Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La fiesta de Los Maizales en 1978

Con el PCE legalizado, aquellas concentraciones clandestinas o de resistencia al Gobierno decayeron; ondeaban más banderas azules que rojas

A propósito de la decadencia de la fiesta de la cultura de Los Maizales se podría repetir el recurrido y elegiaco lamento de «sic transit gloria mundi». Porque las cosas no volvieron a ser como en la de 1976. En aquella, había un ambiente extraordinario y verdadera sed de libertad, y todo el mundo estaba exultante y magnífico, incluido (imagino) la moza que aportó sus bragas negras a la bandera que pasearon algunos mozalbetes con ínfulas anarcoides, y espero que lo haya hecho de manera más voluntaria que yo mi bastón. Aquel día se percibía algo en el ambiente parecido al fervor. Se podían decir cosas que hasta entonces no se habían dicho, se escuchaban canciones que no transmitían las emisoras de radio (afortunadamente) y los líderes recién salidos de la cárcel estaban allí, en Los Maizales, al alcance de la mano, asequibles e igualmente felices. Se decían cosas tremendas de la dictadura, se glorificaba a los resistentes al régimen que se desmoronaba a nuestro alrededor, y todo el mundo se entusiasmaba e incluso todo el mundo parecía digno de entusiasmo. Recuerdo que Miguel Rodríguez Muñoz y otros del MC divisaron a Ignacio (Nacho) Quintana Patrón en la lejanía y corrieron hacia él y Nacho, que ya por entonces trenzaba gran carrera, se dirigía a ellos con paternalismo campechano y vozarrón de veraneante de Madrid que entra dando voces y apabullando en un chigre para que se note lo paisanón que es y la mucha confianza que tiene con el chigrero. De aquella, todavía Nacho Quintana conservaba prestigio de hombre de izquierdas, Dios haya perdonado a aquellos inocentes, radicales y por lo general bienintencionados militantes del MC (que era el partido que más gastaba en propaganda y mejor propaganda hacía, debido, según se suponía, a que la mayoría de sus militantes eran médicos o ricos por su casa, y aportaban para la causa un 33 por ciento de sus fortunas personales o de sus sueldos). Y entre la gente decente, que siempre la hubo, especialmente en el PC, por allí andaba la gran pareja de Amalia Maceda y Alberto Alonso, y Amalita tarareaba una canción:

Antón encendió la mecha,
prendiola con picardía,
echó a rodar cuesta abajo,
la brigadilla a la vía.

El guerrillero, el maquis, el emboscado, adquirían categoría de héroes épicos, aunque Paulino el de Barredos contaba que la lucha en el monte tenía poco de épica y mucho de sórdida: él había visto a los guerrilleros de Peñamayor repartirse media docena de balas que llevaban envueltas en un pañuelo. Pero mi admiración hacia la guerrilla venía de otra parte, de la Resistencia francesa, que luego resulta que la habían hecho curas rurales y exiliados republicanos españoles.

Al gran éxito de la fiesta de la cultura de 1976 reaccionó el PSOE celebrando fiestas socialistas a lo largo del mes de agosto de 1977, en las que eran indispensables el candidato Gómez Llorente y su pipa muy masticada y apagada, y de las que sobrevivió hasta la actualidad, según parece, la de la Camperona. De manera que en 1977 no fui a Los Maizales, pero en 1978 ya había abandonado yo el PSOE y volví a la «fiesta unitaria» y encontré lo que era de esperar: un festejo bastante decaído en el aspecto político. Razón por la que era más fiesta que mitin, y corría más sidra que ideología. A fin de cuentas, los partidos políticos ya estaban legalizados, por lo que no necesitaban del altavoz de la fiesta de la cultura. En consecuencia ondeaban más banderas azules que rojas, sin que faltaran las inevitables republicanas. Y así, entre colores más o menos revolucionarios (el rojo de la «rojería», el azul del Asturias y el tricolor de la República), fue transcurriendo el día hacia la noche. Pues a diferencia de la fiesta de la cultura de 1975, que había sido de mediodía y primeras horas de la tarde, ésta empezó a animarse ya entrada la tarde y se prolongó hasta que se hizo de noche, con iluminación artificial.

El domingo 13 de agosto de 1978 era un día tranquilo de un verano sin demasiado movimiento. Ya no estaba la pelota en el tejado, como dos años antes, sino que había caído hacia donde debía caer. Ya se daban los primeros pasos hacia la preautonomía, y cada partido arrimaba el ascua a su sardina, en busca de estar bien situado en los puestos de salida: pues ya se adivinaba que el ascua acabaría convirtiéndose en confortable hoguera y que habría suculentas sardinas, aunque no para todos. El PSOE haciendo gala de cinismo y ambición, llenó Oviedo de pasquines en los que exponía de manera extensa y farragosa su intención de que el órgano preautonómico pudiera hacer una política de signo global, superando ópticas y criterios localistas, inevitables si prevalecía la representación procedente de las elecciones municipales (o sea, que proponía unas elecciones municipales y otras autonómicas) y también exigían una continuidad en el Gobierno regional antes y después de las elecciones municipales, ya que los socialistas aspiraban a hacer su propia política. Lo que era evidente desde que los socialistas habían empezado a sentirse fuertes, y a partir de entonces no hubo partido más insolidario, por así decirlo, en el extenso y confuso mapa político nacional, en el que predominaba lo que se daba en llamar «la sopa de letras»: infinidad de partidos y grupúsculos, que a veces no pasaban de las simples siglas, y cuyo planteamiento, lo mismo que su futuro, era de carácter extraparlamentario, esto es, que tarde o temprano estaban condenados a la extinción. Lejos estábamos de la situación de dos años antes que Suso Sanjurjo, con resignación, aventuraba que el PSOE tal vez podría gobernar en algunos ayuntamientos asturianos. El PSOE de 1978 iba a por todas y los ávidos compañeros de «Facul» sevillanos estaban ansiosos por acercarse al poder y, si les fuera posible, no volver a soltarlo. El panfleto del PSOE terminaba convocando al pueblo asturiano para dar una respuesta adecuada al Gobierno central, ni el día 25 volvía a negar la preautonomía de los asturianos.

Algo de este ambiente preautonómico se traslucía en Los Maizales por la abundancia de banderas azules. Debo advertir que por entonces nadie sabía que la bandera de Asturias era azul ni importaba que lo fuera. Azul era la camiseta del Real Oviedo, y con eso bastaba. Seguramente, si la bandera de Asturias es azul, se deba a este motivo. Poco antes, un pintoresco personaje de los que se proponían nadar por libre en las aguas revueltas de la transición y que tenía cierto buscado parecido con Lenin, había querido ir a Madrid a pie para exponer no sé qué agravios, enarbolando la bandera de Asturias y no encontró ni una sola en toda la región. Ni siquiera en la Diputación tenían esa bandera.

Pero en Los Maizales se veían banderas azules por todas partes. La tricolor ondeaba en la copa del árbol más alto del prado. Yo fui con Amalia Maceda y Alberto Alonso, pero antes de desplazarnos a Los Maizales nos lo tomamos con calma. Primero dimos un paseo por el Rastro, en que había mucha chatarra, y después bebimos unos vasos de vino por los bares del Muelle, algunos de nombres magníficos como Las Ballenas y El Planeta, y comimos merluza con patatas y salsa verde, que estuvo muy bien. Hacia las siete de la tarde, en Los Maizales había bastante público, pero menos que otros años. Las concentraciones clandestinas (si es que hay alguna manera de que una concentración sea clandestina) o de resistencia al Gobierno, decaen inevitablemente cuando la situación se normaliza y lo que antes se solicitaba y exigía ya está dentro de la ley; además, como dice Antón Saavedra, los comunistas sólo saben trabajar bien en la clandestinidad. Este año la gente bebía sidra y saludaba a los amigos, y si los cantautores que intervenían, de menos relumbrón que los de otros años, seguían con la canción protesta, era porque no sabían cantar otra cosa. La gente ya no estaba por transcendencias. Ramón Cavanilles pronunció el pregón, y descendió del podio muy desanimado, porque consideraba que le habían aplaudido poco. Los amigos tuvimos que consolarle una vez más, y su mujer, Isabel, hizo también una vez más de paño de lágrimas. Socialistas no había por allí, salvo Arturo Pérez Collera, que repartía propaganda de los fascículos que había hecho el hijo de Taibo sobre la Revolución de Octubre. A la llegada de la noche, un grupo de teatro representó «El horroroso crimen de Peñaranda del Campo», de Baroja: no sé la gracia que le haría a don Pío que se representara una obra suya entre tanta bandera roja. A Alberto Alonso le repugnó que al final de la obra se hicieran referencias a las ejecuciones de 1975: todavía tenía una causa pendiente por la ejecución de Puch Antich. Y regresamos a Oviedo y fuimos a tomar una copa a Tigre Juan, donde el genial Esteban Iglesias aseguraba que aunque los apellidos de Pedro de Silva fueran aristocráticos, Masip tenía más porvenir en la izquierda, porque estaba vinculado a la banca.

La Nueva España · 8 septiembre 2008