Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El comité socialista de Oviedo

El 3 de septiembre de 1976 se eligió el primer órgano representativo del PSOE en la capital asturiana en una asamblea que casi se va a pique en varias ocasiones

El año 1976 fue crucial en la transición. Todo se podía ganar o se podía perder al menor descuido. Había la sensación de que se estaba jugando el futuro a cara y cruz y que todo estaba en el aire. La oposición tenía muy poca fuerza: no mucha más que el año anterior, cuando todavía vivía Franco, aunque ahora se estaba organizando con mayores posibilidades de éxito. Al menos se salía de la clandestinidad a una situación de ambigua tolerancia para algunos y de mirar para otra parte en algunos casos si se trataba de los comunistas (que eran, claro es, los que constituían la única organización política activa, precisamente porque ya estaba organizada); y a la izquierda del PC, leña al mono, aunque a babor extremo había poco movimiento (y en compensación, mucha teoría), debido al carácter extremadamente minoritario, casi abstracto, de aquellos grupúsculos, que fundamentaban su existencia en el contraste ideológico entre ellos por cuestiones de detalle. Cabe señalar la excepción del MC, siempre activo y batallador, y perito en la lucha ideológica y propagandística, a la que contribuían con algunos carteles realmente bien hechos, en tanto que la propaganda de los demás, comunistas incluidos, era pura chapuza si no la enviaban desde afuera, como a los socialistas.

La actividad del MC se debía a que este partido, que pretendía redimir a la brava y desde la raíz a la clase proletaria, estaba compuesto por burgueses de profesiones liberales bien pagadas: muchos de ellos eran médicos y según Juan Luis Vigil cotizaban a la causa un 35 por ciento de la soldada mensual: más que si fueron miembros de la Obra con observancia de los tres votos. Los del MC también tenían sus votos, y calculo que el principal debía ser el de la obediencia, ya que el de pobreza les resultaría difícil cumplirlo, porque la mayoría eran ricos, y el de castidad lo rechazaban de plano, pues propugnaban una nueva moral en la que el aborto libre y sin contemplaciones era una sorprendente (para aquella época) reivindicación revolucionaria, mucho antes de que se vislumbrara en el lejanísimo horizonte la posibilidad de que alguien como Bibiana Aído pudiera llegar a un ministerio. Porque, bien mirado, en 1976 la gente como Zapatero o como la Aído no tenían la más remota posibilidad de gobernar ni en la utopía más descabellada.

La extrema izquierda era, de todos modos, la única y escasa zona del espectro político en la que el debate ideológico tenía algún sentido, aunque, verdaderamente, fuera de ellos, a nadie le importaban lo más mínimo las sutiles diferencias entre troskistas y stalinistas, entre maoístas y moscovitas, y otras cuestiones por el estilo. Cuando el debate ideológico se planteó en el seno del PC por la vía totalmente descafeinada del eurocomunismo, el resultado fue la dispersión de un partido hasta entonces muy unificado y centralista (el «centralismo democrático» era eufemismo empleado para señalar que quien mandaba, mandaba mucho), y del que no tardaron en salir los más espabilados como Areces y el agente Iglesias por la banda del leninismo para ingresar a la semana siguiente en el PSOE bajo bendición socialdemócrata.

En el PSOE, en cambio, tal debate no se produjo, ya que lo que importaban eran cuestiones de organización (cuántos nuevos militantes se apuntaban) por encima de las ideológicas, que no se consideraban. Así que cuando se decidió en las alturas que el PSOE dejaba de ser marxista, la cuestión no repercutió en las bases, ya que para ellas el marxismo no pasaba de ser una palabra que significaba «rojísimo», más o menos. En el PSOE había un sector que se declaraba marxista, uno de cuyos más cualificados representantes eran Luis Gómez Llorente, bien conocido en Asturias por haber venido aquí, destacado desde Madrid, como estrella de las listas electorales. Gómez Llorente nunca me pareció un teórico muy considerable, ni siquiera hombres de demasiadas lecturas. Su libro sobre la historia del PSOE no pasa de ser un refrito de la historia del partido obrero de Maroto. Pero en 1976 a Gómez Llorente sólo se le conocía de nombre, yo al menos. Todavía faltaba mucho tiempo para que desembarcara en Asturias en gloria y multitud. Luego, ya lejos otra vez de nuestro horizonte, se fue esfumando por persistir en el marxismo, más o menos nominal o sentimental.

Debido al apremio de las circunstancias, a lo largo del verano habíamos seguido trabajando en el piso de Otero y en la asesoría laboral camuflada de UGT que llevaba Vigil con don Agustín Tomé de ayudante (aunque Tomé solía decir que él era el abogado e incluso firmaba con la alargada pluma metálica, marca Mont Blanc, de Vigil). Se había elegido un comité local en una asamblea de no más de catorce personas y de ahí salió el germen de organizaciones futuras. Don Álvaro Cuesta, confirmado como secretario político (hasta entonces lo era de las JJSS), pudo marchar de vacaciones a su Navia natal con la caja del partido (unas 800 pesetas) y el fichero, contenido en una hoja de papel amarillo. Sólo volvió al mitin de Felipe González en el Palacio de los Deportes de Gijón, porque, eso sí, cuando venía algún gerifalte nacional don Álvaro se desvivía. Sobre todo, hacía gala de mucha amistad con Pino, el secretario de las JJSS, en Madrid, claro. El veterano Emilio Llaneza le decía: «Lo que debes hacer es estudiar, porque el partido necesitará personas preparadas, ya que los políticos van a sobrar». No obstante, a don Álvaro el estudio le producía dolor de cabeza. A él lo que le iba era intrigar y repetir palabras espantosas como obsoleto o referente. Era simpático y muy buen rapaz, y aunque estuviera dando la puñalada por la espalda, no abandonaba la encantadora sonrisa, que con el paso de los años se parece a la de Miguelito Bosé.

El 3 de septiembre, viernes, hubo asamblea extraordinaria para elegir nuevo comité local. Componían la mesa Peña, un veterano recién incorporado que era primo carnal de Ramón González Peña, y por la otra banda, de Vicente Madera, pero se conoce que entre el sindicalismo socialista y el patronal, optó por el primero; Avelino Cadavieco como vicepresidente y Ángeles como secretaria de actas. Peña estuvo a punto de echar a pique la asamblea en varias ocasiones con sus insensateces y salidas de tono, lo que provocó las risas de algunos militantes y el enfado de Cadavieco, en la que no le faltaba razón. A pesar de la presidencia de Peña, la asamblea, mal que bien, siguió su curso con una moción de censura al comité local saliente, que fue aprobada. Pero lo sorprendente del caso es que Álvaro Cuesta fue reelegido como secretario político y yo como secretario de organización. Entonces, ¿para qué la moción de censura? Los restantes cargos fueron: Avelino Cadavieco, secretario de administración (a fin de cuentas, era empresario); Justina Perales, de formación; Covadonga Díaz Friera, de prensa y propaganda; Faustino (no recuerdo el apellido, y el pobre murió poco después), de asuntos sindicales, y Juan Mier, de relaciones con las JJSS. Como vocales fueron elegidos Cándido Riesgo y Pepín el de Latores y como miembros de la comisión de conflictos, Peña, Leonardo Velasco y Emilio Llaneza.

En realidad, este fue el primer comité local efectivo que tuvo el PSOE de Oviedo, ya que el que venía funcionando hasta entonces tenía un carácter más bien provisional además de improvisado. Surgió de una reunión convocada en San Lázaro, el 8 de junio de 1976, en la que en principio se iba a tratar la cuestión de los socialistas históricos, que si en Asturias apenas se hacían notar, en otras lugares se mostraban más activos, utilizando unas siglas que podía dar lugar a confusión. En Oviedo sólo había un histórico, amigo de Ricardo Vázquez Prada. La cuestión la zanjó Emilio Llaneza, afirmando que para histórico él, que llevaba cincuenta años en el partido (y era verdad). De paso, Jesús Zapico aprovechó para atacar a Vigil, llamándole «figurón». Ludi saltó en defensa de Vigil y por poco se desarma la bolera. Seguidamente, se eligió un comité local en el que Álvaro Cuesta era el secretario político y yo de organización. Poco después, como es sabido, Álvaro se marchó de vacaciones. Por lo menos el nuevo comité tenía un aspecto más formal, como si dijéramos.

Previamente, a finales de agosto, se había constituido la sección de Latores y el 17 de septiembre la de Cerdeño. La organizaba Longinos y estuvimos presentes Faustino y yo, como miembros del comité local. Se componía de ocho miembros.

Después de la constitución del comité local, Avelino Cadavieco invitó a los miembros a cenar merluza a la sidra en el bar Nalón. A los postres contó historias de la guerra y de la cárcel. A él le juzgaron junto con un vasco llamado Ricardo Olavarría, y como tenía el grado de capitán, el consejo de guerra estaba presidido por un coronel. A Olavarría le acusaban de haberse retirado de San Sebastián a Éibar, a Bilbao, a Santander, a Asturias, y, como decía el fiscal, «porque no había más territorio rojo, que sino, más se hubiera retirado». En cuanto a Cadavieco, que había alcanzado las tres estrellas de capitán antes de cumplir los 20 años, el fiscal apuntó: «¡Imagínense qué no habrá hecho para ser capitán a los 18 años!». Le condenaron a muerte, aunque la pena le fue conmutada, obviamente. En la cárcel había un vigilante a quien llamaban «Bocanegra» que continuamente increpaba a los presos, diciéndoles: «Desgraciados, ¿qué hicisteis con la Santina?». Hasta que un día respondió una voz anónima: «Era 'roja' y evacuó». Cadavieco era un buen tipo y contaba aquellas historias con humor.

La Nueva España · 14 diciembre 2009