Ignacio Gracia Noriega
El comandante Mata
El regreso del comandante Mata fue una de las reivindicaciones más insistentes del Partido Socialista asturiano en los primeros tiempos de la transición. Durante el famoso mitin de Felipe González en el Palacio de los Deportes de Gijón (al que asistió un jovencito alto y delgaducho, sin duda de aspecto blandengue y con los hombros hacia delante, como suelen ir los larguiruchos a edades tempranas e indecisas, llamado Zapatero, y allí mismo se hizo socialista «in pectore», como Saulo se volvió cristiano camino de Damasco), de pronto, y sorprendentemente, un individuo tan poco comunicativo y tan poco épico como Suso Sanjurjo, que se encontraba en el podio junto con otros dirigentes del momento, cerró el puño y se puso a gritar:
–«¡Mata!, ¡Mata!, ¡Mata!»
A ese grito se levantó un bosque de puños cerrados (calculo que Zapaterín cerraría también su puñito, para participar en todos sus aspectos en aquel ritual que se le ofrecía por primera vez), y los aspirantes vociferaban enardecidos: «¡Mata!, ¡Mata!, ¡Mata!». Paco Peralta, que se encontraba a mi lado, me preguntó con ironía de miembro del PC que miraba por encima del hombro a los socialdemócratas del felipismo:
–¿A quién quiere matar esta gente?
Naturalmente, ni Peralta ni yo teníamos el puño cerrado. Yo jamás cerré el puño de manera ritual, ni abrí la mano estirando el brazo. En cierta ocasión en que mi padre se empeñó en llevarme a un acto en mi pueblo natal ante la lápida de los caídos (entre los que figuraba un primo mío, asesinado antes de cumplir los veinte años por el excelente motivo de que su padre, mi tío Regino, había sido alcalde con la CEDA), y la plazoleta entre la portada románica de la basílica y la casa de Posada Herrera se encontraba llena de personas de orden, algunas de las cuales se volvieron trevinistas de toda la vida cuando les convino, aguanté a pie firme en medio de la multitud, con las dos manos en los bolsillos del abrigo, porque era crudo noviembre, y cuando todos se pusieron a cantar el «Cara al Sol», yo seguí con las manos en los bolsillos hasta que un llanisco ilustrado me llamó sinvergüenza y me dijo que estaba cometiendo una falta de respeto hacia todos los presentes. Aun así, continué con las manos en los bolsillos, y, desde entonces, no le volví a dirigir la palabra a aquel Fernando Noceda, aunque en alguna ocasión me comunicó que se podía leer «La vuelta al mundo de un novelista» de Vicente Blasco Ibáñez sin demasiado perjuicio moral; aunque, claro es, sería mejor que leyera otras cosas, a Ricardo León o a José María Pemán, aunque éste, al final, se destapó liberal.
Aquellos gritos de Suso Sanjurjo no proponían matar a nadie, claro es, sino que reivindicaban al guerrillero José Mata Castro, que había dirigido la guerrilla socialista en Asturias junto con el comandante Flórez hasta que en 1948 pudieron salir por el puerto de Luanco, en una operación militar muy precisa, organizada desde la frontera francesa por Indalecio Prieto y llevada a cabo por un personaje formidable, el marino de guerra vasco, Lezo de Urreiztieta, a quien Prieto consideraba digno de ser personaje de una novela de aventuras de Pío Baroja. Lezo se entrevistó con Mata en la iglesia del Cristo de las Cadenas y, al pedirle Mata que se identificara, el vasco le mostró su documentación, y en la cartera había además un rosario y varias estampas piadosas, por lo que el guerrillero receló y lo encañonó con la pistola: entonces tuvo que explicarle que era creyente, y cuando, a su regreso a Francia, Lezo le contó a Prieto que Mata por poco lo mata, el orondo dirigente socialista (uno de los escasos socialistas clásicos con sentido del humor), comentó: «¡Buen guerrillero!».
Mata había participado en la Revolución de Octubre del treinta y cuatro y había pasado por el infierno de las Adoratrices, donde actuaba el tenebroso esbirro Lisardo Doval. Durante la Guerra Civil, alcanzó el grado de comandante del Ejército republicano y, perdida la guerra, se negó a secundar la propuesta de los anarquistas de convertir Sama en una segunda Numancia. Y ante la imposibilidad de abandonar Asturias por mar, se echó al monte y permaneció dirigiendo la guerrilla socialista en los alrededores de Peñamayor durante once largos años. La mejor estación era el otoño, porque entonces «te tienen que pisar para verte», como él decía, y los inviernos los pasaba en Latores, invernando como los osos. Durante su estancia en los montes había aprendido mucho de los animales y de la Naturaleza. En cierta ocasión que estuvo enfermo, le asistió el doctor Vital Buylla, que le dijo: «Haz como los animales del bosque. Come carne. La carne proporciona agilidad». No olvidó aquel consejo. Tampoco otra precaución de guerrillero. Siempre que viajaba, llevaba consigo un bocadillo y un botellín de cerveza: por lo que pudiera suceder.
La salida de Mata por mar desde el puerto de Luanco hasta Francia fue una aventura formidable, de ejecución militar exacta. Si el cine español no fuera solamente comedia onanista de «progres» con pretensiones cosmopolitas, se hubiera hecho sobre aquel episodio de la lucha antifranquista una película que dejaría chiquitas a tantas películas de misiones bélicas imposibles como las que se ruedan continuamente. Pero aquí somos así, y se desperdician las buenas historias y los grandes personajes, en beneficio de la mediocridad, que es más democrática, a lo que parece. Mata llegó a su destino al frente de sus hombres y, una vez en Francia, volvió a trabajar en la mina y, a ratos perdidos, se dedicó a reorganizar el Partido Socialista en compañía de José Barreiro. Según me contó, en cierta ocasión unos aventureros le propusieron participar en un atentado contra Franco, en el que a él le correspondería, como minero, dirigir la construcción de un túnel subterráneo desde territorio francés hasta San Sebastián, donde, de salir bien las cosas, volarían al Caudillo como muchos años más tarde volaron al almirante Carrero Blanco. Pero Mata, considerando inviable aquella fantasía, se negó a participar.
Yo mantuve relación epistolar con Mata antes de conocerlo personalmente, y escribí sobre él un largo artículo en LA NUEVA ESPAÑA, además de la entrada correspondiente de la «Gran Enciclopedia Asturiana», para cuya ilustración aporté la fotografía en la que aparece Mata con el pistolón al cinto, con dedicatoria al dorso y que, por cierto, no me devolvieron.
No obstante, en un libro sobre Mata publicado por la Fundación José Barreiro en 1990, ni se me cita. Se conoce que estos socialistas de ahora no tienen en cuenta la apreciación de Don Sem Tob de que consejo es consejo, aunque venga de alguien que no es socialista. Allá ellos. Yo tengo dos docenas de cartas manuscritas de Mata, dirigidas a mí, que ofrecí a la Fundación José Barreiro cuando Germán Ojeda era director. Cuando defenestraron a Germán se olvidó el asunto. Más no puedo hacer ni ofrecer.
Aunque se consideraba imprescindible que Mata regresara a Asturias, el pistolón constituía un obstáculo importante. Desde luego, un guerrillero que anda por el monte, lleva pistola y armas largas, a no ser que sólo esté refugiado en las montañas, como Horacio Fernández Inguanzo, a quien la Policía le encontró en los bolsillos, cuando le detuvieron, un trozo de pan y un chorizo. Mata me comentó que Horacio siempre se negó a llevar armas, no porque fuera un cobarde, sino porque entendía que se debía luchar de otro modo. Y el pistolón desalentaba al PSOE, que consideraba que alguien que hubiera participado en el «maquis» pudiera dar mala imagen. No obstante, el propio teniente coronel Aguado, que escribió un libro muy documentado, pero lleno de exabruptos e insultos, reconoció que Mata se había comportado caballerosamente, por lo que apenas le dedica un par de líneas.
Por fin regresó Mata, ya bien avanzado 1976, es decir, bastante avanzada la transición, y en Barcelona fue recibido de manera casi apoteósica, habida cuenta que no era catalán. Por lo menos dos mil personas acudieron a la estación a vitorearle, y entre ellas se encontraba el dirigente ugetista Manuel Simón, muy vinculado a Asturias por aquellos tiempos, que llevaba consigo a una delegación de sindicalistas alemanes en viaje de inspección y solidaridad por España, encabezada por Heinz Oskar Vetter, presidente de la Confederación de Sindicatos Europeos. Simón se acercó a Mata y, después de abrazarlo, le dijo, presentándole a Vetter y a sus compañeros: «Mira, Pepe, estos compañeros vienen a darte la bienvenida en nombre de los sindicatos alemanes». Mata, alto y seco como una estaca, el rostro como tallado en madera, duro e impasible, los cabellos negrísimos a pesar de los años, peinados hacia atrás, se echó a llorar, y los que lo rodearon se emocionaron muchísimo. Al día siguiente fue recibido en Madrid, también por mucha gente; pero en cambio, en Asturias lo recibió de tapadillo, a las ocho de la mañana, en la estación del Norte, un reducido grupo de media docena de personas entre las que se encontraban Rafael Fernández, Avelino Cadavieco y don Álvaro Cuesta. Este recibimiento tan pobre obedecía, según se explicó posteriormente, a motivos de seguridad.
La seguridad era un pretexto bastante mezquino. Antes que Mata había entrado el coronel Fausto, jefe del legendario batallón «Sangre de Octubre», a quien Avelino Cadavieco nos presentó a Cándido Riesgo y a mí en Casa Manolo el sábado 18 de septiembre de 1976. Fausto era un hombre impresionante, de cabeza grande y tosca, el pelo rubio a pesar de sus sesenta y ocho años, las manos artríticas y de pocas palabras. Al caer Asturias, evacuó a Francia, regresó por Cataluña para seguir luchando y, de nuevo en Francia, luchó en el maquis contra los nazis. Acabada la guerra, volvió a la mina, como Mata, se hizo súbdito francés, tuvo cuatro hijos (todos bien situados, precisó) y ahora estaba jubilado y sin problemas. Lo acompañaban varios de sus familiares de Latores, y Bayón, que había sido el hombre de confianza de Prieto en Asturias durante la guerra.
Yo protesté a Rafael Fernández por el recibimiento a Mata en Oviedo, en contraste con los de Barcelona y Madrid, y me contestó que aunque el sentir de la ejecutiva nacional y del propio Felipe González era que también se le recibiera con público, quien organizaba las cosas en Asturias era él, y no consideraba prudente un acto multitudinario, pues, al menor incidente que se produjera, la Policía pondría a Mata en la frontera. Lo primero que hizo Mata fue ir a cuartel de la Guardia Civil de El Entrego para preguntar si había algo contra él y como le contestaran que nada, subió a su pueblo natal, la Hueria de Carrocera, que a él le gustaba llamar a la manera antigua, la Hueria de San Andrés, en el que no había estado desde 1948.
El PSOE tuvo a Mata un poco a escondidas, más por el pistolón que por motivos de seguridad. A mí me lo presentó Emilio Llaneza en el Niza. El partido hizo uso de él con cuentagotas, sin permitirle demasiado relieve, desaprovechando su experiencia en materia de organización. Al monte, ya se suponía que no habría que volver. Probablemente, si hubiera encontrado un ambiente más propicio, Mata se habría quedado a vivir en Asturias.
Una de las últimas veces que estuve con él antes de su marcha definitiva a Francia fue cenando en la cocina del Niza, con otra histórica del socialismo asturiano, Marujina Fierros, cuya situación económica era muy apurada, ayudándola Emilio Llaneza cuando podía (que no era mucho). Aquella noche de mayo de 1978 Mata me regaló un libro «Otra vez Don Quijote», escrito por un exiliado, G. Guerra Rivera, y dedicado a don Miguel de Cervantes y a don Julián Besteiro. Mata me lo dedicó a su vez: «Al amigo Ignacio Gracia Noriega como recuerdo y amistad». El libro, impreso en Toulouse, presenta a don Quijote y a Sancho como testigos de las convulsiones españolas hasta el final de la Guerra Civil, y se anunciaba una segunda parte. «Es un libro sencillo -me dijo Mata al entregármelo-, lo escribió un buen compañero».
La Nueva España · 18 enero 2010