Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Festejos socialistas veraniegos

Los sermones inevitables del candidato Luis Gómez Llorente eran habituales en las citas políticas estivales, con corderos, pañuelos rojos y cantautores sin voz

Como el verano es época de festejos y jolgorios, los socialistas, recién salidos no tanto de la clandestinidad como del letargo, optaron por la amena fórmula de «enseñar deleitando», y a cambio de escuchar el sermón inevitable del candidato Luis Gómez Llorente se podía pasar un buen día de campo al aire libre. Entonces, mediados los años setenta del pasado siglo, la gente no estaba tan obsesionada por la salud, el ejercicio físico, el deporte y el culto al cuerpo como ahora, y si los socialistas elegían la fórmula de ir a la montaña para el adoctrinamiento se debía a que algunos de sus miembros alguna vez habían subido a los montes en la clandestinidad y ahora pretendían dar a entender que aquella era práctica habitual. Así se compaginaron la tortilla de patata y la empanada de escabeche con la doctrina marxista ardorosamente expuesta por Gómez Llorente, siempre a la busca del aplauso como si se tratara de un torero efectista. A veces sus procedimientos recordaban los del fenomenal fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, otro dialéctico de categoría, aunque éste a lo divino, que solía bramar desde el púlpito: «Dios no es uno y tres». Y ante el estupor del público, y después de la pausa conveniente, continuaba: «Eso afirman los monofisitas, los monotelitas, los adopcionistas, los arrianos, etcétera. Pero yo arremeto contra ellos y los refuto». Luis Gómez Llorente, con entonación de clérigo laico, arremetía a su vez, alzado sobre alguna elevación del terreno, a una parroquia expectante, atenta y fiel, poco acostumbrada a aquel despliegue dialéctico: que si fray Gerundio era martillo de herejes, Gómez Llorente era el paladín contra la reacción. Solía llegar en coche, con aire como abstraído, como los grandes oradores sagrados en los cultos de Semana Santa, y dejándose llevar por el acompañamiento de incondicionales. Vestía camisas con los picos del cuello hacia arriba, la corbata con aspecto de sacársela por la cabeza para no deshacer el nudo y chaqueta cuadrada azul marino, de cuyo bolsillo junto a las solapas asomaba un bolígrafo Bic sin caperuza. Gómez Llorente subía al púlpito improvisado, respiraba profundamente para tomar aire, cogía carrerilla y decía con voz tonante:

–El franquismo no fue una dictadura militar.

Estupor entre la parroquia: ¿qué era aquello? En algunos rostros se reflejaba la más profunda decepción, otros hacían movimientos de protesta con los brazos, los más exaltados se disponían a abandonar el campo del mitin. Y entonces el orador elevaba la voz por encima de los murmurios y clamaba como si estuviera en el monte Sinaí:

–¡El franquismo, sabedlo bien, fue una dictadura de derechas!

Le respondían con atronadores aplausos. El público se enfervorizaba y, puesto en pie, vitoreaba al «leader», que respondía modestamente haciendo una pausa.

La gran concentración socialista de los primeros años de la transición era la del puerto de Tarna, aunque no tardó en ser trasladada a la localidad leonesa de Acevedo y finalmente a Rodiezmo, al lado de Villamanín, donde hay excelente embutido y el «leader» Villa vivió momentos de gloria, y también de amargura cuando le cayó sobre la espalda una caja de «hecho diferencial», esto es, de sidra. Yo nunca estuve en las concentraciones de Rodiezmo, y si digo que en esa localidad hay buen embutido es porque conozco bastante bien La Tercia, pero supongo que son de carácter cerradamente partidistas, endogámicas y autocomplacientes, a diferencia de las concentraciones de los viejos nuevos tiempos, en las que había colorido, animación e incluso gentes de otros partidos, además de alegría y sorpresa, porque muchos no creían que no hiciera falta salir corriendo por la llegada de la Guardia Civil.

La fiesta de La Camperona todavía se sigue celebrando, en su XXII Edición, y se habló en ella de guerrilleros asesinados y cosas así: asuntos que se evitaban cuidadosamente en los mítines socialistas de la transición temprana, hasta el punto que a los guerrilleros que por entonces volvían (Lele, el comandante Flores y de manera muy especial el comandante Mata) los trataban con disimulo y casi con nocturnidad: a Mata fueron a darle la bienvenida cuando volvió, a la estación del Norte, Rafael Fernández, Avelino Cadavieco, el sonriente Alvarito Cuesta y dos o tres más, a las ocho de la mañana, y después, si te he visto, no me acuerdo, como dicen en México.

No hubo, por tanto, ninguna alusión a la guerrilla ni a los guerrilleros en la fiesta socialista celebrada en La Camperona el domingo 7 de agosto de 1977, en la que yo estuve presente. A aquella fiesta llevé a mi perro «Black», un pointer negro, al que colocamos un pañuelo rojo al cuello y ya sólo le faltaba ladrar UHP. Entonces se trataba de una fiesta de confraternización de los valles mineros, celebrada en el límite entre los concejos de San Martín del Rey Aurelio, Siero y Langreo, al que se entraba por la Hueria de Carrocera, que, según el comandante Mata, que era de allí, debería decirse la Hueria de San Andrés, que era como se decía antiguamente. La confraternización de los pueblos mineros del Nalón se extendía a la Guardia Civil, que muy civilizadamente dirigía el tráfico, y como no estábamos acostumbrados a que la Benemérita le facilitara las cosas a los socialistas, aquella profesionalidad era causa de sorpresa y agradecimiento. Verdaderamente, muchos de los que acudían a aquella fiesta no imaginaban que la función de la Guardia Civil era dirigir el tráfico antes que perseguirlos.

En la campa de La Camperona había varias casas y muros de piedra gris cercaban los prados. Abajo se veía un valle muy verde. Por allí andaban los viejos socialistas de El Entrego, con el respetable Pepe Llagos, un veterano de las viejas luchas socialistas y de la clandestinidad. Los socialistas se distribuyeron por la campa, se sentaron sobre la hierba para comer y descorchaban las botellas de vino sin etiqueta, que enfriaban en calderos llenos de agua. Un padre enseñaba a su hijo de un año las letras del alfabeto: PSOEUGT... Y al abrirse el turno de los oradores, se levantaron y se fueron apiñando en torno a ellos. No había figurones, ya que la fiesta coincidía con una reunión de la ejecutiva regional para tratar asuntos espesos. Habló en primer lugar Avelino Pérez, y después el sindicalista Garnacho, que era el único socialista de renombre nacional que por aquel tiempo no perdía concentración socialista asturiana, sobre todo si se trataba de mineros, y finalmente Agustín Tomé, que vestía un jersey rojo, muy apropiado para la ocasión.

Por lo general, la gente de Oviedo con algún arrimo en la ejecutiva evitaba ir a las Cuencas, y Alvarito Cuesta huía de ese viaje como de la peste, porque sabía que donde se cocían las cosas era en Oviedo, y él ya estaba decidido a dedicarse a la política de por vida, ocupación para la que sobraban los sentimentalismos que inundaban los actos celebrados en las cuencas mineras. Antes había cantado el cantautor Avelino, que como preámbulo se hizo el artículo, afirmando que había dejado su voz desgarrada en los episodios de la lucha obrera, por lo que, una vez la hubiera perdido del todo, solicitaba allí mismo «a los compañeros», que le permitieran seguir luchando y trabajando para la UGT como militante de base sin cobrar un duro.

Lo más magnífico de aquel domingo, de todos modos, fue la fotografía publicada por «El País», en la que aparecía don Enrique Tierno Galván convenciendo a un grupo que se había atrincherado en un piso de Madrid armado hasta los dientes y con ocho rehenes, para que se entregara y volviera al redil (no se decía si para militar en el PSP), ambos bajo un crucifijo. Una fotografía que debió hacer feliz a aquel farsante.

El siguiente domingo, 14 de agosto, se celebró la fiesta socialista de Cabañes, en un lugar llamado Navaliegos, al que se llegaba a partir de Ciaño por una carretera endiablada y de enormes desniveles. Pero desde lo alto del monte se dominaba el valle del Nalón como un continuado caserío urbano en torno a la línea de plata del río. Por este tramo de la cuenca del Nalón se extendía una gran ciudad negra, desde Villa a Sotrondio. En la fiesta había sólo gentes de los contornos y algunos socialistas indesmayables de El Entrego, como Pepe Llagos. Se asaban corderos que luego sirvieron a medio asar y que comimos, a cuatrocientas pesetas por cabeza, con Ludi y Juan Luis Vigil, Marcelo y Encarna y Gómez Llorente y su mujer, que nos dijo sin despeinarse que la política le importaba tan poco que había votado a UCD: lo que se explica, teniendo a Gómez Llorente en casa, el cual, a la vista del poco público reunido, prefirió no desmelenarse y pronunciar, a los postres, una pacífica charla sobre el funcionamiento del Parlamento, del que era a la sazón vicepresidente primero.

Así funciona, compañeros, la democracia burguesa, resumió Gómez Llorente, y aunque esto no sea lo nuestro, es mejor que lo que había antes.

La Nueva España · 18 agosto 2008