Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La muerte de Juanín

El fallecimiento en accidente del sindicalista, al poco de salir de la cárcel, causó un profundo efecto en la izquierda asturiana

El año 1977 se inicia sin tribunal de orden público, abolido los últimos días del año anterior y con un congreso del PSOE más bien aburrido, en el que se discutió machaconamente sobre estatutos, con frecuentes intervenciones con voz cavernosa de un Ruiz a quien perdí de vista posteriormente, mezcla de seminarista por las gafas y de jugador de rugby por los hombros cargados, y adelantado a su tiempo porque iba sin afeitar o era el precursor de esos viriles «elegantes» posmodernos que ostentan cuidada barba de dos o tres días, como si no se hubieran afeitado: frente a su discurso monótono y espeso, se realzaba el del representante de Gijón, más claro y brillante. Por la tarde había en los locales del Alsa mucho más humo que por la mañana, lo que revela que por entonces no se habían implantado en el PSOE, «ni se la esperaba», la moralina barata de Zapatero, que para que la vaguedad de su discurso, más vaporoso que el humo de los cigarros, no se desvanezca en el humo del tabaco, está en trance de prohibir el tabaco, y declara, y se queda tan ancho, que «fumar y beber alcohol no es propio de militantes de izquierda». De haber expuesto en 1977 ese programa, es seguro que a estas alturas era abogado de caleya en León, como dicen que su padre temía que fuera. El congreso estaba resultando aburridísimo y sin el menor interés y al cabo de tanta retórica estatutaria, el profesor José María Fernández (el «poderoso Chema», según Vigil), se levantó, dijo que se iba al cine, y salió de la sala con solemnidad y dignidad. Yo cuando hube terminado de leer un número de «Cambio 16» bajé a tomar una cerveza a la cafetería con una chica que estudiaba Periodismo en Madrid y a la que no he vuelto a ver, y después me fui a cenar al bar Cantábrico. Cuando salía encontré en la calle a Joaquín Fernández, el hermano del «poderoso Chema», que me dijo, con la rapidez un tanto aturullada con que suele expresarse, que aquella tarde Juanín Muñiz Zapico había muerto en un accidente de automóvil, arriba de Campomanes. La noticia todavía no se había difundido, pero transmitida de boca a boca causó un profundo efecto en los círculos de la izquierda asturiana e imagino que también en los de la derecha, porque Juanín, aunque era un sindicalista duro, no era de línea dura, sabía escuchar y era, sobre todo, razonable. Poco después encontré al gran Jesús Zapico, veterano luchador de la UGT, que estaba desolado. Tomamos unas copas en su memoria, porque Zapico no era de la línea abstemia, actualmente zapaterista, que entonces no existía en el PSOE. Y a Juanín, que era un gran tipo, calculo que no le habrá parecido mal que se le recordara delante de un par de copas, una noche de invierno.

Juan Muñiz Zapico, a pesar de su juventud, era una figura verdaderamente importante dentro del movimiento obrero. Juzgado en el proceso 1.001, prácticamente acababa de salir de la cárcel. Yo lo conocí en una de sus primeras apariciones públicas, durante la fiesta de la cultura de los Maizales, el verano anterior, donde procuró resolver con sentido común el incidente promovido por unos insensatos. Era el hombre de CC OO de ánimo más abiertamente conciliador y se daba por seguro que sería el sucesor, incluso inminente, de Marcelino Camacho. De hecho, en el momento de producirse su muerte estaba haciendo las maletas para marchar a Madrid una vez que hubieran pasado las fiestas navideñas. Como decía Juan Cueto, Asturias era el filón de los mejores sindicalistas del mundo, que corrían el riesgo de diluirse en el funcionariado político. Pues si a UGT se le reprochaba ser la «correa de transmisión» del PSOE, la vinculación de CC OO con el PC era demasiado evidente, aunque en apariencia sus sindicatos disfrutaban de mayor independencia que los ugetistas, cuyos cargos directivos necesariamente habían de militar en el PSOE.

De la clandestinidad, donde se forjan grandes luchadores sindicales, aunque el sindicalismo verdaderamente da frutos en el Estado de libertades públicas, surgieron grandes sindicalistas con un sentido moderno y práctico del sindicalismo, como Antón Saavedra, Manuel Nevado, Eduardo Donaire, Lito o el gran luchador Redondo, a quien a finales del pasado año han hecho un homenaje los compañeros y a quien debo un artículo. De todos ellos, el más brillante era Juanín. Actuaba a su favor el haber sido encausado en el proceso 1.001, pero sus cualidades políticas, de lucha y humanas, eran excepcionales. Juanín era la gran esperanza de CC OO como Lito pudo haberlo sido de UGT. Entre Lito y Juanín había muchos puntos de contacto y parecido: ambos eran dialogantes, inteligentes, firmes, pragmáticos, conocían bien el terreno y las reglas del juego y si cedían en lo accesorio no renunciaban en lo principal. A Juanín le truncó la desgraciada muerte y a Lito le relegó a un segundo término el máximo protagonismo del SOMA, que durante muchos años parecía que era la única UGT. Lito siempre fue un hombre discreto frente al caudillismo de Villa, y su gran labor sindical, realizada fuera de Asturias, ha sido generalmente poco apreciada por los asturianos poco informados sobre el movimiento sindical. En cuanto a Juanín, murió en un momento en que dos asturiano, él en CC OO y Gerardo Iglesias (el gran olvidado; ¿por qué se ha relegado de ese modo a Gerardín?) en el PC, hubieran podido hacer del comunismo algo de mayor enjundia y efectividad democrática que la lamentable bufonada en que terminó convirtiéndolo Llamazares.

La muerte de Juanín ocurrió en la tarde del oscuro primer domingo del año 1977, día 2 de enero. El sindicalista acababa de sacar el carné de conducir, pues CC OO le había proporcionado un coche que sería imprescindible para su nuevo trabajo en Madrid. Se conoce que todavía no dominaba el vehículo, y el hielo de la carretera le precipitó al río Huerna, a pocos metros de su casa, en La Frecha, a la entrada del puerto de Pajares. El accidente no parece haber sido de gran consideración, pero lo cierto es que Juanín murió y dejó tras de sí duelo, amigos y consternación. La «Hoja del Lunes» del día siguiente le dedicaba la primera plana y páginas interiores. Todas las fuerzas políticas de la región manifestaron su profundo pesar, y en este caso debe entenderse que era sincero, pues pocos hombres políticos hubo en la transición tan razonables, lúcidos y dialogantes, a la vez que buena persona. Incluso un cantautor compuso un planto con motivo de su muerte, en el que increpaba al río Huerna por haberle dado muerte, a la manera clásica. Al dolor del PC, para quien constituía una pérdida irreparable (no tardaría en evidenciarse que lo de «irreparable» no era simple retórica), se sumaron los demás partidos. La Agrupación Socialista de Oviedo envió dos coronas al entierro, una por PSOE y otra por UGT, aunque el mentecatín de turno invocó el artículo de los nuevos estatutos que regulaba la asistencia de militantes socialistas a manifestaciones y actos políticos convocados por otras fuerzas. Pues se entendía que el entierro de Juanín sería un gran acto de afirmación política de CC OO, además de un acto piadoso. CC OO demostraba su gran capacidad de convocatoria, pero se trataba de una victoria pírrica, porque perdía a Juanín.

El entierro se efectuó en La Frecha el martes 4 de enero, por la tarde. A la salida de Pola de Lena ya se iniciaba la enorme caravana de coches y autobuses, y a partir de Campomanes resultaba imposible continuar, por lo que el último tramo del camino hubo que hacerlo andando, hasta La Frecha. Los más eufóricos calculaban unos treinta mil asistentes y doscientas coronas, aunque el día siguiente «El País» rebajó la cifra a quince mil y lo que entonces dijera «El País», para un «progre», iba a misa. Hacía un frío de hielo y el suelo estaba húmedo y embarrado. Por todas partes se respiraba humedad: una humedad gris. Al pasar el féretro se alzó un bosque de puños cerrados. Detrás iban el cura revestido de negro y presidiendo el duelo, Marcelino Camacho, Ariza, Sartorius y López Salinas: éste, fumando un cigarrillo. Yo estaba con el veterano socialista Emilio Llaneza, naturalmente, muy atrás. El cementerio está en lo alto de una colina, en un escenario rodeado de montes nevados, y el sol rojo del crepúsculo iluminaba la nieve. Hubo discursos y el anuncio de que el centro de Estudios del PC llevaría a partir de entonces el nombre de Juan Muñiz Zapico.

La democracia española se forjó en entierros espectaculares. El del general Franco fue el primer paso imprescindible. Luego fue enterrado el profesor Tierno Galván como si hubiera sido presidente de la República, y el conde de Barcelona, como si fuera rey. El entierro de Juanín, con su escenografía rural y proletaria, no fue menos representativo. No mucho después murió el dirigente socialista Agustín González mientras trabajaba, como todos los días, en el mercado de Gijón. Agustín González había sido de los pocos que mantuvieron la lucha socialista durante el franquismo y a su decisión se debe que las organizaciones socialistas asturianas votaran por la renovación en el trascendental Congreso de Suresnes. A su entierro en la Hueria de Carrocera acudieron Felipe González y Alfonso Guerra, con ropas de pana, patillas al depurado estilo Sierra Morena y sin afeitar (o con la barba tan cerrada como si no se hubieran afeitado), lo que les daba cierto aire facineroso, y Luis Yáñez, con abrigo hasta los tobillos y aspecto de contable: los tres llevaban la caja mortuoria entre puños cerrados y sones de la «Internacional». Como el PSOE estaba llamado a ser más moderado que el PC, era inevitable que se mostrara más radical y revolucionario en los gestos externos. Pero aquel entierro, pese a que reunió a mucha gente, no fue como el de Juanín. Entonces el PSOE no tenía el prestigio del PC, y Agustín González, con haber sido un buen militante socialista y un honesto luchador, no era Juanín.

La Nueva España · 12 enero 2009