y con «trenkas» y bufandas, marchaban más o menos juntos y de pronto uno de ellos abría la «trenka», desplegaba una bandera roja, se daban los gritos de rigor y todos salían pitando, sin dar a la Policía posibilidad de intervenir. Aquel día, la Policía actuó con cascos y porras, como si fuera a librar una batalla de mayor mérito. Por la tarde, la televisión sustituyó a la Policía desarrollando una actividad frenética, ya que transmitió un partido de fútbol, una corrida de toros, un combate de boxeo y la Vuelta Ciclista a España. En cuanto a la represión previa al acontecimiento, la prensa del día anterior anunció la detención de varios alumnos de la Universidad y de un profesor no numerario. Este profesor de la Facultad de Filosofía y Letras resultó ser José Antonio López Brugos, uno de los luchadores más activos contra el régimen desde su época de estudiante. Habíamos hecho el servicio militar juntos con la prórroga negada por ser considerados desafectos al régimen, y una de sus aspiraciones era organizar un «plante» en el campamento del Ferral. Como para «plantes» estaba la milicia el año 68, de mítico recuerdo.

Aquel 1 de mayo no hubiera pasado de ser uno más como los de otros años, pero a los pocos días las cosas se pusieron verdaderamente serias, pues a raíz del asesinato de dos guardias civiles y de un policía se decretó el Estado de excepción en las provincias Vascongadas. Toda la oposición al régimen aprobaba aquellos asesinatos, quien más, quien menos. Es doloroso reconocerlo, pero fue así. Y de admitir el asesinato como práctica política se afirmó la fuerza de ETA, que al cabo de más de treinta años de aquellos tristes sucesos continúa manteniendo un cierto prestigio sentimental incluso entre miembros de la izquierda que se autotitula moderada.

El 1 de mayo de 1976 Franco ya había muerto, pero sólo en este punto habían cambiado las cosas. También en que hubo más manifestaciones previas que en años anteriores. El 29 de abril había convocada una a las ocho de la tarde. Era una manifestación diseminada, de acuerdo con el sistema de los «saltos», que nunca llegaba a ser verdaderamente manifestación hasta que no se producía el «salto».

Yo me reuní con Vigil y Jesús Zapico en el Café de Alfonso y en la calle Posada Herrera se nos unió Luzdivina García Arias. Después encontramos a Turiel, Ramón Carrera, Nebot y otros miembros de la Platajunta, y entramos a tomar una copa en el Pelayín, adonde llegó Antonio Masip para anunciar que se iba a dar un «salto» en la estación del Norte. Naturalmente, quedamos tomando la copa y Masip se quedó con nosotros. Se hacía notar que había poca policía armada en relación con otras manifestaciones, seguramente debido a que habrían tenido que distribuir sus efectivos por el resto de la provincia. No obstante, los vimos cargar con muchas ganas en la calle Melquíades Álvarez, y luego supimos que habían entrado en los bares El Manantial y Artabe, de la calle de San Bernabé, en los que se habían refugiado algunos estudiantes. Como quienes dan un paseo, nos acercamos a la estación del Norte, donde ya no había nada, y al regresar por la calle Uría nos cruzamos con policías armados y con algunos Guerrilleros de Cristo Rey, que pisaban como si se dispusieran a romper el asfalto con las botas. Alguien nos dijo que se había producido otro «salto» en la plaza de Primo de Rivera, frente a los Alsas, y más tarde nos enteramos de que Chusa, la mujer de Pravia, el dirigente de la Opi, bajaba por la vía de penetración cuando un policía de la Social ordenó a un «jeep» de la Policía Armada que se detuviera y, señalando a Chusa, ordenó a los agentes que la golpearan con las porras mientras le decían: «¡Grita!». Chusa hubiera preferido que la mataran a gritar. Aquel día, como otros, si se iba de traje y corbata no pasada nada, pero si la Policía veía barbas y «trenkas», cargaba. Claro que la indumentaria era un salvoconducto muy relativo, porque una compañera de la Universidad de Madrid solía manifestarse de tacones, y al producirse la desbandada o bien se caía o bien no podía correr y más de una vez acabó apaleada o detenida. Hacia las nueve de la noche, Oviedo volvió a quedar en calma y en orden. En Gijón también hubo manifestaciones, y Alberto Alonso me contó por la noche que le habían detenido dos veces y ambas pudo escapar.

La televisión había transmitido el día 30 un partido de fútbol entre el Madrid y el Barcelona y el 1 un combate de boxeo de Cassius Clay, pero no se llegó a delirios como los mil goles de la selección española ni hubo el caos de las mussolinianas demostraciones sindicales a base de coros y danzas y atletas proletarios. La manifestación de Gijón se resolvió por el acostumbrado sistema del «saltos» y con las consiguientes cargas de la Policía. Romualdo (no recuerdo ahora su apellido, y lo siento) me enseñó su mano derecha hinchada y contusionada por el golpe de una porra eléctrica, pero opinaba que duelen más las porras de antes, que fue con las que le pegaron en la espalda. No hubo detenidos, pero sí más palos que en otras manifestaciones.

Seguramente la Policía opinaba que detener al «rojo», meterle en el «jeep», llevarle a Comisaría, bajarle al sótano e insultarle eran trabajos que se ahorraban si le podían deslomar en plena calle. Y así unos pocos, duramente, estaban ganando tramo a tramo, día a día, espacios de libertad.

La Nueva España · 19 mayo 2008