Ignacio Gracia Noriega
La sección de San Vicente
Pocos socialistas había como Sergio García, un picador generoso y valiente de codos destrozados que se encargó de la seguridad en el PSOE en las primeras elecciones
La mina San Vicente forma parte principal de las numerosas leyendas del socialismo asturiano, ya que en ella se realizó un experimento autogestionario gracias al tesón y a la buena administración, todo hay que decirlo, de un dirigente socialista histórico de gran relieve en su época, aunque hoy esté olvidado casi por completo, Amador Fernández, también conocido por «Amadorín», debido a su poca estatura.
Era chiquito «pero matón», según Ricardo Vázquez Prada, que cuenta que en cierta ocasión que fue a verle a la redacción del periódico socialista «Avance» no recuerdo por qué motivo, a Amadorín le cayó la pistola. Tampoco es de extrañar, porque Vázquez Prada estaba en una posición absolutamente contraria a la suya y por aquellos días anteriores a la Guerra Civil los ánimos estaban exaltados y todo el mundo andaba armado, como en el Far-West o en México, donde quien no llevaba pistola «se sentía desnudo».
En una película de Luis Buñuel de su período mexicano, una niña de la ciudad se escandaliza de que en el pueblo, al que fue con su mamá y su papá a visitar el rancho, todo el mundo tuviera artillería (habitualmente dos pistolas, la legal, con los papeles en regla, y la «caliente», para usarla en caso de necesidad, y «si te he visto, no me acuerdo»), por lo que un día que invitaron al cura a tomar chocolate, la niña se lamentó: «Usted debe ser, padrecito, el único hombre que no porta armas», a lo que el cura desabotonó la sotana diciendo: «¿Quién se lo ha dicho, chamaca?», y dejó sobre la mesa un pistolón. Y en una novela satírica contra el desgobierno de la república de Wenceslao Fernández Flórez, «Los trabajos del detective Ring», un diputado socialista armado hasta los dientes protesta airado porque los diputados de la derecha llevaban pistola. Con tanta pistola y tan mala leche no es de extrañar que las cosas acabaran como acabaron.
Amador Fernández era un buen gallo y un buen administrador. Había nacido en La Invernal, en San Martín del Rey Aurelio, y pertenecía a las Juventudes Socialistas desde 1909. En 1910 participó en la fundación del Sindicato de Obreros Mineros de Asturias y desde entonces colaboró estrechamente con Manuel Llaneza, de quien llegó a ser el brazo derecho. Con Llaneza aprendió a usar el sentido común. A la muerte de Llaneza en 1930 le sucede como presidente del Sindicato Minero y a diferencia de otros dirigentes socialistas que recelaban de la república, como Largo Caballero (aunque rectificaría pronunciado aquel famoso discurso en el que repite la palabra «República» como un disco rayado), participó en la conspiración de Jaca para instaurar la República, siendo el encargado de organizar la huelga general que apoyaría al levantamiento militar cuyo fracaso costó la vida a los capitanes Galán y García Hernández. Pero como no iba a quedarse sin revolución, se ocupó personalmente de preparar el desembarco de armas del buque «Turquesa». Como gerente del periódico «Avance» echó mucha leña al fuego revolucionario, y como gran administrador que era, se encargó de la conservación en lugar segura del dinero obtenido en el asalto a los bancos de Oviedo durante la revolución del 34. Posteriormente fue diputado y consejero de Comercio de Minas en el Consejo de Asturias y León, desde donde intentó diversas experiencias colectivistas y socializadoras. Murió en México en 1960. Según testimonios, era hombre muy tímido.
La mina San Vicente resultó un intento autogestionario ejemplar por haberse realizado en época de paz; no como los posteriores proyectos, que tuvieron lugar en días convulsos, de revolución o guerra. Es curioso que esta interesante figura del socialismo asturiano, con sus luces y sombras, y la propia experiencia autogestionaria de la mina San Vicente, sean tan poco recordadas y conocidas por los propios socialistas. Bien es verdad que el socialismo «mariachi», que ahora se aproxima a la cuenca del Nalón, y mucho menos el posmoderno y «glamouroso», tienen poco que ver con el socialismo representado por los antiguos luchadores de esta parte de la cuenca del Nalón y cuyo representante histórico más característico es seguramente José Graciano Fernández, más conocido por su nombre de guerra «Pepe Llagos», de cuya muerte se cumplen ahora los diez años. Después de la guerra, Llagos se mantuvo clandestinamente en El Entrego, y desde allí estuvo en contacto con la guerrilla, de manera muy especial con el comandante Mata, que era de la Hueria de Carrocera, hasta que tuvo que huir, buscando refugio en Villablino.
Liberada Asturias por las tropas en 1937, la mina San Vicente interrumpe a la fuerza, como es natural, el período de autogestión. Mata la atraca en el año 1940 o 41, llevándose la nómina, 40.000 pesetas, en aquel tiempo un capital. Buena parte del dinero fue invertido en municiones, a razón de una peseta por bala. Mata no consideraba que apoderarse de la nómina de San Vicente pistola en mano fuera un atraco, sino una forma de «impuesto revolucionario», que más adelante estaría en boga. En 1942 o 43, según consigna Adolfo Fernández en su libro sobre Mata, compraron dos mil balas a la Policía Armada por medio de intermediarios: la Policía Armada y la Guardia Civil eran sus principales proveedores. Aquello sí que tenía chiste: le vendían a la guerrilla el dinero que se empleaba en disparar contra ellos. Pero el dinero es el dinero, y está por encima de toda otra consideración, a lo que parece.
En San Martín del Rey Aurelio hubo organización socialista incluso en las épocas más duras. Funcionaba la sección de la Hueria de Carrocera (según Mata, que había nacido allí, debe decirse la Hueria de San Andrés), y para encontrar otra en funcionamiento había que ir a Latores, al lado de Oviedo. El enlace era Pepe Llagos, mientras que Emilio Llaneza Prieto, otro socialista veterano, represaliado y ejemplar, de Cabornio, era quien mantenía los contactos fuera de Latores. Llagos y Llaneza eran dos tipos magníficos, de trayectorias casi paralelas y de un valor, honradez y dignidad insobornables.
La casa del pueblo de El Entrego, en los primeros tiempos de la transición, se improvisó en un antiguo lagar, en un bajo amplio y oscuro, de techo muy alto. Allí di una conferencia, invitado por Pepe Llagos, cuyo seudónimo está tomado, precisamente, de una pieza del lugar. En El Entrego estaban también Herminio el relojero, Fanjul (buen administrador, en la tradición de Amador Fernández), Manolo Feotas (que era como el ministro de Asuntos Exteriores de La Hueria), etcétera.
En San Vicente funcionaba como señor del lugar Sergio García, un picador con los codos destrozados y úlcera de estómago, fuerte y cordial, valiente como pocos, de rostro colorado, el pelo casi hasta las cejas y la nariz ancha: todo un personaje. Vigil le tenía muchísimo respeto, y sobre todo, tenía miedo a sus dos sobrinos, que eran «como dos osos», según él.
En realidad, los sobrinos de Sergio García eran un par de buenazos, aunque obedecían ciegamente a Sergio, el cual controlaba San Vicente, aunque pasaba la mayor parte de su tiempo en Pola de Laviana, a cuyo comité pertenecía. Tenía un mil quinientos, una escopeta recortada (en condición de «caliente», como en México) y varias armas cortas. Una vez me entregó un revólver que había estado enterrado bajo tierra para que se lo pavoneara en la Fábrica de Armas de Oviedo un armero a quien yo conocía; otra pistola se la trajo Manolita Villa desde Bélgica, camuflada en el foro de la una portezuela de su coche.
Durante las primeras elecciones generales fue el jefe de los servicios de seguridad del PSOE en toda Asturias, y las cosas funcionaron muy bien. No hubo incidentes, aunque Sergio era especialista en armarlos. Fue un gran amigo mío hasta su muerte, y a pocas personas recuerdo más generosas y valientes, capaz de cerrar un pozo él solo poniéndose a la puerta del ascensor o dando su camisa a quien la necesitara, aunque fuera su peor enemigo.
Sergio acabó enfadándose con los de Pola de Laviana a causa de una «faena» que creía que le había hecho Rubén, hasta entonces gran amigo suyo, y a partir de entonces quiso poner en marcha la sección de San Vicente, que tenía como lugar de reunión el bar de una prima suya. Para ello, había que hacer un acto de inauguración, que acabó con una opípara merienda. Sergio quería que asistiera a aquel acto «alguien de Oviedo», para lo que me encomendó que invitara a Álvaro Cuesta. Pero a Álvaro no le gusta acercarse a las cuencas por si acaso, y además, donde se hacía política y carrera era en Oviedo, cerca de Rafael Fernández. Así que invité a don Agustín Tomé, el cual, después de mucho insistir, aceptó participar en el acto. La ilusión de don Agustín era dar un mitin con alguien detrás de él con el paraguas abierto, tal como aparece Pablo Iglesias en una fotografía. Pero el día de la inauguración de San Vicente no llovió y además se celebró en local cerrado, en el bar de la prima de Sergio. Don Agustín estuvo elocuente y el pincheo fue de categoría. Ya muy de noche, Sergio nos devolvió a don Agustín y a mí a Oviedo en su mil quinientos a prueba de terremotos.
La Nueva España · 22 marzo 2010