Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El 1 de Mayo de 1979

La menor afluencia de público a la manifestación obrera era una noticia excelente, signo de que la transición estaba bien hecha y se entraba en el camino de las democracias occidentales

El 1 de Mayo de 1979 transcurrió sin ningún acontecimiento especial que lo hiciera perdurable, salvo la menor afluencia de público, lo que, en principio, era una noticia excelente, ya que la Fiesta del Trabajo dejaba de ser una manifestación política para convertirse en una ceremonia gremial, y, lo más importante, ya se celebraba en España como en los países civilizados.

Hasta hacía pocos años, el 1 de Mayo iba unido a crispación política, frenético despliegue futbolístico y taurino, y cargas policiales. Desde hacía un par de años no había cargas policiales y el número de participantes en la manifestación descendía de año en año de manera espectacular. Todos estos eran indicios ciertos de que la transición ya estaba hecha, al menos en su mayor parte, y había ido por el buen camino: el de las democracias occidentales, aunque éstas fueran consideradas con evidente desprecio por nuestra izquierda radical, que prefería, sin duda, los desfiles con tanques y tropas fuertemente armadas de la plaza Roja de Moscú.

Todos aquellos izquierdistas extremados y algunos socialistas moderados que no ocultaban sus simpatías hacia la dictadura del proletariado, al tiempo que exigían en España una ruptura en lugar de una transición, no dejaban de parecer incoherentes al aplaudir a los tanques al tiempo que eran pacifistas furibundos. Pero, como en todas las incoherencias clamorosas, había coherencia interna: eran pacifistas cuando las democracias parlamentarias se defendían, no cuando las dictaduras socialistas atacaban. ¿Por qué? Por el mismo motivo que se bendice a Castro y se persigue a Franco hasta la tumba: porque el primero «caminaba a favor de la historia».

Ahora bien: saber en qué dirección camina la Historia es, más que conocimiento, petulancia comparable a la fe del carbonero. Algunos que no acababan de resignarse a que los tanques soviéticos todavía no desfilaran por la Castellana se exasperaban porque advertían que la transición se estaba convirtiendo en una especie de evolución del franquismo. Por fortuna fue así, y no como en la URSS, donde siguieron los mismos, y el siniestro Putin no se diferencia en la actual Rusia de los Andropov y otros dirigentes comunistas procedentes de la KGB, con rostros sombríos y sombreros de ala ancha.

En la Rusia de hoy sería inconcebible un gobernante como Zapatero, que presenta todo lo contrario de los viejos tiempos, y eso fue posible gracias a que la guerra de 1939 la ganaron los que la ganaron.

Y ya que hablamos de tanques soviéticos, vaya una anécdota. Durante una visita del novelista Ramón J. Sender a España, Camilo José Cela le invitó a pasar unos días en su casa de Mallorca. Para presentar a la notoriedad venida del exilio y para demostrar a sus vecinos lo bien relacionado que estaba, Cela invitó a comer a varios notables mallorquines, y al final levantó su copa de champán diciendo: «Brindo por el día en que los tanques soviéticos desfilen por Nueva York». Sender se puso colorado, negro, verde y gris; sin pedir disculpas se levantó de la mesa, subió a su cuarto y no tardó en volver a bajar empuñando un revólver, con el que apuntó a su anfitrión, diciéndole: «Como vuelva a decir otra macanada, le tumbo de un tiro».

El resumen: el 1 de Mayo de 1979 no hubo tanques soviéticos y hubo también poca gente. La imagen más memorable de la jornada fue publicada en algunos periódicos: el alcalde de Madrid, profesor Tierno Galván, con traje cruzado y gafas abaciales, echaba mano a la cartera para socorrer a un indigente. Aquello era el espíritu del 1 de Mayo y lo demás son cuentos. Un par de días antes, Jaime Herrero me había asegurado que don Enrique era un monje jerónimo exclaustrado: en ese caso, se trataba de un ejercicio de caridad cristiana en el que la mano derecha se enteraba (y con ella, todos los españoles) de lo que hacía la izquierda.

El cristianismo, en su fase menos saludable, estuvo presente aquel 1 de Mayo, ya que en la manifestación de Madrid y en el posterior mitin lució como estrella el poeta, fraile y dirigente sandinista Ernesto Cardenal, al lado de laicos notorios como Felipe González, Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Nicolás Redondo y el viejo profesor (que, según se decía, se había dirigido al Cardenal en latín, como luego se dirigiría al Papa). Una vez más, se juntaban churras con merinas, que fue lo que le ocurrió a Cela al suponer que todos los exiliados de la Guerra Civil eran comunistas, cosa que el anarquista Sender no le consintió.

En Asturias, la manifestación tuvo lugar entre Sama y La Felguera, con la esperanza de que allí hubiera más clientela. En una foto publicada en «Asturias» creí reconocer a Corte Zapico llevando una pancarta, por lo que me dije que muy en serio se tomaba la militancia socialista, pero en seguida me aseguraron que no era él, sino una moza del Partido Comunista.

Quien sí se tomaba en serio su militancia fue un veterano socialista de San Lázaro llamado Valentín, muerto el día 29 de abril y que cumplió, en el momento de la muerte, con todos los sacramentos laicos, es decir, ausencia absoluta de sacramentos: no quiso confesión, ni cura en el entierro, ni oraciones, ni flores, sino una bandera republicana sobre el féretro. El caso entonces era tan inusual que salió en los periódicos.

La noche de aquel 1 de Mayo estuvieron muy animadas las tascas del Oviedo viejo. Yo estuve tomando un montón de copas con Juan Cueto y hablando de Henry James, lo que produjo la indignación de Lola Mateos, que, mosqueada porque no la dejábamos hablar, nos aseguró que ella era capaz de hablar de Henry James tanto como nosotros, pero que no lo hacía por respeto al establecimiento y a la hora. ¡Bien hecho! ¡Mira que ponerse a hablar de Henry James a las cuatro de la mañana!

Que el 1 de Mayo de 1979 no hubiera sido muy concurrido ni hubiera ocurrido nada especial, no es motivo para suponer que no estuvieran sucediendo en Asturias acontecimientos de mayor o menor trascendencia. Días antes se libraban todavía las últimas escaramuzas de la gerontomaquia por la presidencia de la Diputación de Asturias. El 27 de abril se rumoreaba que el PC contaba como un as guardado en la bocamanga con un concejal de ochenta y dos años que podía dar mucho juego. Aquel día fue de frenética actividad en el Niza. Masip, Juan Álvarez y otros revoloteaban en torno a Rafael Fernández. El día era muy oscuro, de cielo bajo y plomizo. De pronto entró Pedro de Silva, vestido de veraneante y con gafas de sol. Los que revoloteaban en torno a Fernández se dispersaron. Esto era al mediodía. A las nueve de la noche volví a pasar por el Niza. Allí seguía Masip, llamando por teléfono con un montón de periódicos debajo del brazo. Al verme se sentó en una mesa, se tomó un momento de respiro y pasándose la mano por la frente, me dijo: «Estoy muy cansado». A mí siempre me resultó Masip entrañable, pero en aquel momento me produjo auténtica ternura. Mas entonces entraron en el bar dos matrimonios muy bien vestidos, especialmente una señora de tostada artificial que tenía cierto aire a la duquesa de Alba y un señor a su lado de abrigo inglés que la llevaba del brazo. Al verlos, Masip volvió a pasar de la fase depresiva a la maniaca: se puso en pie, los abrazó, los besó, les dijo: «¿Cómo vosotros por aquí, en este bar al que venimos los rojos?». El del abrigo inglés masculló: «Éste se cree que también el bar es suyo». Pero ya Masip corría hacia el comedor, la gabardina ondeando y llamando a voces: «Charo, Charo, atiende bien a estos señores, que son amigos míos».

La gerontomaquia se resolvió al fin nombrando presidente de la Diputación a José Puertas Meré, candidato de UCD, que aventajaba al candidato socialista Paniceres en unos años o meses: todo valía cuando se atiende tan sólo a la partida de bautismo. Paniceres, que llevaba varios días pavoneándose por el Niza como si ya fuera el presidente de la III República, debió recibir lo que se llama un jarro de agua fría, pero así son las cosas de la política.

Puertas Meré era un paisano del Mazucu que nunca había imaginado que llegaría a ser gerifalte en Oviedo: con serlo en el Mazucu le bastaba. A Oviedo estaba tan desacostumbrado que cuando fue a la capital a tomar posesión, Pumarino le preguntó dónde la apetecía ir a comer y él contestó que a la cantina de la estación de Económicos. Por lo menos, no tenía gustos caros. Porque entre los miembros de la clase política que se había improvisado se empezaba a desarrollar el gusto por las viandas de categoría y por los buenos restaurantes, hasta el punto que se les llamaba «Yo, lubina», porque era lo que pedían, aunque no supieran emplear la pala de pescado. O expresado de manera más gráfica, se pasaba del Niza, honesta y servicial casa de comidas a la antigua usanza, a Casa Conrado, uno de los restaurantes más prestigiosos del norte de España. Bastaba con cruzar la calle.

La Nueva España · 25 mayo 2009