Ignacio Gracia Noriega
¿Dónde estábamos en mayo del 68?
En la primavera francesa, salieron por primera vez los señoritos y los hijos de los señoritos a hacer la revolución
Hay cierta tendencia a preguntar dónde estaban los esforzados luchadores por la libertad y la democracia durante jornadas tan relevantes como las de mayo de 1968 o la tarde del 23 de febrero famosa. Excelentes preguntas cuyas respuestas pueden servir de ilustración a quienes todavía no estaban en ninguna parte porque no habían venido al mundo o estaban a punto de entrar, como la candidata Paloma, que, como ella misma contó con excelente memoria prenatal, nació cierta noche de puños en alto y banderas rojas en que obreros y estudiantes recorrían las calles de Oviedo, enfrentándose con bravura a la Gestapo, perdón, a los grises, para tomar el Palacio de Invierno de la Libertad.
A juzgar por las cosas que cuentan los mayores de las actuales generaciones, todo abuelo (qué barbaridad que ya pertenezcamos a la generación de los abuelos), ganó su batallita por lo general sin salir de casa, y tal parece que la oposición al régimen franquista constituía un partido de masas y las vanguardias de las algaradas estudiantiles de mayo del 68 estaban encabezadas por legiones de estudiantes españoles acaudillados por Enma Cohen y el vozarrón bajo la fuerte mata de recio pelo negro de don Ignacio (Nacho) Quintana, admirado amigo de todos nosotros.
La triste realidad histórica nos dice que no hubo ni la mitad de la mitad de todo aquello (y hago cálculo generoso), y la mayoría de nuestros contemporáneos «progres» estaban escondidos debajo de la cama cuando no transigían con el franquismo, porque ante todo estaban sus carreras, y el «régimen» iba para largo todavía, mientras José Luis Leal, el Melquisedec de la transición (llevaba camino de ser sumo sacerdote y no tenía genealogía), preparaba la transición borbónica disimulado en un frente de liberación popular que era más bien sigla que otra cosa, aunque, eso sí, muy anticomunista, pese a que los radicales que le daban su esfuerzo y su riesgo no se dieran cuenta.
Ingenuidad de los tiempos: aquellos jóvenes radicales creían situarse a la extrema izquierda del PC, al que consideraban un partido casi burgués, para ser utilizados como fuerzas de choque de la restauración borbónica. ¡Quién se lo iba a decir a tanto «trosko» y a tanto «pro-chino» como pululaban sin encontrar marco para su izquierdismo feroz y justiciero!
El marco de la explosión airada de aquel radicalismo fue lo que ahora se conoce como «mayo del 68», en que Cohn Bendit, Danny el Rojo y otros precursores del Cojo Manteca sustituyeron a los barbudos revolucionarios al estilo del Che Guevara en el santoral de los jovencitos estudiantes pequeño-burgueses para recalar, al cabo de los años, en las aguas confusas del ecologismo, del feminismo y de otras revoluciones que hubo que prestigiar y radicalizar a toda marcha para compensar la gran pérdida causada por la caída del muro de Berlín.
A aquellas alturas del siglo, casi finalizado, los revolucionarios descubrieron que la revolución social ya se había efectuado sin que ellos se dieran cuenta, y con los obreros con coche y piso propio, y a punto de tener nueva vivienda, no estaba el ambiente como para insistir en las retóricas pasadas, de manera que se propuso la revolución sexual y otras que un marxista de estricta observancia hubiera rechazado por «intimistas», pero que ya se habían insinuado en los heroicos y alegres días de mayo de 1968, sobre los que dictaminó, por boca de otro, el viejo revolucionario y a la sazón ministro del general De Gaulle, André Malraux, con la lucidez y el cinismo que le caracterizaban: «Nada más grato que ver a los estudiantes atacados por su propia enfermedad. Es instructivo». Tal enfermedad estaría producida por un virus.
André Malraux, uno de los testigos más inteligentes e implacables del siglo XX, mientras los alborotadores se agitaban por las calles de París, al otro lado de las cristaleras de su confortable despacho de ministro de Cultura, escucha a un amigo suyo, exiliado español de la Guerra Civil, pedirle que imagine que una hija de 20 años se hizo freudo-marxista: «Te parecería que atrapó un virus. Como una conversión al nestorianismo, a una religión desaparecida». Pero los virus se combaten con el tratamiento adecuado, y en mayo del 68 vive Dios que se estableció el pacto social del que surgirían los tiempos nuevos: los jóvenes universitarios que iban para cuadros del socialismo fueron captados para ser administradores del Estado capitalista, y de la vieja gran aspiración revolucionaria sólo quedaron residuos en la retórica, del mismo modo que la viruela deja marcas en la cara que no se quitan pero que no matan.
En la de Oviedo, como en todas las demás universidades de Occidente, se escuchaban los nombres de París, La Sorbona, la plaza Denfert-Rochereau, el barrio Latino, Nanterre, Grenoble o Berkeley como si fueran la meca de la revolución demorada por numerosos factores externos y al fin realizada y encauzada por los hijos de los que habían trabajado para evitarla.
Algunos, no tantos como ellos mismo dicen, acudieron a los escenarios de los hechos para darse cuenta en directo de que la Policía democrática cargaba mucho más duro y con menos miramientos que la Policía franquista. Javier Neira imagina el anacronismo de que él mismo estuvo en aquellas algaradas, hombro con hombro con Antonio Masip y otros asturianos ilustres. Por desgracia, el pobre Antonio estaba marcando el paso en el campamento militar del Ferral del Bernesga como soldado raso como castigo por su desafección al régimen, que entonces era el régimen por antonomasia.
Cuando empezó a generalizarse el movimiento universitario, y ya ni la Universidad de Oviedo era una excepción, como la había calificado Gustavo Bueno, el Gobierno ideó un procedimiento maligno para contener a los revoltosos: exigir certificado de buena conducta a los aspirantes a hacer la milicia universitaria, con la que se evitaba la interrupción en los estudios ocasionada por un servicio militar de casi año y medio de duración. Este certificado fue negado, por primera vez en la Universidad de Oviedo, a Brugos, a Álvaro Ruiz de la Peña, a Guillermo Menéndez del Llano, a Prisciliano y a mí, entre otros: como teníamos que incorporarnos al Ejército en mayo de 1968, no pudimos ir a París a hacer algo por la causa, qué se le va a hacer.
A donde sí fuimos fue a la Comisaría, llevando a Herrero Merediz como abogado, para exigir que ya que no nos daban certificado de buena conducta, nos lo dieran de mala. El temible comisario Ramos nos recibió en persona, nos hizo pasar a su despacho aunque sin permitirle la entrada al abogado, ya que no estábamos detenidos, y nos preguntó, en tono confidencial: «¿No podíais haber buscado otro abogado?».
Tuvimos que ir a marcar el paso al campamento del Ferral. Yo llevaba un papel firmado por Emilio Alarcos en el que se aseguraba que tenía exámenes hasta agosto y, sorprendentemente, lo dieron por bueno. Alarcos, que era el decano de Filosofía y Letras, fue el primero en sorprenderse del mucho poder de una firma y un sello, y es que para una institución jerarquizada como el Ejército, un decano, que al cambio debe ser como teniente coronel, tiene su peso.
Al reincorporarme al Ferral no había manera de hacerme marcar el paso, de manera que me mandaron a la cocina, en la que actuaba como jefe de rancheros un guaperas catalán con mono azul que aspiraba a ser actor protagonista de telenovelas. Nada más verme, me alargó un cuchillo, señaló hacia un cerdo muerto y me ordenó: «Descuartízalo». Le contesté que ni hablar, y entonces se puso a gritar: «¡Teniente Angelín! ¡Teniente Angelín! ¡Aquí tenemos otro testigo de Jehová!». Se refería a un testigo de Jehová que tenían en el calabozo en calzoncillos y camiseta porque se negaba a vestir el uniforme.
El teniente Angelín era un oficial del chusco con insignias de haber estado en África y en aquel momento tomaba como aperitivo media docena de sardinas a la plancha con media cerveza; nada más verme, entendió que si me ponía a descuartizar el cerdo, adiós cerdo, así que me dijo que fuera a pelar patatas, y aunque se considere que pelar patatas es un tópico de la mili, ¡vaya si pelamos patatas! Que lo diga López Brugos, que una noche estuvimos pelando patatas hasta el amanecer.
Después del campamento fui destinado al regimiento del Milán de Oviedo, después de haber sido rechazado en el Gobierno militar por «rojo». Allí hice 17 guardias, cantidad excesiva si se tiene en cuenta que los últimos cuatro meses los pasé en Rubín, en la Comandancia de Obras, una bicoca que le debo al comandante Marcelino Alas Suárez, tío de Juan Cueto Alas. Sirvan estas líneas de agradecido recuerdo.
Guardo pésimo recuerdo de dos tenientes, Camacho y Juan, que hicieron lo que estuvo en su mano por convertirme en un antimilitarista furibundo, pero eran tan malos y tenían tan poca categoría que ni eso consiguieron.
En cambio, el teniente Enedino y el teniente Juan Herrera, ambos en la actualidad retirados con el grado de coronel, eran excelentes personas que siempre trataron al soldado con humanidad y respeto. También recuerdo con afecto al coronel don Carlos Valdés, con quien luego tuve buen trato en Villaviciosa, cuando ya estaba retirado, y a un buen amigo y compañero de carrera, Benjamín, payariego de ley y capitán castrense, a quien debo algún favor.
De manera que en mayo de 1968 yo estaba en el Ejército por «rojo». El Ejército, antes de ir a él, nos parecía una institución terrible, y resultó que era una institución sorprendente. Me di cuenta entonces de que sin ser un Ejército profesional, sino más bien chapucero, procuraba cuando menos no ser político.
Cuando detuvieron a Tejón y a Luisma, recibieron mejor trato del que hubieran recibido de la Policía político-social, y el Consejo de Guerra que los juzgó fue más benigno que el Tribunal de Orden Público.
Termino con una anécdota muy significativa. El teniente Enedino llamó la atención a un paleto que, habiendo salido de paseo por las calles de Oviedo, saludó militarmente a una bandera de Falange.
–No, hijo mío -le dijo-. Un soldado de uniforme sólo tiene la obligación de saludar la bandera de España.
La Nueva España · 16 junio 2008