Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Los hispanoamericanos

España acogió con honores de grandes literatos a autores que nunca triunfaron en su tierra y cuyo único mérito era ser rojos

Con la instauración de la democracia en España, el clarín tocó fajina, y no sólo se apresuraron a regresar exiliados que no se habían enterado de nada, ni de que España había cambiado bastante desde que ellos la abandonaron ni de que después de las de Galdós se habían publicado otras novelas, y una apresurada, pintoresca y variopinta tropa de gentes de letras hispanoamericanas que se resignaban a cambiar el «dorado París», donde nadie sabía quiénes eran ni los tomaban en la menor consideración, por la despreciada y aborrecida madre patria, en la que los trataban como reyes.

La mayor parte de ellos iban a Barcelona, que paradójicamente era donde se encontraban algunas de las más comerciales editoriales en lengua española, y después a Madrid, donde se encontraban el Ministerio de Cultura y otras instituciones que custodiaban el presupuesto. La obsesión de esa gente hispanoamericana por las instituciones oficiales debe ser cosa enfermiza; tal vez se lo dé el clima. Cuando ganaron los socialistas en Francia y Mitterrand se disponía a formar gobierno, Gabriel García Márquez, el inefable «Gabo», en cuyo bigotón confluyen todas las «progresías» posibles (aunque con menos «glamour» tal vez que en el «homme de lettres» belga Julio Cortázar, culminación del «pijoprogre»), le preguntó al futuro presidente quién sería su ministro de Cultura. ¿Qué podía importarle a un escritor colombiano quién iba a ser el ministro de Cultura de Francia? Respondió a su pregunta el avieso Mitterrand con sonrisa taimada:

–No te preocupes. Será amigo nuestro.

Iba a serlo, y lo fue, ni más ni menos que Jack Lang, todavía perfumado de aromas de los adoquines del 68. Lang y Régis Debray formaban un buen dúo. Pero al menos Lang se quedó en París politiqueando, mientras Debray fue a «Latinoamérica» (como ellos y Felipe González decían) a echarle una mano a la revolución tercermundista y, de paso, a cantar «La traviata» y lo que hiciera falta cuando le agarró la policía por meterse donde no le llamaban. ¡Qué tropa!

La instauración de la democracia en España fue más salvadora para muchos escritores hispanoamericanos que para los españoles en general, porque aquí, como observaba Santiago Melón, se seguía haciendo lo mismo que al final de la dictadura. El cambio de costumbres se notaría más tarde. Todo el mundo viste de manga corta como si estuviera en el Trópico, a nadie le preocupaba que los ciudadanos fumaran o bebieran alcohol y los homosexuales guardaban las formas. Hoy fumar y beber están proscritos y la mariconería protegida por el Gobierno. Pues al producirse el acontecimiento, ya el «boom» hispanoamericano era un camelo de capa caída, por lo que había que explotarlo en la madre patria hasta que se pasaran los efectos de la onda expansiva. La mejor definición del «boom» de la literatura hispanoamericana se debe a Che Guevara, que afirmó con lucidez que de no haber sido por la revolución cubana, los del «boom» serían cuatro voludos macaneando por París.

Sin embargo, los de la «progresía» española no se enteraron, y les tendieron alfombras (rojas, naturalmente) para que se acercaran a recibir las delicias del presupuesto y los grandes premios de subvención oficial, hoy tan devaluados que ya han perdido todo el prestigio que pudieran tener como remedos provincianos del premio Nobel y se despeñan por las cañadas negras de la corrección política extremada, concediéndose el «Príncipe de Asturias» al ex stalinista Ismail Kadaré y el «Cervantes» al zapaterista Gamoneda. Sólo la constitución del actual Consejo de Estado y el Consejo de Ministros tienen menos categoría. Por lo menos, uno de los primeros premios «Cervantes» se le concedió a un novelista de talla como Alejo Carpentier, en tanto que de uno de los últimos premiados sólo se sabía que sus nietos habían sido raptados durante la dictadura militar argentina: de la obra poética de Juan Gelman, ni se supo ni se la esperaba. Lo que importa es que el escritor premiado sea «comprometido»: con el poder, claro es, ahora que ellos están mandando.

La tropa hispanoamericana cometió aquí desacatos y groserías formidables. Se cuenta que cierta vez que se encontraba en la Universidad Menéndez Pelayo el finísimo «Brais Echenaik», como dicen los anglófonos Bryce Echenique, que siempre estaba borrachito porque era de buen tono y escribía «para que le quisieran» (y cuando no se le ocurría qué escribir, plagiaba como un demonio), alguien anunció la llegada de Manuel Alvar, a lo que saltó el peruano: «Eso, al bar, al bar». O Carlos Fuentes, que decía que en su casa de México sólo hablaba español el servicio y que él hubiera escrito en inglés de no ser porque Joyce le pisó el «Ulises». Todos ellos eran rojos rojísimos pero de muy buenas familias sin contaminación de sangre negra o india y hacían alarde de haber pisado alfombras. El displicente dandy pijoprogre y «homme de lettres» belga Julio Cortázar ni se dignaba pisar la madre patria, porque se consideraba en otra órbita, de manera que cuando el avión en el que viajaba a París hacía escala en Madrid, Solana Madariaga iba a visitarle a la sala de los VIPS del aeropuerto, a rendirle pleitesía de admirador sumiso. El tal «Gabo» tampoco se prodigaba en España porque con el premio Nobel no iba a descender al trato con aldeanos. Por cierto, cuando le concedieron el premio Nobel se puso en plan indigenista, y vino a decir que cuando le conceden el premio a un escritor europeo, se entera al medio día, en tanto que a él se lo comunicaron de madrugada. ¡Qué poca consideración con el indio! Y acto seguido, pese a encontrarse «exiliado» en México, tomó el teléfono y la primera llamada que hizo fue al presidente de Colombia para hacerle la pelota. Esta gente es incorregible. Donde haya un entorchado, se poneen a dar saltos, o se arrastran, según convenga.

Otros cometieron verdaderas groserías, como «el Cosmopolita de Buenos Aires» (sí, el nieto del coronel Borges, de muy buena familia, que había tenido esclavos, como si fuera Faulkner), quien al ser galardonado con el premio «Cervantes», lamentó tener que compartirlo con Gerardo Diego. «¡No me dan el premio Nobel y en su lugar me dan el «Cervantes» compartido con Gerardo Diego!». Y cuando le presentaron a Gerardo Diego, le preguntó: «¿Vos sos Gerardo o sos Diego?». Gerardo Diego debía estar acostumbrado a tragar carros y carretas, porque no le mandó a paseo, que hubiera sido lo propio. No sé si fue en este viaje o en otro, que Felipe González le invitó a la Moncloa, y al preguntarle un periodista por sus impresiones de aquella visita, contestó: «No puedo decir nada de un matrimonio que se ha portado con tanta amabilidad conmigo, que me ha tratado tan bien».

Hacia Borges había culto de hiperdulía, pronto caído en el olvido, porque es uno de los escritores que más se repiten. Tanto, que a su lado, Cela, parece un escritor en continua renovación. En cierta ocasión le comenté a José Doval que Eduardo Úrculo me había contado que comió con el Cosmopolita, porque de aquellas gentes como él y Juan Cueto presumían de cosas así. Se apresuró a afirmar Doval: «¡Habrán comido vichisoise!». ¡Pues no señor, el Cosmopolita comió helado de chocolate, y lo hizo como un marrano, manchándose la corbata! Si llega a saber el Cosmopolita que esa crema de puerros de sonido afrancesado es española, no hubiera tenido tanto entusiasmo por ella.

Luego estaban las mediocridades: Benedetti, Galeano, Scorza, Onetti, etcétera, etcétera, que se pasaban la vida de congreso de escritores en congreso de escritores, entre Cuba («territorio libre de América») y Madrid. Un día, el avión en que iban cayó al agua y murieron varios. Un periódico madrileño publicó un artículo necrológico titulado algo así como «Por qué murieron aquellos poetas». Digo yo que porque se pasaban su tiempo viajando.

Antes que éstos, una buena representación de hispanoamericanos vino a la Universidad de Oviedo a cursar Derecho, quién sabe si siguiendo las huellas del argentino Belgrano. En cierta ocasión, Teodoro López Cuesta pidió a uno, en un examen oral, que le hablara de la Banca, y el interrogado contestó imperturbable: «Para mí, "dotol", no hay otra banca que el Banco Ibérico. Siempre que me llega el "chequesito" voy al Banco Ibérico a cambiarlo». Cuando les llegaba el «chequesito», lo primero que hacían era comprar una provisión de cigarrillos «Celtas», en previsión de los malos tiempos de finales de mes. Había un Byron Largaespada, a quien el catedrático Iglesias Cubría llamaba a dar la lección diciendo: «Ahora el señor Largaespada nos explicará, con su natural penetración, qué es un contrato». Otro se emborrachó ferozmente en La Granja y cuando estaba en la fase de insultos a jefe del Estado, le detuvo la Policía. El caso se complicó, porque su padre era ministro en su país de origen. Mas no hubo manera de librarle del Tribunal de Orden Público, que le absolvió sin cargos, reconociendo que la embriaguez no era su estado habitual.

Otro había llamado Ramón Mendoza, panameño, que aconsejaba a los comunistas que se dejaran de macanadas, alquilaran un piso y contrataran una secretaria. Así se constituye, decía, un partido político. Para partidos políticos estaba el país en los años sesenta. Un peruano lamentaba su aspecto aindiado e iba a pedirle consuelo a Gustavo Bueno, el cual le decía que tener sus rasgos daba igual que tenerlos de blanco, a lo que él se encrespaba y saltaba indignado: «¿Cómo que da igual? ¡Nosotros somos la raza cósmica!».

En cierta ocasión, en plena guerra de Vietnam, vino a la Universidad de Oviedo el embajador norteamericano Biddle Duke (el mismo que se bañó con Fraga Iribarne en la playa de Palomares, para demostrar que no había bomba atómica por los alrededores). Durante el acto, celebrado en el Paraninfo, un grupo de estudiantes desde las alturas empezaron a gritar «Yankys, go home», y otras lindezas antiimperialistas, con lo que se produjo el natural revuelo, el rector Virgili Vinadé tuvo miedo e interrumpió el acto, y en medio de la confusión, desapareció el embajador. Desasosiego y el estupor. Al fin se descubrió que el embajador se encontraba al pie de la estatua de Valdés Salas, a donde le había conducido en volandas un gigantesco estudiante portorriqueño, de quien Francisco Julio Sánchez sospechaba que era miembro de la CIA. Cuando las autoridades académicas y policiales se acercaron a la carrera para acordonar al embajador, el portorriqueño le estaba diciendo: «No se preocupe, señor embajador. Son los comunistas de siempre. Por cierto, ya que es usted persona de influencias, ¿podría hablarse al catedrático de administrativo para que me apruebe?».

Otro, en fin, tenía una hacienda, y una vez que fue de vacaciones, vio un negro que se moría de hambre. Entonces le dijo a la madre: «Má: el negro se muere». Sus hermanos mayores le dijeron: «Cabrón, maricón, comunista». Y le botaron. No le quedó más remedio que venir a Oviedo a estudiar Derecho.

La Nueva España · 17 agosto 2009