Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El mapa político de la transición

La sopa de letras y siglas de los muchos partidos que concurrieron a las primeras elecciones acabó diluyéndose tanto en la izquierda como en la derecha

Habitualmente se habla del gran papel de la izquierda durante la transición política en España; yo mismo lo estoy haciendo en esta serie. Pero debe tenerse en cuenta que tal transición no hubiera sido posible de no ser por lo mucho que concedió el franquismo, incluido el espectacular suicidio de sus Cortes, caso sin precedentes en la historia del siglo XX, si se exceptúa el no menos incomprensible suicidio del partido comunista de Indonesia a la caída de Sukarno.

Las cortes franquistas podían haber resistido durante algún tiempo, pues, como se dice en el lenguaje coloquial, todavía tenían la sartén por el mango, pero rehusaron hacerlo: a ello contribuyó, sin duda, que al frente de ellas se encontraba un político con talento e ideas claras, Torcuato Fernández-Miranda. Tarde o temprano, lo que se mantenía del franquismo hubiera caído con mayor o menor estrépito: pero cayó en el momento oportuno, sin los habituales gestos dramáticos de los náufragos de la nave que se hunde, e incluso con discreción. A partir de entonces, el franquismo se convirtió en algo residual, que pertenecía más al ámbito sentimental que al político. Los Girón de Velasco, Blas Piñar, etcétera, tanto se aferraron al pasado que se quedaron en él, más o menos hacia la Edad de Piedra. Por cierto, es curioso observar la evolución de uno de los máximos gerifaltes de aquella tendencia a través de sus apellidos: cuando era joven ministro de Trabajo, demagogo de la justicia social joseantoniana, obrerista de camisa azul y autor o promotor de una legislación social, se llamaba José Antonio Girón o Girón a secas; y cuando se convirtió en la cabeza de la extrema derecha cavernícola pasó a ser Girón de Velasco.

Otros sectores procedentes del franquismo comprendieron pronto que aquello no podía seguir: tales fueron los casos de Areilza, Fraga Iribarne, y, sobre todo, de Torcuato Fernández-Miranda, a quien se debe considerar el verdadero ingeniero de la transición. El propio Adolfo Suárez, que procedía del aperturismo de Herrero Tejedor, participa de ese propósito de buscarle salida a una situación anómala, y en ningún caso estas personas deben ser confundidas con los tránsfugas oportunistas que siempre hubo, en todos los cambios, y que en éste tienen su plusmarquista en Francisco Fernández Ordóñez.

La transición fue obra de fuerzas muy diversas y aun contradictorias, nacionales e internacionales. Lo mejor que pudo suceder fue que el régimen evolucionara desde dentro. Y aunque no se puede disminuir la labor importantísima de personajes como Felipe González o Santiago Carrillo, es preciso aceptar que en 1975 y 1976, la izquierda estaba reorganizándose, en el mejor de los casos, y no tenía capacidad política para forzar sus pretensiones. Tan sólo el PCE poseía estructura de partido clandestino; pero no toda la oposición era comunista, como pretendía hacer creer la Policía político social.

El mapa político de la transición acá se ha reducido muchísimo. Ahora sólo hay la extrema izquierda del PSOE, el centro-derecha del PP y los separatismos, sin que entre los dos partidos nacionales existan diferencias sustanciales, salvo en cuestiones concernientes a la moral sexual. Entre el partido hedonista de Z., compuesto de laicismo rancio y socialismo posmoderno, y el avestrucismo de Rajoy, no existen diferencias retóricas apreciables, salvo las que marca Z., empeñado en gobernar sólo para la izquierda y hacerlo para siempre, mientras Rajoy sigue temiendo que los que no fueron demócratas nunca le consideren poco demócrata. No hay derecha liberal y el totalitarismo queda relegado a la izquierda ya que convive con el racismo de los separatistas y apadrina el aborto y la eutanasia, que formaron parte del programa de ingeniería social del nacionalsocialismo hitleriano.

El éxito de la izquierda en España sería inexplicable si no fuera por la ineptitud y mojigatería de la derecha. En los años sesenta y setenta, si uno estaba en contra del régimen de Franco, no le quedaba más remedio que colaborar con gentes que navegaban bajo bandera roja, y que no eran más partidarios que Franco de lo que ellos denominaban despectivamente la «democracia burguesa» o «formal», es decir, la democracia parlamentaria: tan sólo estaban dispuestos a admitirla como mal menor y escalón para alcanzar la dictadura del proletariado, que era la «democracia fetén», como en la URSS o en la Alemania roja, que no en vano se apellidaba «democrática». En ese entorno, jamás se hablaba de partidos, sino del «partido», y si alguien hubiera insinuado algo acerca de las democracias parlamentarias, hubiera recibido la misma respuesta que Lenin dio a don Fernando de los Ríos durante su viaje a la Rusia sovietista: «Libertad, ¿para qué?».

Con esto señalo, y lo siento, que buena parte de los luchadores antifranquistas en la clandestinidad no lo hacían por el establecimiento de las libertades «formales», sino por disponer de un marco más amplio para la imposición del «programa máximo» y establecer el «reino del hombre sobre la Tierra», y sólo el hecho de que Franco fuera visceralmente antidemócrata permite que sean considerados como demócratas auténticos estalinistas, algunos de los cuales intentaron dar los consabidos pasos hacia delante y acabaron dando el definitivo paso atrás que los llevó a caer, como en un baño de rosas, en el socialismo pintado de colores acrílicos del zapaterismo lewiscarroliano.

En 1975, el PSOE representaba una novedad insólita en la izquierda, porque hablaba de elecciones, de diputados y senadores, y de «democracia interna», y -lo que era más extraño- la practicaba con todas las imperfecciones y caciquismos que se quiera, por lo menos hasta que el partido fue secuestrado por el aparato. En 1975 hubiera sido impensable que un socialista, ni siquiera Pablo Iglesias en olor de santidad, saliera confirmado de un congreso con el 98% de los votos, como en el último de Z.

Mientras resurgía penosamente el PSOE, entre los denuestos de la izquierda organizada y el desdén de la «progresía irredenta» que se consideraba tan a la izquierda que no encontraba marco donde encajar, con lo que se libraba de las incomodidades y peligros de la militancia en un partido clandestino, y el PCE era el partido sin más en el léxico político de la época, bullían alrededor lo que pronto dio en llamarse la «sopa de letras»: grupúsculos de extrema izquierda de vocación extraparlamentaria, que fue el nombre que recibieron después de las primeras elecciones, en las que se comprobó que su fuerza se reducía a sus propios militantes. Eran lo que Manolito Villa denominaba «partidos taxi» o «partidos cabina de teléfono», porque eran tan pocos que podían organizar sus asambleas dentro de una cabina de teléfono o de un taxi. A ellos, evidentemente, no les importaba poco ni mucho ganar o perder unas elecciones, porque lo que se proponía era hacer la revolución y asaltar el Palacio de Invierno. No se les concedió esa oportunidad, más por falta de apoyos populares que por falta de ganas de sus dirigentes de convertirse en jefes revolucionarios, o porque el Gobierno, por miedo de encrespar los ánimos, estuviera decidido a impedírselo. Más bien se actuó con la «sopa de letras» con discreción y dejándola hacer hasta que cansara y sus militantes buscaran y encontraran puertos más favorables y sosegados, como fue el caso de numerosos jóvenes radicales en otro tiempo que, por caminos diferentes, acabaron tropezando en el mismo camino de Damasco donde San Pablo descubrió que iba a ser el fundador del cristianismo y ellos descubrieron la socialdemocracia.

El PSOE, que hasta entonces había sido el partido traidoramente socialdemócrata, vendido al «oro de Willy Brandt» y lacayo o al menos posible administrador del capitalismo, se convirtió en aquello que Azcárate había prometido que sería el PCE en el curso de un mitin en la plaza de toros de Oviedo: una casa de cristal, la casa común de la izquierda. Por hundimiento estrepitoso del PCE, esa casa común pasó a ser del PSOE, que admitió toda clase de inquilinos, de variados pelajes y procedencia. El peligro de la revolución -que en realidad nunca había existido- se alejaba, debido al poder corruptor del dinero y a esa característica del capitalismo de vender incluso la cuerda con que le van a ahorcar, que facilitaba el «pacto social». Y sobre todo algo muy serio, señalado por un buen conocedor del paño como George Orwell: que los partidos revolucionarios de las sociedades industrializadas nunca están dispuestos a imponer sus principios e ideas en los países en los que viven.

El marxismo está muy bien en Cuba o en Corea del Norte, pero en Inglaterra o en la España del bienestar a lo mejor resulta tan indeseable como incompatible. De este modo fue diluyéndose la sopa de letras en el PSOE o en un fantasmal comunismo que gracias a Llamazares llegó al descrédito total. Lo mismo sucedió por la derecha, donde algunos tímidos intentos de sainete como el partido proverista o Manuel Cantarero del Castillo acabaron absorbidos o desaparecidos entre AP y UCD, que más que un partido era un aparato electoral.

La Nueva España · 2 noviembre 2010