Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La tienda de Felipe González

A la desideologización del PSOE contribuyó de manera definitiva el inquilino del toldo militar de Montelarreina, a quien nunca detuvieron ni condicionaron las cuestiones ideológicas ni morales

La tienda de campaña en la que Felipe González hizo la milicia universitaria fue, sin duda, la mayor del Ejército español en toda su historia: más que tienda debió ser carpa de circo, porque en ella cupo buena parte de la «progresía» española (al menos, la que fue lo suficientemente prudente como para haber sabido brujulear y guardar la ropa, y vestir, como recompensa, el uniforme de alférez de complemento), más los enanos. Por no abandonar el ámbito militar, debía tener mucha mayor capacidad que la tienda que Alfonso II tomó como botín a los moros durante su incursión en Lisboa y posteriormente le regaló a Carlomagno; o la famosa tienda de Miramamolín en la batalla de las Navas de Tolosa, que rodeaban para protegerle centenares de esclavos nubios encadenados, a los que, por cierto, de nada valieron las cadenas, que rompió a hachazos el rey navarro Sancho el Fuerte, que en aquella jornada hizo honor de su sobrenombre.

En aquella tienda de campaña gigantesca, descomunal, con más personas que un campo de fútbol, hicieron la milicia multitud de personajes que buscaban modo de ocupar algún espacio histórico o simplemente político, o simplemente un lugar al sol, ya que durante las noches habían tenido su litera en las proximidades del líder y escuchado, quién sabe, sus ronquidos. Cuando menos, yo conocí a muchísimos que hicieron la milicia en esa famosa tienda: no les exagero que pasan de la media docena, y algunos, si no llegaron a entrar en la propia tienda de Felipe González, porque literalmente no cabían, lo hicieron en la de al lado.

Algunos llegaron a ocupar altos cargos, otros fueron y siguen siendo (sencillamente) personas conocidas, ya al borde de la jubilación (¡cómo pasa el tiempo!). Montelarreina vibraba de «ardor guerrero» (pues eran de infantería), y hacia donde miraba Felipe González en los melancólicos crepúsculos se adivinaba un porvenir benéfico. El futuro líder daba sus primeros pasos en la vida pública, y según muchos testimonios, era «muy bueno». Juan Cueto, que fue uno de los muchos que estuvo bajo aquella lona, y que por los años setenta contaba historias pintorescas con mucho sentido del humor, como que los soldados del rey de Marruecos, al hacer el cambio de guardia, perdían el paso, contaba también que Felipe González, durante su permanencia en el campamento, sólo leía libros buenos y convenientes: «La demagogia de los hechos», de Fernández de Castro, y «Estado de derecho y sociedad democrática», un resumido sermón de fray Elías Díaz.

Yo leí el libro de Elías Díaz porque era muy corto, y no llegué a leer «La demagogia de los hechos» porque no había número de la revista «Índice» que no hiciera referencias a él, de la misma manera que no hay publicación de la Obra en la que no figuren varias fotografías del Padre, de manera que fue como si lo hubiera leído. Por otra parte, yo había leído «El liberalismo europeo» de Lasky, que era más consistente, al menos en mi opinión, y libro que, por cierto, me dejó Juan Luis Rodríguez-Vigil.

Debo a éste y a otros libros, y a que las películas del Oeste me gustaran más que las de Bardem, los fundamentos de unas posiciones políticas de las que yo, al menos, me siento satisfecho.

Caigo ahora en la cuenta de que las tiendas de campaña de Montelarreina contenían quince aspirantes a alféreces cada una (no porque haya hecho la milicia universitaria, sino porque vi una película titulada «Quince bajo la lona», que era como «Las chicas de la Cruz Roja», pero con señoritos haciendo la milicia) y que probablemente Felipe González no haya hecho la milicia en Montelarreina, sino en algún campamento más al Sur. Pero da lo mismo. Tampoco puedo asegurar que Quintana Patrón y Pedro de Silva hayan coincidido con él bajo la lona, entre otras cosas porque pertenecen a quintas distintas: pero no dudo de que les hubiera gustado estar allí, si no estuvieron (cosa que no puedo afirmar ni negar), y ya se sabe que la izquierda española vive preferentemente del voluntarismo.

Por aquellos años sesenta, el mundo estaba en verdadera convulsión, y todo se movía a nuestro alrededor de manera vertiginosa: más o menos como ahora, sólo que al revés. En los años sesenta daba la sensación de que se estaba construyendo otro mundo y una nueva sociedad, mientras que ahora, a comienzos del siglo XXI, se produce una impresión de derrumbamiento del viejo mundo y de lo que se haya construido del nuevo, que fue poquísimo. En una situación como la actual, vuelve a darse por finalizado el capitalismo y brotan por doquier fanáticos iluminados y apocalípticos que anuncian la barbarie electrónica. Yo creo que la electrónica debía estar tan controlada como la droga, ya que sus efectos son igualmente nocivos, produciendo una nueva especie de fundamentalistas pelmazos.

En los años sesenta, los pelmazos fundamentalistas eran marxistas de silabario, que repetían cuatro elementalidades como si se tratara de dogmas de fe. No se acudía a Marx, sino, en el mejor de los casos, a Politzer, que posteriormente tuvo otra reducción intelectual aún más drástica en los cuadernillos de Marta Harnecker, que se distribuían en el PSOE primitivo hasta que los éxitos electorales y de público hicieron innecesario cualquier fundamento ideológico. A la desideologización del PSOE contribuyó de manera definitiva el inquilino del portentoso toldo militar, a quien nunca detuvieron ni condicionaron las cuestiones ideológicas ni morales.

El «policía malo» de esta pareja, Alfonso Guerra, significativamente era el que ofrecía el aspecto más ideológico, pues había leído, según confesión propia, las «obras completas de Lope de Vega», a Antonio Machado porque tuvo una librería en Sevilla con ese nombre, y al griego Cavafis (a lo mejor porque, efectivamente, algún día leyó algo), y se emocionaba con la música de Mahler (de quien había tenido la primera noticia viendo una película de Visconti) y confundía la ideología con la demagogia y con el chascarrillo atroz.

Jorge Semprún dedica en «Federico Sánchez se despide de ustedes» unas páginas demoledoras a las «lecturas» y a la enfermiza pedantería de Guerra: como para no volver a salir de casa. Pero él, como si Semprún hubiera cantado.

En aquellos años sesenta estaban de moda la desco1onización, el freudomarxismo, la revolución cubana, los cristianos por el socialismo y la vía argelina al socialismo: algunos dieron en chinos, que a fin de cuentas queda un poco más al Nordeste. El mayo francés fue la gran revolución de los hijos de papá. Se suele glorificar mayo, olvidando que en septiembre los tanques soviéticos entraron en Praga y destrozaron como el granizo la primavera que se había prolongado durante el verano.

Aquel mayo del 68 fue más concurrido por «progres» españoles que la tienda de Felipe González. Todo el mundo estuvo en mayo del 68 haciendo barricadas en París, acostándose con las maoístas y pintando en las paredes lo de «prohibido prohibir» y otras macanadas que dejaban tonto de pasmo entusiástico al mayor pijo-progre de la literatura universal, al belga Julio Cortázar. Emma Cohen parece que estuvo allí, y quien sí estuvo fue André Malraux, observando lo que sucedía en la calle desde los ventanales de su despacho de ministro de Cultura del Gobierno de De Gaulle.

Mientras las algaradas se sucedían en las calles, Malraux recibe a un viejo exiliado español, que vuelve de los Estados Unidos, escéptico y con algo de ácido (que por entonces hacía furor como máxima expresión de la modernidad: como ahora la informática). Malraux relata esta visita en uno de sus libros más lúcidos, más implacables: «Huéspedes de paso», donde se señala que «los hombres han creído en el tiempo sagrado, la celebración y los mitos. En las religiones. Y después en la Historia, la Ciencia y el Progreso. Finalmente, en la Revolución, el Proletariado, el Inconsciente, etcétera. Es lo mismo».

Hoy ya no se cree tampoco en nada de eso, y a ello contribuyó mucho el principal inquilino de la tienda gigantesca. Mientras los adoquines volaban bajo los techos de París, el viejo exiliado le confía a su viejo amigo ministro: «Supón que tu hija tiene veinte años y que es freudo-marxista. Te parecería que atrapó un virus. Como una conversión al nestorianismo, a una religión desaparecida. En el caso de mis alumnos y mi centenar de estudiantes la epidemia es más evidente. Vendrá otra. No son modas, más bien epidemias».

Aquella epidemia se curó a fuerza de socialdemocracia, pisar moquetas y aprender a usar la pala del pescado. La gran revolución de mayo del 68 fue el gran pacto social. Los jóvenes revolucionarios se volvieron con el tiempo los administradores de aquello contra lo que habían tirado adoquines. Los nuevos mandarines. Como decía el príncipe Salina, protagonista de una gran novela que se acababa de publicar, «El gatopardo», de Lampedusa: «Hay que cambiarlo todo para que nada cambie».

La Nueva España · 27 abril 2009