Ignacio Gracia Noriega
La censura y la represión ideológica
El doblaje amañado de las películas, la retirada de los libros y el veto a la representación de obras teatrales, en una etapa en la que el franquismo se hizo grotesco
La reciente muerte de Alejandro Fernández Sordo me trae al recuerdo algo que con este motivo no se dijo, seguramente porque se entiende que las necrológicas han de ser laudatorias en todos sus términos. No obstante, el hecho de que los delegados del Ministerio de Información y Turismo del régimen anterior fueran lisa y llanamente censores y que Fernández Sordo hubiera iniciado su despegue político desde ese cargo, no empaña su memoria, ya que entonces las cosas eran así y ahora son de otra manera.
Yo no le traté personalmente, aunque los dos procedemos del mismo pueblo, de Cué; no sé si habré perdido algo. A propósito de Fernández Sordo puedo repetir lo que el ex maestro de primeras letras de Purón le dijo al Príncipe de Asturias el día que se lo presentaron: «Entre que usted viene poco por Purón y mis ocupaciones me atan a este concejo, es natural que no nos hayas conocido hasta ahora».
En Llanes no se le apreciaba por su comportamiento distante: hacía su vida y no se metía en la de los demás, lo que provocaba la maledicencia de la asturmexicana hija del mejor joyero del mundo y gentes por el estilo, porque creían que los «ninguneaba»: sobre todo, a partir del momento en que fue nombrado ministro, y se decía que era antipático, y también muy listo. Listo, según parece, lo era, y además estaba informado, que es lo menos que se le podía pedir a un delegado de información. De lo que no estoy muy seguro es de que un censor listo sea mejor que un censor tonto, aunque este último suele ser peligroso cuando da palos de ciego. A Fernández Sordo le envaraba y hacía poco tolerante el temor de que un desliz diera al traste con sus ambiciones políticas, que le condujeron a una poltrona ministerial y al Consejo de Estado, alto organismo ahora totalmente devaluado. Como era listo, sabía distinguir entre una chiquillada y las acciones de verdadero calado. En esto se parecía al comisario Ramos, que también era listo e implacable.
En cierta ocasión, un grupo de universitarios fue a solicitar a Información y Turismo el correspondiente permiso para representar «El divino impaciente», pieza de José María Pemán sobre San Francisco Javier, el apóstol de Oriente. Oliéndose el cachondeo, Sordo negó el permiso: «Antes os doy permiso para que representéis a Bretch». Pero tampoco dio permiso para representar a Bretch.
Al día siguiente del incidente que terminó, a punto de pistola e himnos «fachas», con el programa «Fenestra Universitaria», los propietarios de la emisora, gentes de pocos alcances, estaban apesadumbrados por las consecuencias que aquel asalto pudiera traerles, por lo que cuando vieron entrar al día siguiente a Fernández Sordo en la emisora, sintieron que la tierra se abría bajo sus pies e iba a tragarlos, más cuando el delegado les expresó su pesar por lo ocurrido y se puso a su disposición para lo que quisieran mandar, vieron a Dios, como quien dice.
Con otros dos delegados tuve más trato personal. Siendo estudiante, Alarcos me entregó una carta que le habían enviado los hispanistas Marcel Bataillon y Jean Cassou, de La Sorbona, para que la Universidad de Oviedo se sumara al homenaje que se le iba a hacer en París a Rafael Alberti, con el encargo de que, dado que yo «andaba por ahí», recogiera firmas. No sólo recogí firmas (ocupación que en aquella época entrañaba cierto riesgo), sino que le pedí a don Pedro Caravia que escribiera un texto para encabezarlas (texto no recogido en sus «obras completas» y que posteriormente publiqué en LA NUEVA ESPAÑA). Una noche entré en la conocida güisquería «Noel», en la calle del Doctor Casal, y encontré charlando en una mesa a Dionisio Gamallo Fierros y a otro que resultó ser Enrique Santín, delegado de Información y Turismo. Con la inocencia que proporciona el desconocimiento, me acerqué a la mesa y le alargué a Gamallo el pliego de firmas. Gamallo firmó y guardaba su estilográfica, cuando su acompañante dijo: «Trae acá eso». Lo leyó y resolvió: «Esto es cosa de comunistas». Y le ordenó a Gamallo que retirara la firma. Yo dije que era imposible, y se produjo entonces una discusión entre Santín y yo, en la que Gamallo no sabía qué partido tomar. Al final se tomó una solución que aceptamos las tres partes: Gamallo volvió a sacar la pluma y añadió unas palabras bajo su firma, especificando que él no era comunista, por lo que el homenaje al que se sumaba era «al poeta y sólo al poeta».
A la mañana siguiente me despertó alguien encendiendo la luz en mi habitación. Era Aurelio Gutiérrez Cecchini en persona, con lo que me acordé de la espléndida, inmejorable definición de la democracia por Winston Churchill: «Que llamen a tu puerta a las cuatro de la madrugada y sea el lechero». Aurelio, muy paternal (en Comisaría solía hacer el papel de «policía bueno»), me dijo que me esperaba en el bar de abajo para que fuera con él a la «casa grande» y que le había dicho a mi madre que éramos amigos e íbamos a comer a Luarca. ¡Todavía tenía que agradecerle estos detalles! Llamé a Alarcos por teléfono mientras me lavaba los dientes, y me dijo que no me preocupara y que dijera lo que había, porque no había nada más. De todos modos, me retuvieron hasta la hora de comer, y quedaron fichados Bataillon y Cassou. «Comprobaremos quiénes son», me aseguraron. Uno de los policías me preguntó durante el interrogatorio quién era mejor poeta, Alberti o García Lorca. ¡Grave dilema! Pero peor fue la respuesta que el policía se dio a sí mismo, por si yo le entraba al trapo: «Yo creo que Lorca, si no le hubieran fusilado estos cabrones». Se imponía el silencio total, incluso en cuestiones literarias.
Esto era el franquismo, ya en su tramo final. En los años cuarenta y primeros cincuenta había sido un régimen terrible, pero al perder resuello se volvía grotesco. La censura se guiaba por intuiciones de lo más peregrinas, y a veces para tapar algún inconveniente hacían un roto mayor. Es el caso del doblaje de la película «Mogambo», en la que para disimular un adulterio crearon un incesto. En lo que a Asturias se refiere, obras que no se podían representar en Oviedo, se representaban en Gijón, y viceversa. El criterio variaba según fuera el censor un cura o un ex divisionario de bigotito recortado y uña del dedo meñique desmesuradamente larga. Los curas le concedían mucha importancia al anticlericalismo y a las palabras mal sonantes, y los ex divisionarios eran más tolerantes en lo que se refiere a los pecadillos de la carne. Todavía quedaba un poco dejos la etapa de «libertad de Fraga, libertad de braga», pero se adivinaba. Más o menos como ahora, que hay toda clase de libertades en materia sexual, pero ¡póngase uno a exponer algo disconforme con los férreos principios de la «corrección política»!
Más afectiva que la censura estatal y clerical y hasta que la Policía política social era lo que Gustavo Bueno definió como «la policía inmanente», que consistía en el miedo en los ámbitos familiares y privados a incumplir los preceptos de la «corrección política» de la época. En este sentido, los padres se preocupaban de que sus hijos, cuando estaban en la Universidad, no se metieran en política. Se podría suponer que ésta era una prevención exclusiva de las familias de derechas, pero creo que conviene precisar, una vez más, que en la oposición al régimen participaban principalmente jóvenes procedentes del bando vencedor en la Guerra Civil; lo que obligó al comisario Ramos a exclamar en una ocasión: ¡Para esto hemos ganado la guerra!
Donde la censura se cebaba era en la prensa. Y no sólo la censura; como escribió Miguel Delibes: «Los diarios españoles, durante una prolongada etapa, quedaron relegados a una condición servil, donde no solamente la Vicesecretaría de Educación Popular tenía atribuciones sobre ellos, sino que tácita o expresamente se las otorgaba a cualquier organismo, pequeño o grande, que disfrutara de alguna parcela de poder». Y no sólo eran los ateos y los desafectos al régimen las víctimas de la censura. Al piadoso y muy franquista don Césareo Rodríguez Loredo, canónigo y profesor de Religión de la Universidad, se le retiraron dos libros, uno por el arzobispo y otro por la Policía: en el primero, «Manojo de errores periodísticos», denunciaba las herejías de otro canónigo en unos artículos publicados en el diario «Región», y en el otro, «Franco Rey», argumentaba con rigor escolástico lo que propone el título. Pero la censura, ni la civil ni la eclesiástica, se distinguieron por el sentido del humor.
Debo destacar que la única censura que tuve en mi vida se la debo a la sociedad asturgalaica de Amigos del País, que habiéndome encargado el prólogo a un folleto de José Ramón Rodríguez de Luanco sobre la sidra, mereció la suspicacia de un concejal del PSOE, colmo casi caricaturesco de la «corrección política», que consideró reprobables ciertas chanzas mías al separatismo. Y es que en dictadura o democracia, la censura no es otra cosa que la defensa arbitraria y autoritaria de la «corrección política» del momento.
La Nueva España · 15 junio 2009