Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Ruido de sables

Los asesinatos del general Sánchez Ramos y del teniente coronel Pérez Rodríguez, cuando se estaba ultimando la Constitución, dispararon el temor a que los tanques tomaran la calle

Durante los indecisos primeros días de la transición, los luchadores por la instauración de un sistema democrático civilizado temían escuchar, a la menor alteración, ruido de sables. Se trataba de un temor razonable y más que justificado. En primer lugar, todos los resortes del régimen anterior, desde el judicial al ejército, seguían manejados por quienes habían dispuesto de ellos durante cuarenta años, y en segundo y principal, los que deseaban el cambio se daban cuenta de su escasa fuerza, de su insignificancia. Los que participaban en la oposición activa eran muy pocos; había algunos más que sin duda simpatizaban con el cambio pero que consideraban más prudente quedarse en sus casas, y la inmensa mayoría de la población, bien por activa, bien por pasiva, continuaba siendo franquista.

El régimen había conseguido mejoras evidentes, de manera que más valía no moverse y aguardar a que los acontecimientos fueran desarrollándose por sí mismos, sin precipitaciones ni pasos en falso. Si las cosas llegaban a buen puerto, los que habían aclamado a Franco en la plaza de Oriente admitirían sin ningún problema al gobernante de turno, como en su momento hicieron. Pero de momento más valía callar y esperar, porque es raro que los espectadores corran verdadero peligro (a no ser que el toro salte la barrera) y en boca cerrada no entran moscas.

Aunque algunas minorías preferían que las cosas se precipitaran, porque barruntaban que la transición iba por un rumbo que ellos no podían imponer ni controlar, y estaban tan dispuestos a sacrificarse por la revolución que no les hubiera importado un golpe militar si con ello reaccionaba la población. Mas estos grupos eran tan desvalidamente minoritarios y estaban tan alejados de la realidad que por sí solos no podían hacer absolutamente nada, como en seguida se comprobó.

El gran peligro era el terrorismo. Algunos golpes de ETA habían sido dirigidos contra el ejército. Por aquellos tiempos, ETA gozaba de un gran prestigio, incluso entre la izquierda moderada; nada digamos de la radical. Junto al pozo Funeres, en Peñamayor, las siglas de ETA habían sido cavadas sobre la hierba. ETA gozaba del prestigio de haber acelerado la desintegración del franquismo con el atentado que le costó la vida al almirante Carrero Blanco y durante mucho tiempo se creyó que estaba luchando por el restablecimiento de las libertades democráticas: ahí es nada, pero fue así. Hasta que los dirigentes de la izquierda moderada no se hicieron profesionales y no alcanzaron el poder no consideraron a los etarras como un verdadero peligro para ellos.

En tanto que los etarras y demás terroristas hacían la guerra por su cuenta, los demócratas temían al ejército más que a cualquier otra cosa, con la excepción, acaso, de Adolfo Suárez, que a quien más temía era a Felipe González y a que la izquierda en general, entre la que figuraban demócratas tan acreditados como Santiago Carrillo, no le consideraran lo suficientemente demócrata. Este fue siempre el problema de la derecha en España a partir del franquismo: creer que las izquierdas, entre las que figuraban stalinismo, maoístas y otras especies, eran modelos de democracia.

Que el ejército no era muy de fiar era cosa segura, y de acuerdo con algunos indicios, había motivos para la suspicacia. El nuevo jefe del Estado Mayor, general Liniers, había ido a la Argentina a mediados de julio de 1978, y el 18 de ese mes, fecha muy significativa, le impuso una medalla al dictador Videla y aprovechó la ceremonia para hacer unas declaraciones improcedentes. Enrique Mújica, que era el dirigente del PSOE más impuesto en asuntos castrenses, salió al paso de esa noticia templando gaitas y destacando la vocación democrática del general Liniers. El 18 de julio, por lo demás, transcurrió sin sobresaltos, es decir, sin pena ni gloria.

Al día siguiente comí en el Niza con Puri Tomás, Avelino Cadavieco, Fanjul (de El Entrego) y Pepín de Latores; Puri estaba muy interesada por saber de qué habrían hablado Santiago Carrillo y Fraga, que se habían entrevistado aquel día o el anterior. En Asturias las cosas estaban sosegadas y los padres de la patria habían culminado una de sus tareas, porque el día 21 de julio se presentaba a las Cortes el proyecto constitucional.

Durante algún tiempo, Peces-Barba y Pérez Llorca, en representación de los partidos mayoritarios (ya se perfilaba el bipartidismo como única salida posible), habían negociado, regateado los diferentes artículos como si en lugar de un parlamento se encontraran en un bazar y habían extenuado la palabra «consenso» tanto como ahora se manosea «solidaridad». En mi diario me pregunto qué harían aquellos dos una vez concluida y en buen puerto su abrumadora tarea, y conjeturo que, a falta de ocupación mejor, se dedicarían a la bebida. Pues se daba por seguro que el proyecto sería aprobado por unanimidad o casi. No procedía en aquellos momentos andarse con bromas, y urgía tener disponible, a todos los efectos, una Constitución.

El 21 de julio, pues, se procedió a votar el proyecto, y ese día, por la mañana, fueron asesinados en Madrid a tiros, dentro de su coche oficial, el general Sánchez Ramos y el teniente coronel Pérez Rodríguez. Desde el comienzo del proceso democrático venía temiéndose un atentado de este tipo, que provocara al ejército de tal manera que le obligara a reaccionar sacando los tanques a la calle.

Los atentados terroristas anteriores, los asesinatos de guardias civiles y de policías, producían las comprensibles crispaciones, las palabras de doble sentido y, lo que era peor, los silencios inquietantes de quienes en otras circunstancias hubieran vociferado. Pero el ejército se mantenía en su sitio, dolorido e impasible, en tanto que los extremistas de extrema derecha los invitaban a actuar, e incluso se ofendían si no actuaban tal como ellos preveían.

Pero el asesinato de un general y un teniente coronel era ofensa de tal calibre que durante unas horas pareció imposible que no hubiera inmediata respuesta. Todos habíamos escuchado las agorerías de fascistas destemplados que anunciaban: «Cuando maten a un alto mando del ejército, los militares se levantan». Aquel día habían matado a dos. Todo el mundo temía que pudiera suceder una enormidad como aquella, aunque parecía difícil que fuera posible. El atentado de Madrid no fue el único, sino que el mismo día dos guardias civiles resultaron heridos en Beasain y un policía municipal fue tiroteado en Sevilla. A última hora se dio a conocer que el atentado contra el policía sevillano no tenía aspecto político. Menos mal.

Aquel día yo había ido a comer a San Juan de la Arena y me enteré del atentado en Avilés, donde hice escala. Encontré en un bar a Alfonso Selgas Llano, militante del PC en la Universidad, que había pasado un año de cárcel en Jaén por propaganda ilegal, y se encontraba muy afectado, temiendo escuchar de un momento a otro el ruido de los sables. Al menos en Avilés, el PC había pedido a sus militantes que acudieran a la sede del partido por lo que pudiera suceder, y Selgas nos invitó a acompañarle. Pero yo decidí continuar hasta San Juan de la Arena. Suponía que si pasaba algo, se correría más riesgo en la sede del PC que en un restaurante de San Juan de la Arena comiendo angulas.

Por la televisión fueron hablando los portavoces de los partidos políticos, uno a uno. El viejo profesor se dirigió «urbi et orbe» con palabra engolada y hueca, el representante catalán dijo exactamente lo contrario de lo que quería decir, Carrillo estuvo duro y fue el único que hizo propuestas concretas como que debería aprobarse inmediatamente el proyecto de Constitución, González solicitó que las intervenciones de los portavoces fueran transmitidas por la TV, Fraga repitió varias veces el lema de su partido y Suárez reveló que siempre que se iba a producir un cambio político había un atentado. Qué clarividencia.

Por fortuna, los padres de la patria no abandonaron el Parlamento e hicieron lo que recomendaba Carrillo: aprobaron el proyecto constitucional por 258 votos a favor (UCD, PSOE, PCE, catalanes, etcétera), las 18 abstenciones de los diputados de AP y dos votos en contra, del vasco Letamendia y de Silva Muñoz, que me parece que navegaba con bandera de democristiano. Los diputados del PNV, astutamente, se ausentaron del hemiciclo en el momento de producirse la votación.

Al regresar a Oviedo no había tanques en la calle. En su lugar vi a Agustín Tomé, que me dijo que había hablado por teléfono con Gómez Llorente, que le comunicó que se esperaba de inmediato otro atentado de proporciones más impresionantes todavía. Pero en esta ocasión, el diputado socialista no estaba bien informado, aunque cabía la posibilidad de que Tomé se hubiera inventado aquella noticia para darse importancia.

La Nueva España · 16 noviembre 2009