Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La matanza de Atocha

La semana que comenzó con la masacre de Madrid, el 24 de enero de 1977, fue una de las más tensas de aquel período, llena de rumores, como el de una supuesta bomba en la plaza de la Escandalera

El domingo 23 de enero de 1977 fue el preámbulo de una semana en que la tensión subió tanto como en los peores momentos de aquel largo proceso político de paso de un régimen autoritario a otro democrático: sin duda, aquellos días figuran entre los peores y más peligrosos de la transición.

Ya he relatado en el artículo anterior que ese domingo se había celebrado en Mieres el segundo homenaje a la memoria del sindicalista Manuel Llaneza, a la luz del día. Todo discurrió normalmente, pero a la salida del mitin, celebrado en las Escuelas Aniceto Sela, la Policía Armada rodeaba el edificio en hileras de a tres y con los fusiles de disparar pelotas de goma en las manos. Aquello era de muy mal agüero. Por la tarde se extendió el rumor de que elementos de la ultraderecha habían matado a un joven en Madrid en el curso de una manifestación, y las calles de Oviedo estaban llenas de pintadas que decían: «Guerrilleros de Cristo Rey, asesinos».

Al día siguiente se convocaron manifestaciones de protesta por esa muerte en diferentes ciudades españolas. En Oviedo la Universidad fue rodeada por jeeps de la Policía Armada, y la manifestación, reprimida a la brava, pero las cosas llegaron a ponerse mucho más graves, ya que la Policía en Madrid disparó botes de humo contra los manifestantes, y uno de los botes mató a una muchacha, destrozándole la mandíbula, y hubo un herido grave. Las cosas no acababan ahí. Aquella mañana del lunes 24 de enero el grupo terrorista GRAPO raptó al general Villaescusa, presidente del Tribunal de Justicia Militar. Este rapto se añadía al de Oriol y Urquijo, presidente del Consejo de Estado, que llevaba algún tiempo ya en poder de los terroristas: de manera que los presidentes de dos altas instituciones del Estado se encontraban secuestrados. Como era de temer en estos casos, se escuchaba o se creía escuchar ruido de sables. La izquierda estaba indignada por dos muertos en dos días; se suponía que los militares también lo estarían por los dos secuestros, especialmente el que a ellos más los concernía, el del general Villaescusa. El secuestro se produjo a las nueve y media de la mañana, y después de un día en el que corrieron muchos bulos y se aventuraron diversas conjeturas, el telediario de las nueve comunicó que los del GRAPO habían reivindicado el secuestro.

La Policía actuó con profesionalidad, pues no tardó en detener a un ultra de nacionalidad argentina que trabajaba en Sanitax, empresa vinculada al marqués de Villaverde, en relación con la muerte del joven de la manifestación del domingo. Este ultra había adquirido cierta notoriedad por haberse presentado en el aeropuerto de Barajas a recibir al primer ministro sueco Olof Palme con una hucha en la mano. Palme, un socialdemócrata que tenía poco en cuenta los convencionalismos diplomáticos, había salido a una manifestación en Estocolmo con una hucha en la mano para colaborar por la causa del pueblo español contra el franquismo. El régimen reaccionó furiosamente contra Palme y la propaganda oficial se dedicó a difundir que con aquella hucha se dedicaba a recaudar fondos para ETA. Lo que no dejaba de ser ridículo, por ambas partes. Ni a ETA se la apoyaba con lo recaudado con una hucha, ni un primer ministro pinta nada en una manifestación con una hucha, o con un pañuelo de fedayín al cuello.

La muerte de los dos jóvenes y los secuestros de Villaescusa y Oriol pasaron a segundo término con la matanza de los abogados laboralistas del despacho de la calle Atocha de Madrid, perteneciente a CC OO. A las once de la noche de aquel lunes 24 de enero dos pistoleros entraron en la asesoría y ametrallaron a las cinco personas que se encontraban allí. El acto produjo auténtica conmoción: no se esperaba tal brutalidad. Y era posible que la violencia aumentara a raíz de tan viles asesinatos. En el primer comunicado difundido por la Policía se aludió a unas armas de fuego sumamente sofisticadas utilizadas en el atentado, lo que aumentó la alarma, pues se temía que la ultraderecha estuviera dotada de armamento sumamente mortífero. Más adelante, nadie volvió a considerar las metralletas «Marietta» como tan terribles como aquellos días. En realidad, cualquier arma de fuego puede ser mortífera: sólo que la «Marietta» disparaba más y más rápido.

A la UGT de Oviedo llegó un comunicado aquella misma noche con la indicación de que se apoyara la repulsa por los asesinatos, pero recomendando no salir a la calle. A pesar de ello, hubo manifestaciones a lo largo y ancho de Oviedo, protagonizadas en buena parte por estudiantes, que fueron reprimidos con disparos de pelotas de goma, que ocasionaron dos heridos que hubieron de ser atendidos en el Hospital General y otro a consecuencia de la paliza que le propinó la Policía, después de meterle en un portal. Los almacenes Botas cerraron y la Policía cargó dentro de Fontela contra unos manifestantes. Yo me encontraba en el bar Lito, en la calle Altamirano, bebiendo blanco con Santiago Melón y otros amigos, cuando entraron varios estudiantes en grupo y detrás de ellos tres policías armadas que les dijeron que no querían volver a verlos en la calle, y hecha esta advertencia, se marcharon. Poco después, o poco antes, no lo recuerdo con precisión, vi a un joven lanzando piedras contra un jeep de la Policía delante de la Universidad.

La situación era lo suficientemente grave como para que el general Coloma Gallegos declarara públicamente que el Ejército no perdería la calma, y el cardenal Enrique y Tarancón difundió una carta pastoral en la que condenaba a aquellos que, por medio de la violencia, pretendían perpetuar formas políticas caducas.

La Policía, por su parte, detuvo a varios ultras de diferentes nacionalidades, y el conocido extremista López Covisa y otros individuos relacionados o pertenecientes a los Guerrilleros de Cristo Rey permanecían aquel día retenidos en la Dirección General de Seguridad.

El 26 de enero continuaban las manifestaciones, produciéndose en Pamplona un herido grave. En Oviedo se anunció una misa por los muertos de Atocha en la capilla de la Universidad, pero el Arzobispado no dio la autorización, porque los organizadores la presentaron como un hecho consumado. Por la noche pasé por el local del PSOE: a la puerta había tres policías armadas en actitud de estar montando guardia. Al día siguiente se cerraron los locales hasta el lunes, como medida de seguridad.

La mañana del 28 de enero dos policías armadas fueron asesinados en una sucursal de la Caja de Ahorros de Madrid. Poco después fue asesinado un guardia civil, y durante un tiroteo se arrojó una granada que dejó gravemente heridos a tres guardias. Hubo reunión urgente del Consejo de Ministros, en el que se suprimieron algunos artículos del Fuero de los Españoles, todavía vigente: entre ellos, el que garantizaba la inviolabilidad de domicilio y limitaba la permanencia en Comisaría a 72 horas. A las diez de la noche del sábado 29 Adolfo Suárez habló por TVE al país para asegurar que no daría marcha atrás en el programa democrático, que reprimiría el terrorismo hasta donde fuera posible y, por primera vez desde una pantalla de televisión, se escuchaba a un presidente de Gobierno dar las gracias a la oposición por su actitud moderada. Aquella noche, aunque era sábado, las calles de Oviedo estaban vacías. Durante la mañana se extendió el rumor de que habían colocado una bomba en la Caja de Ahorros de la Escandalera, lo que, afortunadamente, no pasó de ser un bulo. Y desde las ondas de la clandestina y terrorista Radio Canarias Libre, que emitía desde Argelia, Álvaro Cubillo, máximo dirigente del independentismo canario, anunció que los atentados del día anterior habían sido obra de los GRAPO.

En Mieres un coche se detuvo ante el domicilio de Miguel R. Muñoz, dirigente del MCA, para mostrarle, desde la ventanilla, una bandera nazi y una metralleta. Cené con Alberto Alonso, que había ido con Ardavin y Sánchez al entierro de los laboralistas de Atocha, con los que trabajaba un gran amigo común, Luis Menéndez de Luarca, y al regreso se estrellaron con un tractor cerca de Benavente, accidente del que salieron sólo con algunas contusiones.

Durante el entierro de los policías armadas, con asistencia del Gobierno, los ultras increparon a Suárez y a sus ministros, y mientras los sacerdotes rezaban un responso, un grupo de exaltados entonaron el himno de la Infantería y dieron vivas a Franco. El teniente general Gutiérrez Mellado se encaró con ellos con tanta decisión como más adelante lo haría con Tejero: «Los que tengan uniforme, firmes, y los demás, silencio. Que rece quien sepa». Un capitán de navío de uniforme le replicó algo, pero ahí terminó su gallardía, porque seguidamente se dio a la fuga. Se trataba del célebre Camilo, que anduvo metido en diversas aventuras de extrema derecha más o menos grotescas hasta su participación en el «tejerazo», al que acudió al día siguiente con su uniforme de oficial de la Marina (el único marino en un golpe de Estado terrícola), aunque su actuación se redujo a fumar un par de cigarrillos con Tejero a la fresca de la calle, para que los captaran bien las cámaras de televisión.

La noche del sábado Ramón Rañada me contó mientras tomábamos una copa en algún antro del Oviedo antiguo que Guillermo Zarracina había organizado una sesión de espiritismo en su casa, en la que convocaron al espíritu de Franco, que acudió solícito: mas cuando le preguntaron con qué frecuencia cumplía con doña Carmen, se negó a continuar la conversación y se marchó dando un portazo, después de llamar inútil a Zarracina. Volvía el humor después de tantos días de tensión: buen síntoma.

La Nueva España · 26 enero 2009