Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Dos cartas

Los que sufrieron el dolor de la Guerra Civil no desentierran hachas, pero otros no olvidan y eso es peligroso

Uno de los intentos verdaderamente nobles de la transición fue enterrar de común acuerdo el hacha de guerra. Desde tiempo inmemorial, los españoles vivieron en guerra civil: de manera efectiva, a partir de la guerra de Independencia, en la que, según Galdós, abandonaron su casa y no encontraron otra a la que pudieran regresar. A lo que se comprueba, tampoco el sistema democrático es casa confortable para algunos hoy, y más que nunca, desde que Zapatero llegó al poder, la zanja entre las dos Españas se ahonda. Esas dos Españas cainitas a punto estuvieron de que una de las partes muriera a manos de la otra media, o de helar el corazón no sólo a los «españolitos», sino a los españoles más plantados. Las dos Españas, o al menos lo más deleznable de ellas, siguen el pie frente a frente, enterradas en tierra hasta las rodillas para no caerse y con las garrotas levantadas. En mi caso particular, creo no pertenecer a ninguna de las dos, y por eso agradezco al profesor José Luis Rodríguez Jiménez que haya rastreado una «tercera España» en una de mis novelas: apreciación de la que me siento legítimamente orgulloso. Como don Pío Baroja refugiado en París en plena guerra, no deseo estar ni con un bando ni con otro, aunque, al igual que don Pío, ahora me inclino más bien por la defensa del orden y de la legalidad. Por eso me produce bochorno que el proceso de un juez sea motivo para que salga a relucir nuevamente el hacha de guerra, y que el Gobierno tome partido, una vez más apoyado por los radicales y faranduleros que en plena jornada de reflexión, encontrándose España bajo una tensión gravísima, salieron a las calles dispuestos a tomar nuevas bastillas: y consiguieron su objetivo, efectivamente, echando a rodar España barranca abajo. Ahora el pretexto es su airada protesta porque, en su opinión, un juez «progre» no debe comparecer ante los tribunales. Con esto se está consiguiendo el mayor descrédito de una justicia absolutamente desacreditada. Más no es éste el episodio más grave de la caída en picado del Estado de derecho. En LA NUEVA ESPAÑA del pasado 17 de abril leo en primera página que el separatista Montilla «exige a Zapatero renovar el TC al ser tumbada la sentencia del Estatut por quinta vez». Esto es, sin más, una vergüenza. Por si fuera poco, la misma primera página del mismo día, en la edición oriental, informa de que en mi pueblo quieren hacer una ruta de la Guerra Civil «con fines turísticos». Por si fuera poco el cainismo del país y el tono guerracivilista al que se aproximan algunos sectores de ambos bandos se quiere hacer de aquella guerra que convendría olvidar un atractivo turístico. ¡Esa gente está loca o es perversa, o ambas cosas! Además, por recordar la guerra no van a ganarla, pues es sabido que la perdieron, y hacer giras turísticas por el Mazucu es tan descabellado como si Napoleón brindara con champagne en Santa Elena todos los 18 de junio para celebrar la derrota de Waterloo.

En fin, olvidemos estos desatinos. Otras personas no olvidan y tienen razones para no olvidar: por esto es tan sumamente peligroso haber removido en la llamada «memoria histórica». He recibido en días pasados dos cartas que me impresionaron. Una, manuscrita: su autor se disculpa por no firmarla, pero me cuenta que fue minero, hijo y nieto de mineros. En la actualidad tiene más de ochenta años. En octubre de 1934 tenía 10 años, y recuerda: «Los primeros muertos que vi fue en 1934. En Ciaño quemaron el cuartel de la Guardia Civil, quemaron el de Sama, quemaron la iglesia de Sama y la de La Felguera, en Ciaño mataron al ingeniero del pozo San Luis, mataron a Calores, mataron al hijo de Marcelo Lapeña, mataron a dos hermanos de la misma manera, y al cura, señor Valcárcel, de la parroquia de Ciaño, Langreo. Al señor cura lo tiraron vivo en el 34 al pozo Funeres, está debajo de los 23 socialistas, entre otros». Y añade gravemente: «La guerra empezó en el 1931». Después, continúa mi comunicante, vino la Revolución del 34 y la del 34 trajo la Guerra Civil. La Guerra Civil trajo a Franco. Todo se fue escalonando de manera monstruosa. Y treinta y cinco años después de que los que habían vivido directamente aquellos episodios sangrientos y terribles decidieron firmar la paz, los nietos de los vencidos y, lo que es más sarcástico, muchos nietos de vencedores, sacan los cadáveres de los abuelos como banderas o armas arrojadizas. Sólo a inconscientes se les pueden ocurrir tales despropósitos. Al menos, las personas de mi generación, aunque no conocimos la guerra, la tuvimos demasiado cerca para darnos cuenta de que no se debía jugar con fuego.

«En mi casa siempre escuché que la guerra había sido terrible, y eso que mi familia, tanto por parte paterna como por la materna, pertenecía al bando vencedor». Aporta mi comunicante una noticia sobre un personaje al que me referí en el artículo anterior dedicado al pozo Funeres. A Juan Felechosa, escribe, le mataron en casa de Antonio el del Estanco, arrimado al mostrador. Era capataz de minas en el pozo María Luisa. Y concluye este minero su carta: «Eran otros tiempos».

La otra carta, remitida desde Santander, refiere la historia de una mujer heroica, natural de Langreo. La escribe su hijo, Víctor García, médico cirujano que ejerció en Bilbao. Supone que en Sama todavía habrá quien se acuerde de Gelina la Panadera. Mas es posible que no se recuerde su historia, una historia de tesón, dignidad y valor. Gelina la Panadera es un personaje emocionante y épico: como el viejo Santiago de «El viejo y el mar», demostró con su coraje que el ser humano puede ser vencido, pero no destruido. Aunque estuviera aplastada en el polvo, tenía coraje para levantar la cabeza y sacar a su familia a flote mientras su marido luchaba y moría en los oscuros montes de Galicia.

María de los Angeles Fernández Roces, natural de Langreo, era hija de minero. Afiliada al Partido Comunista, participó en la Guerra Civil como miliciana en diferentes lugares del frente Norte, antes de cumplir los 20 años. En algún lugar del frente conoció a Víctor García, más conocido por «el Brasileño», que había vivido algún tiempo en América del Sur y entonces era comisario de brigada del Ejército Popular. El 28 de junio de 1937 se casaron en Colombres: ella acababa de cumplir los 20 años. Vivieron en Bayo hasta que se perdió la guerra. Según acota su hijo: «Fue una etapa muy feliz, según me comentaba, a pesar de las desdichas y desgracias que acarreaba la situación bélica».

La derrota le hizo conocer la verdadera desdicha. Le cortaron el pelo al cero, la obligaron a barrer las calles, los falangistas hicieron varias visitas a su casa y se llevaban al abuelo, a un tío y su madre, y simulaban que los fusilaban haciendo disparos al aire y diciendo: «Ya hemos fusilado a tu hija», y a la hija: «Hemos fusilado a su padre y ahora te toca a ti». La situación de la familia fue tan angustiosa que hubo de intervenir el párroco. La casa fue saqueada y los libros del Brasileño -que tenía bastantes- pasaron a poder de un falangista local. Gelina tenía que presentarse cada semana en el cuartel de la Guardia Civil llevando en brazos a su hijo recién nacido.

Pasó la furia de la guerra y Gelina se enfrentó a sacar adelante a su familia. Les quedaba la tierra abajo y el cielo encima. Tuvo que acarrear carbón en cestos de mimbre que llevaba sobre la cabeza desde los vagones a los trenes de mercancías hasta una tolva cerca de los hornos de fundición de Duro Felguera. El trabajo era duro, el salario no bastaba para atender a las necesidades más inmediatas. Durante un tiempo trabajó como criada en Argüero, en Villaviciosa: no le pagaban, pero el menos comía.

Al fin el Brasileño pudo ponerse en contacto con ella, y con su hijo marchó a Vigo. Trabajaba de sirvienta en la casa de un médico y por las tardes vendía jabón de puerta en puerta. Cuando las cosas parecían enderezarse, el Brasileño fue asesinado, por lo que regresó a Sama un día de crudo invierno, sin medias. Si no se había doblegado, no iba a detenerla el frío. Con frío o calor, bajo la lluvia, con las suelas de los zapatos sustituidas por cartones, recorrió durante años las calles de Sama empujando un carretón con ruedas de goma lleno de hogazas de pan que vendía de casa en casa, teniendo que subir en muchas a los pisos altos. Así fueron pasando los años. Consiguió que Víctor estudiara el Bachillerato con beca y luego Medicina en Valladolid. Todos los meses le enviaba unas pesetas, para que pudiera ir al cine, y unas latas de leche condensada. Cuando Víctor terminó los estudios, pudo ponerle un despacho de pan. Luego la llevó con él a Bilbao. Supone que sus últimos años fueron felices. Ella nunca se quejó de nada y procuró mirar siempre adelante. Nunca dejó de ser comunista. Leía «Mundo Obrero» y escuchaba «Radio Pirenaica», la BBC o Radio París: alimentos de su pobre esperanza. Y con la democracia, votó disciplinadamente, hasta su muerte, al partido.

Son cartas de dos españoles. Las historias que refieren recuerdan aquel horror, pero trasmiten un consuelo. Los que saben lo que hubo, en un bando y otro, no desentierran el hacha de guerra.

La Nueva España · 26 abril 2010